miércoles, enero 30, 2013

Código 1000: chúpale la cola al albañil

No sé si estén familiarizados con el código 1000, pero a continuación se los explico brevemente. El código 1000 es un grupo de números que sustituyen palabras, y son usados por los cuerpos policiacos y los radioaficionados. Cuenta la leyenda que el código 1000 fue creado en el sexenio de Díaz Ordaz, durante las olimpiadas del 68, y que el objetivo de esta mamada era -y es- comunicarse a través de frases cortas para así evitar la obviedad en las comunicaciones entre polis, para acortar las transmisiones y para que no se gastara la batería de los radios portátiles. Recuerden que antes vivíamos como animales: sin Twitter ni Facebook, puro teléfono, walkie talkie y programas de Verónica Castro.

En lo personal, el código 1000 me parece algo así como los "emoticones", como escribir como fotologuero -tragándose letras y poniendo las que no son- o como los gruñidos de los animales; no por nada el código 1000 se inventó cuando el presidente de México parecía -y era- un pinche chango. Pero bueno...

De entre todos los trabajos temporales que alguna vez tuve antes de convertirme en El Bloguero Más Sexy del Sistema Solar, hubo uno en el que hablaban en código 1000. Al principio fue algo bien cabrón adaptarme, pues es como si todos hablaran otro idioma y uno se siente en una maquiladora de esclavos chinos y nomás hace como que entiende y asiente, o se ríe, o pone cara de pendejo. Me acuerdo que el primer día, nomás llegando a mi nuevo cubículo, entró un oficial muy serio a decirme:

-Licenciado: hay un 24 por 57.

Yo, queriendo parecer la mera verga en eficiencia, le respondí:

-1368.

-¿Cómo dijo? –preguntó el uniformado.

-Le digo que 24 por 57 da un total de 1368. De nada.

El oficial se me quedó viendo, incrédulo.

-Eeeeh… 24 significa “detenido” y 57 significa “asalto”, señor. Cayó un detenido por asalto.

-Aaaaah… je je je… -y me cubrí el rostro con mi rebozo, de la vergüenza que me dio.

Después ya me acostumbré al nuevo idioma, pero no del todo. Hablar con números es muy raro y uno se imagina cosas que no son. Por ejemplo, el número que más decían era el 24, que, como les dije, es el de los detenidos; pero cada que alguien mencionaba: “¡Llegó un 24!”, yo me imaginaba que era un 24 de cervezas y que era hora de encuerarse, subirle a la música y comenzar la fiesta, snif.

Otro número que me causó problemas fue el 7. No es nada cabalístico, ni de buena suerte, ni esas jaladas en las que cree Madonna. El 7 significa “fuera para comer”. Entonces, cuando me decían: “Vamos al 7, ¿gusta acompañarnos?”, pues yo me les pegaba porque tenía mucha hambre; pero resultaba que el 7 lo utilizaban de manera literal, pues llegábamos al pinchurriento 7 Eleven y ahí mis compañeros se atascaban de sopas Maruchan, hotdogs, bolsas con semillitas de calabaza y refrescos de medio litro. Y pues yo me jodía y tenía que comprar mi comida ahí, como vil estudihambre. Pero luego pasaba todo lo contrario, porque ya saben que la Ley de Murphy es la única que rige el universo; entonces, cuando me volvían a invitar “al 7”, les decía que no iba, y resultaba que regresaban de comer mariscos en un restaurante bien chingón y yo les reclamaba diciendo que yo pensé iban a ir al 7 Eleven y me decían que 7 significa “fuera para comer” y yo eso ya lo sabía y total que era un pinche revoltijo y puros malentendidos.

Repito: hablar con números es muy raro. Ningún número tiene que ver con lo que uno puede imaginarse u obviar. Cualquier persona medianamente inteligente pensaría que un 69 significa delito sexual o que un 41 es una acción homofóbica, pero nel: 69 significa “artefacto explosivo” y 41 es “hacer contacto”, pero no contacto pene-culo, no. El único número del cual pude deducir su significado por lógica simple, fue cuando pregunté por un Licenciado y me dijeron: “Está en 7 invertido”, y pues si 7 es comer, 7 invertido es “descomer”. Y sí, a los 5 minutos salió el Licenciado del baño, limpiándose el sudor con un pañuelo y pidiendo cerillos para disimular la hediondez del pozole "descomido".

