A pesar de que le dejaba la terraza y la puerta del patio abiertas para que saliera y anduviera jugando por todos lados, “me daba cosa” que estuviera sin compañía, por lo que decidí traerme a diario a mi perro el Cucho a la oficina para que no se quedara solillo en casa el resto del día.
Cuando me mudé de vuelta a la casa de mis padres por motivos de mi viaje, empecé a dejarlo ahí para que se fuera acostumbrando a mi ausencia, familiarizando con los espacios y sus olores, con la Canela y la Tiki -una perra salchicha y otra Chihuahua- y con el Chupete, un gato castrado y gruñón que ya va para los 15 años.
Al principio las dos perritas no querían a mi perro. Varias veces le tiraron mordidas a la cara cuando el Cucho, caballerosamente, se acercaba a olfatearles el fundillo (ah, igualito que su padre, snif). Chupete, el gato, de plano sí lo sigue odiando y cada que lo ve le tira un par de zarpazos que el Cucho ha aprendido a esquivar hábilmente (ah, igual que su padre, snif).
Dice mi mamá que los primeros días que lo dejaba en su casa y me iba a trabajar, el Cucho se quedaba husmeando la puerta principal, se sentaba frente a ella y gemía y aullaba un rato; pero que después se tranquilizaba y se ponía a joder a las perrillas o se dormía enfrente del calentador hasta el mediodía, cuando yo llegaba. Después de comer en familia, como el buen hijo que soy, salía de nuevo para la oficina –como el buen Godínez que soy- y el Cucho repetía su ritual de olfateo en la puerta, gemidos y aullidos, hasta que se cansaba y se dormía otra vez.
Durante las noches, cuando salía a alguna reunión o a tomarme unas cervezas o a defender la ciudad de robots ninja gigantes, el Cucho se quedaba afuera del cuarto de mis padres, donde duerme el resto de las mascotas. A la hora que llegaba –casi siempre de madrugada- escuchaba el batir de sus orejas en la planta alta y el golpeteo de sus uñas en el suelo. Subía las escaleras en silencio y el Cucho daba vueltas alrededor de mí. Meneaba la cola, me rasgaba con sus patas la pantorrilla, lo cargaba, me lamía la cara y nos íbamos a dormir al cuarto que alguna vez fue de mis hermanas.
Al principio me preocupaba eso de que aullara cuando me iba a la oficina. También que las perritas y el gato no lo quisieran y que no pudiera dormirse si yo no estaba. Pensaba: “¿Qué va a ser de este pobre animal cuando me vaya a Toronto?”. Pero después de casi un mes de vivir en casa de mis papás, el Cucho es otro. En las mañanas, cuando salgo a trabajar, ya no me llora. A veces ni me acompaña hasta la puerta para despedirme, el muy cabrón. Ya tampoco me espera a que llegue en las madrugadas: ahora duerme en la cama de mis papás, con las demás mascotas. Subo las escaleras y no se despierta ni brinca de la cama para venirse a dormir conmigo, como en los viejos tiempos, cuando éramos “roomies" y dormía en mi vientre o en las plantas de mis pies. No sé si el Cucho haya madurado, se haya hecho a la idea de que me voy del país o simplemente se aferró a ese artículo perruno constitucional que dice: “No tendrá perro que te ladre”, y ya le valgo puritita madre, snif.
Les platico esto porque hoy, queriendo revivir esos lazos de amor entre padre humano e hijo canino, me traje al Cucho a la oficina, pero el wey se la pasó llooore y llooore; como nunca. Tuve que ir al mediodía a dejarlo de vuelta a casa de mis papás para que dejara de aullar y jugara con la Tiki y la Canela, que desde hace un par de semanas lo quieren y se dejan querer y se dejan que les frote su “lipstick de carne” en sus “cositas”.
Chale… me preocupaba mucho que el Cucho no fuera a ser feliz en casa de mis padres y que se la pasara extrañándome, como esos perros de las películas que esperan al amo 15 años en el mismo lugar o lo rescatan de un edificio en llamas (que con el tamaño del Cucho esto último sería imposible). Pero me doy cuenta que el que lo va a extrañar un chingo soy yo. Tendré que frotan mi “lipstick de carne” en algunas “cositas” para sobrellevar su ausencia. A él le funcionó, no veo por qué a mí no me haya de funcionar.
