sábado, enero 28, 2012

Dos semanas torontonianas


Max Phillipe es el único compañero de clases que viene de un país del que nunca había leído o escuchado hablar: Benín.

La República de Benín, como se le conoce oficialmente, es un pequeño territorio africano francoparlante ubicado entre Togo, Burkina Faso, Níger y Nigeria. Cuando Max mencionó su lugar de origen, lo ubiqué de inmediato en un mapamundi imaginario, pues la primera vez que tuve la oportunidad de estudiar fuera de México –hace 18 años- tuve un compañero de Togo.

Un día al salir de clases y con la intención de practicar mi inglés, me acerqué a Max Phillipe y le pregunté -de la manera más ñoña y forzada- que qué se producía en su país. Max me comentó amablemente que Benín era “más o menos famoso” por producir yuca. Al principio no entendí a lo que se refería, pues Max no sabía la traducción de la palabra al inglés y yo no sabía el significado en francés, por lo que trataba de describirme con señas y pantomimas una palmera con frutos rojos y alargados. Después googleó la palabra en su moderno aparato telefónico, me mostró algunas fotografías y supe a qué se refería. Max también mencionó que en Benín se cultivan granos que se utilizan en la producción de alimento para aves -sorgo y mijo rojo-; pero que, a grandes rasgos, Benín es un país pobre, explotado y olvidado, como casi todos los del continente negro.

Max me cae muy bien. Tiene 34 años y es ingeniero en sistemas computacionales. Vive en Paris desde hace 3 años. Max me cae bien porque acostumbra hacer bromas sobre su color de piel. Es negro como el chapopote, de esos negros que cuando les brilla la frente o los pómulos sueltan destellos azules y no blancos. Cuando algún maestro lo felicita o le dice algún cumplido por su buen desempeño en clase, Max dice, señalándose el rostro: “En caso de que no lo hayan notado: me estoy sonrojando”.

Otro compañero de clases con quien he entablado amistad se llama Vlatko. Es croata y, como Max, es ingeniero en sistemas computacionales. Vino a la escuela de idiomas para prepararse para los exámenes de la universidad. Tiene 27 años y estudiará su segunda carrera. Durante un receso entre clase y clase Vlatko me comentó -cagado de la risa- que había estado preso durante 6 meses en su ciudad natal por cultivar mariguana en el departamento donde vivía; actividad a la que se dedicaba para ganar dinero extra. Cuando le pregunté que cómo le había hecho para conseguir una visa y salir de su país a pesar de tener antecedentes delictivos, me respondió con su típica sonrisa: “With corruption, my friend. Just like in your country”.

Vlatko tiene una novia canadiense. Se conocieron en una playa de Croacia hace un par de años, durante el verano. Vlatko me mostró unas fotos en su laptop. Tanto su novia como las playas de Croacia son hermosas. La intención de Vlatko es casarse o embarazar a su novia para no tener que volver a Croacia a enfrentar la justicia o a pagar otra cantidad de dinero para comprarla.

Recuerdo que una vez, en una clase, nos encargaron leer la novela Saving Private Ryan. Podíamos sacarle copias al ejemplar del maestro, buscarla en alguna de las 100 bibliotecas de la ciudad o comprarla. Al escuchar esto, Vlatko grito: “¡Blagh, yanqui propaganda!”, guardó su termo de café en la mochila, guardó su laptop, salió del salón y no volvió a aparecerse en esa clase.

Vlatko también me cae bien. Se queja casi de todo: así como yo. Le tiene cierta desconfianza a todo lo que provenga de Estados Unidos: así como yo. Por su físico, Vlatko tiene fama de ser el Brad Pitt de la escuela: así comooo… esteeehmmm… ¡snif!

He hecho buenas amistades. Gracias a Max y a Vlatko conocí a dos mexicanos: uno de ellos de mi ciudad natal y el otro de Sonora. El güey de Sonora está chavillo; es de ésos que todavía se la pasa preguntando cómo se dicen las maldiciones en otro idioma. Pero es buena gente.

El viernes fuimos todos a comer al barrio coreano. Es la primera vez en mi vida que pruebo la comida coreana. También probé una cerveza que, a pesar de ser "de las más comerciales" de ese país, sabe mejor que muchas cervezas mexicanas. Hoy en la noche mis nuevos compas me invitaron a un bar cerca de la escuela (no al que está a un lado; a otro). Voy a ir a pesar del clima lluvioso, a ver qué tal.

Han sido dos buenas semanas en Toronto.





lunes, enero 23, 2012

Amanece tan temprano que ni cuenta me he dado de la hora en que amanece. Quizá hoy deje una de las dos persianas abiertas, para despertar cuando el sol apenas se asome y así poder ver mi primer amanecer canadiense.