Fue bonito mi trabajo en donde todos hablaban en código 1000, snif.

jueves, enero 24, 2013

Historias de taxi narradas por otro pendejo que no es Arjona

Si ando solo, me caga subirme en el asiento trasero de los taxis. Se me hace una actitud medio altanera, algo así como: “Yo soy el patrón y tú me tienes que llevar a donde yo te diga, esclavo inmundo”. Bueno, en el fondo sí es algo así, pues tengo ojos verdes y eso me hace superior a cualquier ser humano; pero tampoco hay que mamarse, chavos. ¿Para qué andar exaltando esos complejos genéticos y clasicistas nomás por convivir?

Yo por eso cuando necesito tomar un taxi, me subo en el asiento delantero; para no andar sintiéndome más que el prójimo. Pero subirme en el asiento de adelante también es un problema, pues la cercanía con el chofer es tanta que me incomoda ir en silencio. No es que yo sea un individuo muy pinche platicador que digamos, pero en los taxis no soporto que haya silencio porque el silencio da pie a que le suban a todo el volumen del estéreo con la música más culera que ha inventado la raza humana: el reggaeton.

Por lo tanto, lo que hago es que si el taxista no me saca plática –raro en ellos-, yo empiezo la conversación. Confieso que esto lo hago con toda la intención de que le bajen al volumen y de hacerme “el cliente buena onda”, pues siempre me imagino que los taxistas son asesinos seriales y que si les caigo bien por mi plática, tal vez digan: “¡Órale!, a pesar de tener los ojos verdes, este chavo es bien buenas ondas. No lo voy a descuartizar”. Quizás nunca lo sepa a ciencia cierta, pero no tengo la menor duda de que alguna de mis pláticas buena onda me salvó el pellejo en más de una ocasión.

Total que lo primero que hago estando sentado en el asiento del copiloto, es preguntar: “¿Y el taxi es suyo o lo renta?”. Esta pregunta nunca falla, pues de ahí surgen cuestionamientos suficientes como para no ir en silencio o escuchando mierda durante el trayecto; preguntas como: ¿Cuánto paga de renta?, ¿Cuánto gasta de gasolina?, ¿De qué hora a qué hora trabaja?, ¿Lo han asaltado?, etc. Confieso que siento un alivio en mi lado humano –ése donde se encuentra el corazón de pollo- al escuchar que el taxi es propio. Los taxistas que rentan sus coches me dan algo de lástima porque las pinches rentas rondan entre los 350 y los 450 pesos, dependiendo de qué tan madreada esté la unidad; por lo que me imagino al pobre hombre trabajando en chinga medio día para sacar apenas los 450 pesos de ley para, ya después de la joda que se metió, ahora sí empezar a sacar lo suyo y de su familia. De cierta forma los admiro. Si yo fuera ellos y no sacara la renta, abandonaría el taxi a la verga y ahí que alguien vaya por él y que el pinche dueño culero y explotador chingue a su madre.

Volviendo al tema de la plática: ya entrados en confianza, algunos taxistas me dicen que “sí sale buena lana; nomás chingándole”. Otros -casi siempre los que renta el taxi- dicen que “sale nomás pa´ la botana”, y lloro por dentro, snif, y ahí sí aplico mi política de redondeo, ésa que aplican Soriana y demás cadenas de tiendas criminales: si la carrera es de 42 pesos, les doy 50 y les digo que se queden con el cambio; si son 85, les dejo el billete de 100 completo (¡Denme el Nobel de la Paz inmediatamente: lo merezco!).

Todo este rollote se los platico como introducción porque no sé escribir y digo cosas a lo pendejo y sin orden, ni pies, ni cabeza y porque hoy en la mañana me subí a un taxi y el chofer resultó ser muy platicador. El vato traía lentes oscuros, el pelo parado -de cepillo- y una camiseta negra con una máscara de lucha libre estampada. Cuando le pregunté sobre su playera, el chofer me confesó que, aparte de ser taxista, era luchador. “¡Órale, qué chido! ¿Y ésa es su máscara o qué?”, le pregunté señalando su camiseta. "Nel, yo no uso máscara, compirri. Yo soy de la escuela luchística del legendario Pierrot después de que le quitarán la máscara", me respondió orgulloso, y yo nomás hice una expresión facial de ¡a-la-verga-con-este-vato! Total que llegamos a un semáforo en rojo. El chofi me volteó a ver y me preguntó: “¿No me reconoce?”, y se empezó a subir y a bajar los lentes. “¿No me reconoce?”, repitió, haciendo el mismo ademán de los lentes saltarines. Yo nomás me le quedaba viendo con cara de pendejo, pensando que era una broma. Cuando la luz se puso en verde, tuve que responderle muy apenado que yo no era muy asiduo a la lucha libre. “Ah, con razón no me reconoce”, me dijo, con el orgullo zurcido. “¡Soy el Canelo Casas!".