Cuando me mudé de vuelta a la casa de mis padres por motivos de mi viaje, empecé a dejarlo ahí para que se fuera acostumbrando a mi ausencia, familiarizando con los espacios y sus olores, con la Canela y la Tiki -una perra salchicha y otra Chihuahua- y con el Chupete, un gato castrado y gruñón que ya va para los 15 años.
Al principio las dos perritas no querían a mi perro. Varias veces le tiraron mordidas a la cara cuando el Cucho, caballerosamente, se acercaba a olfatearles el fundillo (ah, igualito que su padre, snif). Chupete, el gato, de plano sí lo sigue odiando y cada que lo ve le tira un par de zarpazos que el Cucho ha aprendido a esquivar hábilmente (ah, igual que su padre, snif).
Dice mi mamá que los primeros días que lo dejaba en su casa y me iba a trabajar, el Cucho se quedaba husmeando la puerta principal, se sentaba frente a ella y gemía y aullaba un rato; pero que después se tranquilizaba y se ponía a joder a las perrillas o se dormía enfrente del calentador hasta el mediodía, cuando yo llegaba. Después de comer en familia, como el buen hijo que soy, salía de nuevo para la oficina –como el buen Godínez que soy- y el Cucho repetía su ritual de olfateo en la puerta, gemidos y aullidos, hasta que se cansaba y se dormía otra vez.
Durante las noches, cuando salía a alguna reunión o a tomarme unas cervezas o a defender la ciudad de robots ninja gigantes, el Cucho se quedaba afuera del cuarto de mis padres, donde duerme el resto de las mascotas. A la hora que llegaba –casi siempre de madrugada- escuchaba el batir de sus orejas en la planta alta y el golpeteo de sus uñas en el suelo. Subía las escaleras en silencio y el Cucho daba vueltas alrededor de mí. Meneaba la cola, me rasgaba con sus patas la pantorrilla, lo cargaba, me lamía la cara y nos íbamos a dormir al cuarto que alguna vez fue de mis hermanas.
Al principio me preocupaba eso de que aullara cuando me iba a la oficina. También que las perritas y el gato no lo quisieran y que no pudiera dormirse si yo no estaba. Pensaba: “¿Qué va a ser de este pobre animal cuando me vaya a Toronto?”. Pero después de casi un mes de vivir en casa de mis papás, el Cucho es otro. En las mañanas, cuando salgo a trabajar, ya no me llora. A veces ni me acompaña hasta la puerta para despedirme, el muy cabrón. Ya tampoco me espera a que llegue en las madrugadas: ahora duerme en la cama de mis papás, con las demás mascotas. Subo las escaleras y no se despierta ni brinca de la cama para venirse a dormir conmigo, como en los viejos tiempos, cuando éramos “roomies" y dormía en mi vientre o en las plantas de mis pies. No sé si el Cucho haya madurado, se haya hecho a la idea de que me voy del país o simplemente se aferró a ese artículo perruno constitucional que dice: “No tendrá perro que te ladre”, y ya le valgo puritita madre, snif.
Les platico esto porque hoy, queriendo revivir esos lazos de amor entre padre humano e hijo canino, me traje al Cucho a la oficina, pero el wey se la pasó llooore y llooore; como nunca. Tuve que ir al mediodía a dejarlo de vuelta a casa de mis papás para que dejara de aullar y jugara con la Tiki y la Canela, que desde hace un par de semanas lo quieren y se dejan querer y se dejan que les frote su “lipstick de carne” en sus “cositas”.
Chale… me preocupaba mucho que el Cucho no fuera a ser feliz en casa de mis padres y que se la pasara extrañándome, como esos perros de las películas que esperan al amo 15 años en el mismo lugar o lo rescatan de un edificio en llamas (que con el tamaño del Cucho esto último sería imposible). Pero me doy cuenta que el que lo va a extrañar un chingo soy yo. Tendré que frotan mi “lipstick de carne” en algunas “cositas” para sobrellevar su ausencia. A él le funcionó, no veo por qué a mí no me haya de funcionar.