No sé cuántos de ustedes hayan
estado frente a un búfalo africano. Yo
lo estuve antes de cumplir los diez años.
Mi padre trabajaba como
veterinario en el zoológico del Parque España, que en aquel tiempo comenzaba a hacerse
de una vasta colección de animales.
A mi padre -junto a otros dos
médicos y dos cazadores experimentados- le habían encomendado la tarea de capturar a una
pareja de búfalos negros para ponerlos en cautiverio en el parque.
Era sábado y salimos muy temprano de casa.
Mi padre manejó durante tres horas por carretera y veredas sin pavimentar,
siguiendo a una camioneta que arrastraba un enorme remolque gris que levantaba nubes de
tierra, hasta que llegamos a una cabaña en un rancho cinegético donde se criaban
especies que no eran nativas del estado de Nuevo León.
En la cabaña ya nos esperaba un ranchero que conocía el terreno como la palma de su mano. Mi padre y yo
subimos en la caja de su camioneta junto a uno de los cazadores, que cargaba un
rifle de dardos tranquilizantes con una solución que minutos antes habían
preparado basándose en el peso promedio de los búfalos que habitaban en el
lugar.
Sentí una punzada eléctrica en la
espalda cuando a lo lejos vi la manada. El ranchero que piloteaba la
camioneta hizo una señal con la mano para que nos mantuviéramos sentados, y
aceleró a fondo. Mi padre me abrazaba y yo sólo veía nubarrones de tierra roja
que revoloteaban y se me metían en la boca. De pronto el suelo comenzó a
retumbar, como cuando el cielo ruge anunciando que caerá una tormenta. Sin
quitarme el brazo de encima, mi padre me gritó que mirara hacia afuera con mucho
cuidado, sin ponerme de pie. Al alzar la cabeza vi pasar una marejada de
cornamentas de búfalos negros.
El cazador estaba postrado en un
pie y en una rodilla, tratando de mantener el equilibrio, apuntando con el
rifle hacia el rebaño. De pronto el estruendo del galope fue disminuyendo a la
par de la velocidad del vehículo, que se detuvo entre dos pequeñas lomas con
árboles muy altos y matorrales. Atrás de nosotros llegó la camioneta con el
remolque gris y más gente. Todos se bajaron de los vehículos gritando y dando indicaciones.
Algunos búfalos cambiaron de dirección y empezaron a correr hacia nosotros para tratar de
escapar. Todos brincamos de nuevo en las cajas de las camionetas. Mi padre me
tomó del brazo y corrimos hasta uno de los montículos donde había una especie
de escondite entre la maleza y las ramas de los árboles. Mi papá me dijo que
ahí me quedara y que no me moviera y lo vi descender de nuevo para unirse al
grupo de hombres que jalaba una soga mientras un búfalo forcejeaba.
De pronto el crujir de unas ramas secas me advirtió que algo
estaba a escasos metros de mí.
Miré hacia la izquierda y, del
otro lado de un enorme tronco caído, estaba un búfalo negro. Traté de
agazaparme, pero su mirada ejerció sobre mí un poder aterrador y fascinante al
mismo tiempo. Le escurría baba del
hocico y de vez en cuando algunas moscas se posaban alrededor de sus ojos. Miré
hacia donde estaba mi padre, que seguía forcejeando con el grupo que sostenía
la soga, y miré de nuevo al animal, que no me quitaba la vista de encima; imponente.
Yo estaba petrificado. Había
leído en un tomo de la enciclopedia Salvat que teníamos en casa que los búfalos
eran animales de muy mal carácter y sin depredadores naturales, salvo el león y el
cocodrilo.
La bestia también permanecía
inmóvil. Viéndome del otro lado de las raíces del tronco caído con unos ojos tan
negros que brillaban como las bolas de boliche. Ahí estábamos los dos observándonos con un silencio cómplice, como si fuéramos de la misma especie. De pronto todo fue paz y el miedo se me
quitó. Incluso puedo jurar que el animal me sonrió.
Después, el búfalo hizo un sonido, como un
estornudo, y se dio la vuelta y se internó entre los árboles moviendo la cola
un par de veces. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi padre subió de nuevo por
la colina y me empezó a quitar con las manos unas hojas que se me habían adherido
al pantalón.
Bajamos la pequeña pendiente y corrí
al remolque para asomarme. Vi a uno de los búfalos adormecido, pero bufando agitadamente. Sentí
mucha pena por él.
Mire hacia la loma, hacia el
pequeño escondite con el tronco caído y hacia los alrededores, para ver si veía otra vez al búfalo que me había enfrentado, pues acababa de comprender lo que me había querido decir con su mirada.