En mi puta vida había escuchado hablar del Canelo Casas. Lo primero que me vino a la mente fue un cabrón trepado en un cuadrilátero con un calzón en la cabeza a manera de máscara. Para contener la risa que me provocó la imagen -y para bolearle un poquito el ego al tal Canelo- le dije: “¡Ah, cómo de que no!, sí he escuchado su nombre y bla bla bla”. Total que le caí bien por mi plática buena onda que me volvió a salvar de ser descuartizado y me dijo que el próximo domingo pelea contra Big Neurosis y El Símbolo (sepa vergas quiénes son ésos) y que estoy cordialmente invitado. Me dijo que nomás pregunte en la entrada por el Canelo Casas y que él sale y le dice a los guardias que me dejen pasar. Voy a llegar a la arena "El Jaguar" -como me dijo que se llamaba el congal- con lentes oscuros, y, cuando lo vea, me los voy a hacer par arriba y para abajo, y le voy a decir: “¿Sí me reconoce?”.

viernes, enero 18, 2013

La noche que bajó la Osa Mayor

Oscurece a las seis de la tarde y el contorno del cerro se transforma en la silueta de un animal gigantesco que parece dormir a un costado del pueblo. Las calles –con agujeros y parches, como muelas- se llenan del olor a leña de encino y mezquite que los habitantes queman a diario para cocinar y resguardarse del frío. La noche clara y profunda me recuerda que dentro del maletín cargo “El Enamorado de la Osa Mayor”, novela autobiográfica de Sergiusz Piasecki que no he podido terminar. Ni siquiera voy a la mitad. Espero que la jornada laboral esté tranquila, para dedicarle tiempo a las andanzas de esos contrabandistas que se jugaban el pellejo entre las fronteras boscosas de Polonia y Rusia. Muchas páginas del libro me han recordado las noches que pasé acampando en el bosque canadiense; remando en la penumbra donde es imposible medir las distancias, alejándome de la orilla para tumbarme en el piso de la embarcación a contemplar las estrellas. Dicen que las noches en el bosque no son para los ojos, sino para los oídos. Yo pienso que las noches, en general, son para todos los sentidos. La inmensidad del monte siempre aviva el sentimiento de soledad del ser humano. Más aún cuando se está en tierra ajena y el único guía y acompañante es el firmamento. Incluso en este pequeño poblado, el sentimiento es el mismo. La noche es noche. Su grandeza es la misma en todas partes. Antes de entrar al edificio, me detengo a buscar la Osa Mayor. No la veo, a pesar de la claridad del cielo. Bajo la mirada y contemplo de nuevo el contorno del cerro. Es como un gigantesco animal durmiendo a un costado del pueblo. Es la Osa Mayor.

sábado, enero 12, 2013

Atardecer de invierno después del fin del mundo

Una línea de asfalto que parece interminable se extiende frente al parabrisas del coche. A un lado del camino hay tierra, yucas y matorrales; al otro, más tierra y el Cerro del Fraile, que se eleva con todo el esplendor que puede otorgarle un atardecer de invierno a casi un mes del fin del mundo.

Las yucas son de la especie brevifolia, una agavácea conocida también como árbol de Josué. No puedo  evitar recordar el primer casete de U2 que compré y la inocente sensación de escucharlo completo en el estéreo del pequeño estudio que tenía mi padre en casa. Aquella tarde, tirado en el sillón que estaba a un lado de las bocinas, imaginé lugares con "calles sin nombre"; lo que nunca imaginé fue que veinte años después "seguiría sin encontrar todo lo que andaba buscando".

La interferencia de la radio comienza a raspar el aire y decido mejor apagarla. Me quedo a solas con el paisaje desértico y el silencio. Y uno que otro insecto que se embarra en el vidrio.

Kilómetros adelante me orillo del lado del Cerro del Fraile. Tengo ganas de orinar. Volteo para ambos lados de la carretera antes de desabotonarme el pantalón, para cerciorarme de que no vengan patrullas. Una vez me quisieron llevar detenido por orinar entre la hierba frente al acotamiento. No había baños en cien kilómetros a la redonda, pero sí había patrullas vigilando que nadie orinara. Absurdo. 