La semana pasada cambié el horario de mis clases. Ahora entro y salgo una hora más tarde. Las razones que me llevaron a esto fueron las siguientes: se siente “menos” frío -pues hay una hora más de sol-, la fila para subirse al transporte colectivo no es tan larga y, a veces, los camiones van tan vacíos que puedo irme sentado durante todo el recorrido.



Durante esta época del año el sol se mete a las cinco y media de la tarde, por lo que al salir de clases no me quedan ni cuatro horas de luz. Pero este anochecer prematuro y gélido no ha sido impedimento para disfrutar de la ciudad de Toronto. Con el dinero que me ahorré durante la semana desayunando, comiendo y cenando en casa –o en el comedor de la escuela-; el viernes -después de la última clase y a pesar de la nieve que tanto me gusta contemplar desde el tercer piso- decidí ir despilfarrar mi riqueza en el barrio griego.


Al salir del edificio del centro de lenguajes vi a una señora rubia con uniforme de guardia de seguridad fumando afuera de la estación del metro. Me acerqué con mi mapa -cortesía de la escuela- y le pregunté cómo llegar a “Greektown”. La mujer me explicó, señalando con el dedo índice algunas calles y, según yo, le entendí muy bien. Pero como que mi cara no era la de un iluminado porque a los 30 segundos un hombre de edad avanzada me alcanzó, me tomó del brazo y me dijo: “Vi que estabas preguntando por una dirección: ¿entendiste lo que te dijo la mujer?; porque si no, yo puedo explicarte”. No lo podía creer. Qué personas tan amables, la neta. Igualito que en Monterrey, snif.

Total que ya el ñor me explicó lo mismo que me explicó la señora rubia, me subí al metro con la música de fondo de un dúo callejero, me cambié a la otra línea del metro después de cuatro estaciones y llegué al barrio griego.





Caminé por la avenida principal más o menos como una hora. No tomé muchas fotos porque la luz estaba medio pedorra y me caga usar flash, retocar o alterar de más las fotos. Pero cuando se componga el clima tomaré muchas.

En una de las aceras de esa calle me topé a un artista callejero que hacía esculturas de hielo pero por su facha más bien parecía un loco recién escapado de un centro psiquiátrico. Y pues ahí me puse a cotorrear un rato con él. Después se me antojó bien cabrón una cerveza porque desde que llegué no me había tomado ninguna. Me despedí de mi amigo el loco y seguí caminando y vi un barecillo con acabados de madera, con un menú de precios accesibles pegado en la puerta, “hora feliz” de cerveza y unas cortinas de colores muy “locochonas”. Y entré. Los hombres fueron muy amables conmigo, pero las pocas mujeres que había en las mesas ni siquiera me voltearon a ver. Fue entonces que comprendí que las cortinas “locochonas” de muchos colores no eran cortinas sino banderas de la diversidad sexual, snif. Sí, amiguitos y amiguitas: era un bar gay. Pero como yo soy una persona respetuosa y tolerante con las preferencias sexuales de mis semejantes, hice lo que todo hombre civilizado haría: me terminé la cerveza de un trago, le aventé el dinero al mesero y salí corriendo con ambas manos atrás, tapándome el culo, gritando: “¡No me hagan nada, por favor! ¡No me hagan nada!”.


Después de tan hermosa pero muy femenina experiencia, pensé que necesitaba un bar con gente ruda. Un bar de ésos en los que las mesas vuelan cuando todos se agarran a golpes y el cantinero sale de atrás de la barra para romperle botellas a los forajidos en la cabeza . Así como en las películas de Capulina o de Bud Spencer y Terence Hill. Y fue cuando vi un pub con un marrano moteado tallado en madera. “¿Qué puede ser más rudo y varonil que un marrano moteado tallado en madera?”, pensé. Y entré y ordené una cerveza. Ése era mi lugar, ggggrrrrrr…



Me tomé tres cervezas distintas pero ninguna me pareció tan chingona como para volverlas a pedir. Por la ventana vi que empezó a caer nieve otra vez. Salí del bar sintiendo como si de la cabeza se me dispararan serpentinas. Las cervezas, pedorronas pedorronas, pero habían surtido efecto. Regresé a casa y creo que me quedé dormido antes de las 10 de la noche. En viernes.

miércoles, enero 18, 2012

Deshielo

Hoy subió un poco la temperatura. Me dicen que este invierno no ha sido tan inclemente como inviernos anteriores. En las partes donde el sol pegó directamente la nieve comenzó a derretirse, aunque advierten en los noticieros que posiblemente haya otra nevada durante la semana.


