Mariana no pudo contener el llanto cuando el médico nos entregó los resultados de lo que veníamos sospechando desde hacía tiempo: no podríamos ser padres. Me abalancé sobre ella y la envolví con los brazos mientras el doctor -en un acto de prudencia- se ponía de pie y abandonaba el despacho.
Al salir de la clínica, Mariana arrojó el sobre amarillo que contenía los estudios de laboratorio dentro de un tambo de lámina que humeaba en el estacionamiento. Subimos al coche y conduje de regreso a casa entre los destrozos que habían provocado en el centro de la ciudad las protestas de estudiantes y de algunos sindicatos. Mariana se sobresaltó y me tomó del antebrazo cuando una piedra golpeó el cofre y rebotó en el parabrisas, dejando una pequeña cuarteadura con la forma de un copo de nieve. Tomé un atajo que había recomendado el reportero de una estación de radio que monitoreaba la ciudad desde un helicóptero, así evitamos transitar por las zonas de mayor conflicto.
En la habitación -después de una larga ducha- Mariana me confesó entre sollozos que le aterraba imaginar qué sería de nosotros si alguno llegara a faltar. Para tranquilizarla le hice prometerme que empezaría una vida nueva justo al día siguiente que yo muriera. Incluso bromeé mencionándole nombres de amigos con quienes podría emparentar. “¿Y si muero yo primero?”, preguntó muy seria: mi comentario no le había causado la menor gracia. “Si tú mueres primero, yo me muero contigo”, respondí mirándola a los ojos, y la abracé hasta el amanecer, con el revólver bajo la almohada.
Lo último que escuché esa noche fue la explosión de un transformador, las sirenas de las patrullas -o de las ambulancias- y a Mariana susurrando: “Ni siquiera habrá tiempo para comenzar de nuevo”. La besé en la frente y le dije que no pensara en eso. “Todo va a estar bien”.
Me equivoqué. El día de aquel pacto suicida llegó antes de lo esperado. No hay tiempo para comenzar otra vez. Aún no hemos decidido cuál será la forma más digna de morir. Ni siquiera nos preocupa si es dolorosa o no; lo único que queremos es morir al mismo tiempo. Supongo que pronto lo resolveremos. O alguien más lo resolverá por nosotros.
Hemos viajado casi tres horas por carretera, bordeando la costa. El cielo está cubierto de cenizas, al igual que el mar. La cámara del revólver está vacía. Las últimas dos balas las disparé al aire para quitar del camino a un grupo de hombres que desde lejos nos hacían señas para que detuviéramos el coche. Ahora me arrepiento de haberlas gastado, pero me aterré al verlos. Posiblemente sus intenciones no eran malas, pues de haberlo sido hubieran respondido mi agresión de la misma forma. No fue el instinto de supervivencia lo que me hizo abrir fuego: fue el temor a que me mataran y le hicieran algo peor a Mariana. El miedo a no cumplir mi promesa.
La aguja del tanque del combustible señala el color rojo desde hace algunos kilómetros. El coche detiene su marcha cerca de un cementerio de mamíferos marinos y cocoteros partidos por la mitad. Salimos del coche y enfilamos a la playa. Los esqueletos de los cetáceos -aún con trozos de carne en descomposición- yacen apilados sobre la arena casi negra. Parvadas de gaviotas graznan hambrientas alrededor de los cuerpos, como si fueran buitres. Hay algunos contenedores de fierro oxidado que forman dunas a lo largo de la costa. Los gases tóxicos que emanan pintan el horizonte de muchos colores. “Es como una aurora boreal”, dice Mariana con nostalgia, “como las que siempre soñamos ver”.