Sopla el viento. La tierra se desprende como si fuera humo y se combina con el vapor de la orina. Las hebras de pasto se mecen haciendo un sonido similar al del radio cuando no agarra señal. Contemplo la textura accidentada del cerro. Parece un gigante abatido. Siento como si me fundiera con la tierra y el cielo, hasta que un escalofrío me sacude el cuerpo y unas gotas de meados mojan mi mano, arrebatándome del trance.

Me seco el costado de la mano con el pantalón y subo al coche. Continúo manejando por la línea recta que parece no tener fin. Me gustaría que esta carretera llevara al mar. Me pregunto cómo sería yo de haber nacido en el mar. Siempre he pensado que la geografía moldea nuestra esencia; nuestra forma de vivir y ver la vida.

La radio sigue transmitiendo interferencia. Como mi mente.

lunes, enero 07, 2013

“Comenzar de nuevo”: una de las máximas favoritas de los seres humanos. He de reconocer que suena bien la frasecita. Se lee esperanzadora. Incluso poética. “Comenzar de nuevo”. ¡Ahijuesupinchemadre! Hasta chinita se pone la piel.  

Pensamos en "un nuevo comienzo" –lo que sea que eso signifique- y de inmediato aparece frente a nosotros una carretera que se pierde en el horizonte; un camino iluminado por esos rayos de sol que bajan como columnas de entre las nubes para indicarnos el trayecto.

La incertidumbre provoca efervescencia en el cuerpo. Lo inmaculado siempre emociona. La perfección, obsesiona. Supongo que por eso los humanos tienen ese afán de “volver a empezar”. Cada que “empiezan de nuevo” -según ellos- pretenden borrar por arte de magia una historia imperfecta; un pasado que no es otra cosa que experiencias, que no son otra cosa que alimento para el espíritu –lo que sea que eso signifique- y la memoria. 

Imagino que quienes agarran esa filosofía de Empezar de Nuevo se ven a sí mismos como máquinas. Como computadoras que fallan y deben obedecer a una voz divina que les dicta: “Apágate y vuélvete a encender”. Y nada cambia. El disco duro sigue igual. Con todos los archivos y el historial. Supongo también que estas personas ven la vida como si fuera el cartucho de un videojuego al que pueden resetear cada que la cagan o les toca un nivel difícil. Si van a darle reset, neta que mejor ni jueguen. Nomás se hacen tontos. Porque todo eso que quisieran borrar, los convirtió en lo que son, y lo cargarán por siempre. Por eso son patéticos quienes apenas avanzan diez pasos y quieren volverse a poner en sus marcas para escuchar otro disparo de salida. Quieren salir con ventaja y regresar a la línea de arranque cada vez que alguien los rebase o se tropiecen o se lesionen. Y ni empiezan ni avanzan ni acaban y nomás se hacen pendejos como el perro que se corretea la cola.

A mí me gusta más el “Continuará…” que el “Había una vez…” aplicado una y otra vez hasta el infinito. Y sí: en algún momento de mi vida llegué a pensar que cada cosa nueva que hacía era un nuevo comienzo. Hasta que me pareció absurdo, pues comprendí que nada termina. Ni siquiera con la muerte. Todo es un proceso eterno de transformación. Por eso en lugar de “empezar de nuevo”, decidí hacer pausas. Preferí poner puntos suspensivos; cambiar de equipaje y recorrer otros caminos.

Creo que se fantasea con los nuevos comienzos porque, en el fondo, estamos conscientes de que el mundo empezó mal y que, posiblemente, la única solución para mejorarlo, es destruirlo y construir uno nuevo. Es el peso eterno de la imperfecta naturaleza humana obstinada con alcanzar la perfección.  

No pretendan volver a empezar. Volver a empezar es un placebo. Empezar de nuevo es quemar las naves y nunca nadie las quema del todo. Volver a empezar es destruirlo todo y no se puede empezar de la nada. Es caminar en cámara lenta hacia adelante mientras una cortina de humo y fuego se eleva a nuestras espaldas, como en las películas mamonas. No pretendan hacer borrón y cuenta nueva. Eso existe sólo en su imaginación. Caminen en cámara lenta mientras a sus espaldas se queda todo lo bueno, lo malo y lo inservible. Volteen de vez en cuando, para que sepan que ahí sigue, y reafirmen lo que son gracias a lo que dejan atrás para continuar; que es lo que nos empuja para avanzar en ese camino que se aparece enfrente, iluminado por los rayos del sol y que se pierde en el horizonte.