Al salir de clases aproveché para buscar la escuela de artes. Pedí indicaciones de cómo llegar y qué línea de metro tomar en la oficina de información de la escuela de idiomas, pero no sé si me las dieron mal o yo las entendí mal por puñetas. La cosa es que caminé por el centro de Toronto diez cuadras hacia el lado contrario de donde quería ir.

A pesar de haberme perdido en dos ocasiones -una al tomar un camión equivocado y otra al bajarme en una estación de metro que no era- me niego a comprar un GPS. Prefiero preguntarle a la gente por las direcciones. Creo que perdiéndose uno encuentra más de lo que busca.



La escuela de artes está ubicada en el tercer piso de un céntrico edificio que parece tener muchos años. La mujer que estaba en recepción me dio un tour por las instalaciones, me dio información sobre nuevos cursos, costos, requisitos y demás. Salí de ahí con varios papeles que metí en mi maletín lleno de otros papeles, una manzana y los restos de una mandarina. Fue entonces que decidí regresar a casa, pues la temperatura estaba bajando. O será que sentí más frío en esa parte de la ciudad porque hay edificios tan grandes que no dejan pasar los rayos del sol.

Caminé algunas cuadras y me detuve en una esquina para sentarme a comerme mi manzana en una banca donde no pegaba tanto el aire gélido. Aproveché también para hablar por radio con mis padres y con un par de amigos con quienes quedé en tomarme unas cheves vía "camarita" del messenger el sábado que viene.


Tomé la línea amarilla del metro y después el camión que me deja muy cerca de casa. Por la ventana vi la vereda bordeada de árboles que hace un par de días estaba toda nevada y es mi punto de referencia para saber que estoy en territorio conocido. No creo perderme de nuevo.

Hasta hoy me di cuenta que justo al cruzar la avenida que atraviesa la calle en la que vivo hay dos congales. Uno es un table dance que por su fachada y logotipo podría pensarse que es una logia masónica abandonada; y justo en contra esquina del club para caballeros, hay una sexshop con cabinas para tener cibersexo. Me imagino que pusieron ahí ese negocio para que todos aquellos cachondos que no tengan dinero suficiente para pagarse un baile privado en el men´s club satisfagan sus ansias aunque sea con salivita y viendo youporn.



Cuatro locales a la derecha de la sexshop hay un pequeño restaurante de comida tailandesa que anuncia "Especiales del Día" por 6 dólares. Desde afuera pueden apreciarse los penetrantes aromas de las especias que utilizan en la cocina. Y como todos llevamos un viejito friolento, gruñón y tacaño dentro, entré al local y pedí una sopita de 4 dolarucos, porque se me hizo que no me aguantaba el hambre hasta la cena, snif.



Regresé a casa calientito, me quité las toneladas de ropa que a diario me pongo y escribí esto.

lunes, enero 16, 2012

Un naquito asalta Toronto

Salí del cubil felino -recuerden que la casa huele a orines porque en ella viven dos gatos panzones- por ahí de la una del medio día. Salí a esa hora porque me desperté un poco tarde y aparte esperé a que el sol se pusiera más cabrón. No caminé ni dos minutos al salir de casa cuando sentí que estaba de vuelta en México. Me topé con un lugar llamado "Casa Corona", que presume tener barbacoa, carnitas, menudo y pozole todos los días. Y como uno es bien prole y carga ese gen dominguero de tragar tacos grasosos el día en que -dicen- Dios tiró hueva, pues entré y ordené unos tacos de carnitas frotándome los bigotes, para ver "sicierto" que muy chingones. Y la mera verdad es que sí estaban muy buenos. ¿Extrañar la comida mexicana? ja ja ja. Miren nomás, ¡burp!:


Obvio que para hacer el daño completo pedí un Jarrito sabor tamarindo en botella, que por lo que veo es más fácil conseguirlos aquí en Toronto que allá en Monterrey, ciudad capital de la Caca Cola y los refrescos de dos litros no retornables y sin gas; porque el plástico desechable nos ha hecho modernos a los regiomontanos y, en cambio, cargar envases de vidrio a la tienda nos hace vivir como animales.
Cabe aclarar que el dueño del restaurante no me cobró los impuestos por ser paisano, ¡ajúa! Y cabe aclarar también que esto sólo lo comeré los domingos.