Me confesó lo de las auroras boreales la primera vez que hicimos el amor. Era invierno y se había ido la luz en el sector donde rentaba un pequeño apartamento cerca del Hospital Civil. Con las sábanas hasta el cuello, mientras contemplábamos las sombras que reflejaban en el techo las veladoras, prometimos que nuestras primeras vacaciones serían al norte de Canadá, para ver auroras boreales. Esa noche fue también la primera vez que Mariana me preguntó si la amaría por siempre. “Quiero que seamos como esas parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques; aunque te parezca un cliché, así me quiero ver contigo”. Yo, queriendo ser el hombre más romántico del mundo, le dije que la amaría mucho más que eso: “Te voy a amar hasta que las olas dejen de romper”. La luz regresó al sector justo cuando terminé la frase, y volvimos a hacer el amor. Lo que nunca imaginé fue que aquella alegoría de un para siempre se convertiría en realidad.
“Te amo, Mariana”, le digo mientras entrelazo sus dedos con los míos y la miro a los ojos, “aunque las olas hayan dejado de romper”. El halo de una sonrisa aparece en su rostro: la primera desde el día que nos enteramos que no podríamos tener hijos.
Caminamos hasta la orilla inerte, donde reposa una pequeña embarcación de motor con unos remos de madera dentro. La empujamos con fuerza para desatascarla del lodo verde en el que comienzan a hundirse nuestros pies. El bote flota sobre las pestilentes aguas de lo que alguna vez fue el océano Pacífico. Subimos en él y logro poner el motor en marcha después de varios intentos. La pequeña embarcación avanza dibujando una estela de espuma café en la superficie; los cadáveres de peces enredados entre algas y residuos de plástico se mecen a nuestro paso.
Quisiera escribirle una carta al hijo que nunca tuvimos. Explicarle qué pasó. Decirle que no fuimos malas personas; que no estuvo en nuestras manos. Quisiera justificar nuestra condición diciéndole que fue lo mejor para él no haber nacido; decirle que lo protegimos para que no viera en lo que acabó todo. Que no se diera cuenta de nuestro fracaso como seres humanos.
Salgo de mi trance cuando el motor del bote comienza a soltar humo azul. Tose un par de veces hasta que se apaga y nos detenemos. Ni siquiera intento ponerlo en marcha otra vez. Tomamos los remos y seguimos avanzando sin alejarnos mucho de la orilla. Después de unos minutos veo que Mariana suelta el remo y se limpia una lágrima que comenzaba a deslizarse por su mejilla cubierta de hollín. Cuando se da cuenta que la observo, me dice que todo está bien, y saca del bolso de mano el resto de pomada para la piel.
Aprieto el tubo del medicamento hasta vaciarlo y esparzo la crema en la palma de mi mano. Desabotono su blusa y acaricio con la mano embadurnada la parte del pecho en donde alguna vez hubo un seno hermoso. Mariana me sonríe, me besa en la mejilla y se abotona de nuevo. Ya van dos veces que sonríe. Limpió los residuos del medicamento en mi pantalón y sigo remando. De pronto, a nuestras espaldas, se escucha un estruendo. Las ondas de choque producen un fino oleaje y una nube con forma de hongo se eleva e ilumina el cielo. Nos tiramos al piso del bote. Abrazo a mi mujer como lo hice todas las noches que pasamos juntos. La luz nos envuelve, parpadea varias veces y luego se apaga.
Estamos agotados y adoloridos. La barca ha quedado estancada de nuevo en un islote de lodo verde. No muy lejos de donde estamos vemos un edificio. Parece un hotel. Es de las únicas construcciones que se mantienen en pie. Me acomodo el revólver en el pantalón, ayudo a Mariana a pisar tierra firme y caminamos por la arena tomados de la mano. Noto que se le desprende un mechón de cabello de la nuca y un sabor ferroso comienza a inundarme la boca: un molar se me ha desprendido. Escupo por un lado, para que Mariana no vea. El diente cae sobre la arena, como si fuera la última concha del mundo.