Aproveché el día para saber dónde está la escuela de idiomas y la de artes. Bueno: sí sé dónde están, pero no sabía cómo chingaos llegar. Total que después de haber sacado el cobre y haberlo saciado con tacos de carnitas, me trepé al camión híbrido que me indicaron amablemente unas personas a las que les pregunté cómo dirigirme a mi destino (qué elegante hablo). El trayecto en el camión duró media hora. Me bajé en una estación de metro subterránea a la que se mete el "mión". Y al salir de la estación me dio mucho gusto que me recibieran las primas menores de las torres gemelas, que en paz descansen.


Y ahí nomás, a la vueltecita de las primas menores de las torres gemelas está la escuela de idiomas. Puedo decir sin temor a equivocarme y sin haber visto las instalaciones por dentro -estaba cerrada por ser domingo-, que lo más más más chingón de la escuela de idiomas ¡¡¡es que está a lado de una taberna!!!, jua jua jua jua. Estos canadienses tan locos... Miren nomás donde voy a hacer mis tareas, ¡hic!:


A la escuela de artes ya no alcancé a ir porque me dio hueva y estaba oscureciendo y me dio miedo que se me apareciera el viejo del costal; pero luego me acordé que no estoy en México -esos tacos de carnitas me destantearon- y que aquí no se aparecen esas cosas. Comoquiera mejor decidí ir durante la semana a conocerla porque, aparte, está un poco más retirada y las clases empiezan hasta dentro de un mes (creo).

Y pues ya, me aprendí el camino de mi trayecto diario y decidí caminar de regreso hasta la casa para ver más o menos cuánto tiempo hacía -y para bajar los tacos de carnitas-, y me topé con una vereda muy chida, bordeada de árboles, que me imagino que en verano y en otoño ha de estar todavía más chida lira:


Ya ni supe cuánto tiempo hice caminando de la escuela a la casa porque me paré en muchas partes a papar moscas; pero calculo que debe de hacerse como una hora a patín sin parar. Total que ya, llegué a mi cuarto y me puse a trabajar. En Monterrey, cinco días antes de venirme, compré un aparatejo llamado Travel Scanner, para seguir mandando las caricaturas al periódico y seguir recibiendo mi sueldo. El aparatito es una chulada. Con razón me costó un huevo, snif. Írenlo en acción: es la cosa negra alargada y delgada que ven ahí y que tanto se les antoja:



Y ya. Ahorita me dispongo a dormir.
Buen inicio de semana.

sábado, enero 14, 2012

Toronto me suena a "Toronja"

Ayer llegué a Toronto. Para ser un viernes 13 no fue un día tan malo: no se cayó el avión, no vomité con las turbulencias ni me detuvieron en la aduana por ser un hombre extremadamente guapo, snif.

Conforme descendía el vuelo 488 de American Airlines se iban apreciando los techos de las casas y edificios cubiertos por la nieve. Para uno que no está acostumbrado a ver nieve si no es encima de los conos del McDonald´s, el escenario es sorprendente. Ver nieve me despierta al niño interior que quiere hacer monos con nariz de zanahoria y brazos de ramas -como me sucede con la arena de la playa, que quiero hacer castillos-, y también me hace olvidar que el frío va a estar de la megachingada durante un par de meses más.

El cuarto que rento está en una casa que huele a orines de gato porque la familia tiene a un par de gatos panzones, pero cada que me llega el tufo agrio me imagino que estoy en el departamento de Carlos Monsiváis o en algún cuchitril de mala muerte en los que escribía Bukowski y entonces todo se pone color de rosa otra vez.

Ésta es la calle en la que vivo:


Ésta es la casa donde rento un cuarto:


Éste es el cuarto (parte del cuarto):


Ésta es la vista del cuarto:


Hoy salí a conocer los alrededores. Lo primero que quería encontrar era un cajero automático y una estación de metro para comprar la tarjeta mensual del transporte público. Cuando dije que saldría la familia me vio como con cara de "¿y este pinche loco qué pedo?", porque amanecimos a menos 10 grados y yo quería ir a pasear y ni los torontonianos acostumbran pasear por gusto con estos fríos. Pero yo soy bien pinche macho y me fui a la chingada a respirar aire puro y no orines de gato.

Mientras caminaba por las calles heladas, con el pito reducido a su mínima expresión y los huevos como chabacanos deshidratados, entonaba la canción de "doy doy doy doy doy doy doy, ¡ricos alimentos doooooy!", y que se me aparece un lugar de kabobs y falafels que casualmente se llama Doy Doy. Y pues me metí a comer.