Rompo uno de los ventanales con una maceta de barro que se parte por la mitad al hacer contacto con el vidrio. Mariana encoge los hombros y se tapa los oídos cuando los pedazos del cristal caen sobre el piso y se hacen añicos. En el interior del edificio hay polvo y papeles tirados. Casi todas las paredes tienen grietas y manchas de humedad. “¡Estamos armados!”, grito agitando el revólver en el aire. Mariana me toma del brazo con ambas manos y se pone detrás de mí. Todo es silencio. A nuestra derecha hay un corredor. Las habitaciones parecen estar cerradas. Caminamos con cautela a lo largo del pasillo. Mariana señala hacia el fondo: hay un cuarto abierto. Entro con el revólver por delante: “¡Estamos armados! ¡Salgan de donde están… no queremos hacerles daño!”. No hay nadie en el clóset, ni en la bañera, ni debajo de la cama, ni detrás de las cortinas que cubren la puerta corrediza que da a un balcón.
Sobre la cama y la alfombra hay pequeños trozos de escombro. Una grieta ha resquebrajado parte del techo. Deslizo la puerta de vidrio, salgo a la terraza y tiro el revólver lo más lejos que mis fuerzas me lo permiten. Aprovecho para escupir otro diente que se me ha caído. Veo a Mariana que se descuelga el bolso del hombro y se deja caer sobre el colchón, rendida. Ni siquiera quita los residuos de hormigón esparcidos en las sábanas. Entro al cuarto, me siento a su lado y le digo que descanse. Paso mis dedos por detrás de su oreja y otro mechón de pelo se viene con ellos.
Busco dentro del bolso las raciones de comida restantes: dos paquetes de galletas y un bote de agua purificada de un litro. Abro uno de los empaques, parto una galleta por la mitad y la meto en mi boca. La humedezco hasta hacerla papilla para no tener que masticarla. Al tragar la masa blanda me sabe a sangre y a sal. Volteo para ofrecerle un bocado a mi mujer, pero se ha quedado dormida.
De reojo veo que algo se mueve en el balcón. ¡Es un mapache! Ha trepado por una orilla. El animal se pasea y husmea cada tramo de la terraza. No me pone atención. Parto otro pedazo de galleta y me lo acomodo en el paladar, hasta ablandarlo. El mapache se posa sobre el canalete por donde corre la puerta y olfatea el aire del interior de la habitación. Me observa estirando el cuello; mueve la nariz y los bigotes. Permanezco inmóvil para no ahuyentarlo. En eso, aparece otro mapache entre los barrotes de la barandilla.
Les tiro el resto de la galleta y me vuelvo para despertar a Mariana. Me inclino sobre ella y le susurro al oído que tenemos visitas. Se incorpora de un salto, desconcertada. Cuando le señalo el balcón, sus ojos destellan. Toma una galleta del paquete y la rompe por la mitad. Sonríe por tercera vez en el día cuando uno de los mapaches le arrebata al otro el bocadillo que acaba de aventarles.
Contemplo a Mariana y me viene a la mente la imagen de las parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques. Creo que le he cumplido su sueño. He cumplido mis promesas. Quizá no al pie de la letra, pues fue antes de tiempo; pero tal vez mejor de lo imaginado: con balcón, cama y mapaches en lugar de parque, banca y palomas.
El olor de las galletas ha atraído a más animales. Debe haber una docena de ellos lamiendo migajas en la terraza y otros tantos dentro de la habitación, rasgando nuestros pantalones, exigiendo más alimento. Abro el último paquete de galletas. Los mapaches babean, se paran en dos patas y muestras sus colmillos. Dos más entran en el cuarto. Otro trepa por la esquina del barandal. Otro asoma su cabeza entre las varas de metal. La ferocidad con que gruñen no corresponde a su tamaño ni a su apariencia. Mariana me toma del rostro y me besa con ternura. Me quita el paquete de galletas, las esparce sobre la cama y me jala hacia ella, sin desprenderse de mi boca. No creo que hubiéramos encontrado forma más romántica de morir que ésta.