Pedí un sándwich shawarma especial, que viene siendo algo así como una "gordita" (para que me entiendan, nacos). Es un pan de pita relleno de pollo. El pollo lo cuecen como la carne de los tacos al pastor (para que me entiendan, prole), lo rebanan y lo mezclan en un plato hondo con zanahoria rallada, col morada, lechuga, tomate, pepino, cebolla cocida, pasta de garbanzos, jocoque, una salsa roja muy curiosa y no me acuerdo qué más. El pedo es que el sabor no tiene madre. Miren nomás:


La cagué en pedirlo con papas porque con el puro shawarma tuve para llenar y me hubiera costado 6.50 "dólar" en vez de 9 ya con las "taxes" incluidas.

El único "pero" que le pongo a este viaje (sí, yo sé que apenas llevo un día y ya me estoy quejando, jejeje) es que en todas partes uno tiene que andarse quitando gorro, orejeras, guantes y bufanda, porque la calefacción está a todo lo que da; y al salir uno tiene que ponerse tooodo otra vez, y por andar haciendo esto ya casi se me queda mi gorro en el restaurant y un guante se me cayó y no me di cuenta si no es porque una persona me alcanzó para dármelo.

Ah, pero el nene quería venirse a Toronto en pleno enero, snif.


miércoles, enero 11, 2012

Los que nunca fueron, fueron fantasmas

La primera vez que se imaginó haciéndole el amor fue en la fiesta de cumpleaños de una amiga que tenían en común. Ya la había visto en otras ocasiones, pero esa noche la realidad se le nubló mientras miraba las bolsas traseras de su pantalón ajustado y, en un instante, su mente lo transportó al departamento que rentaba desde hacía ya tres años.

Fue también un instante lo que duró la imagen de los dos abrazados, meneándose desnudos a un ritmo muy lento sobre el sillón más grande de su sala, pues recuperó la vista de un golpe y tuvo que disimular que miraba hacia otro lado cuando ella volteó de repente y se cubrió las nalgas con el bolso de mano donde acababa de meter su cámara fotográfica.

Se toparon en la mesa de la cocina, donde había botellas de ron y de whisky y bolsas de cacahuates y de papas fritas. Los dos se sirvieron de la misma botella en un par de vasos de plástico rojo. Ella le sonrió y le dio las gracias cuando él abrió el agua mineral que tenía el taparoscas muy apretado. Se dijeron sus nombres y se enteraron que tenían gustos musicales similares cuando su teléfono celular sonó con una canción que a él le gustaba mucho. Ella se disculpó, tomó la llamada y se fue, cubriéndose las bolsas traseras del pantalón con el bolso de mano. Después, la observó de reojo, charlando con sus amigas, tomándose fotos, checándolas en la pantalla y borrando las que no le gustaban.

Él hizo todo lo posible por que sus encuentros fueran más frecuentes y que al mismo tiempo parecieran casuales. Si la veía entrar al baño, iba y se ponía en la puerta, como esperando su turno. Si hacía fila para servirse de cenar, él hacía fila aunque ya hubiera cenado. Si veía que se acababa su bebida, él bebía la suya de un trago o la tiraba en una maceta para coincidir de nuevo en la mesa de las botellas.

Y cada que la veía se le volvía a nublar la vista y se inventaba el olor de su cuello erizado, la suavidad de su vientre, la humedad de su entrepierna; y su imaginación lo transportaba al sillón más grande de la sala de su departamento y después a su cama destendida y luego al piso de una regadera llena de vapor.

La noche del cumpleaños de su amiga, ella llegó a casa pasada la media noche. Se quitó el maquillaje caro que le regaló una tía que lo vendía, se recogió el cabello, se metió en la cama en bóxers de corazones y blusa blanca, sacó la cámara fotográfica de su bolso y la encendió. Buscó las fotos donde salía él: se las había tomado disimuladamente cuando fingía ver la pantalla de la cámara y borrar las fotos que no le habían gustado.

Agrandó la imagen lo más que pudo. Ya lo había visto en otras ocasiones y siempre le había gustado su mirada, una mezcla de inocencia y tristeza. Le gustaba también cómo la veía y disimulaba no verla cuando ella volteaba. Después hizo un acercamiento a su boca, a su sonrisa tenue, a sus labios. Entre las sábanas ella se preguntó a qué olería la parte de atrás de su oreja, qué tanto le rasparía su barba de tres días cuando le besara la espalda, qué tan suaves serían sus antebrazos velludos o si se hubiera atrevido a besarlo cuando se lo topó por segunda vez y casualmente al salir del baño. Esa noche fue la primera vez que se imaginó haciéndo el amor con él.

Sólo sus fantasmas sabían lo que había entre ellos dos. Los fantasmas que se salían de sus cuerpos para vagar desnudos en el aire, en el sillón más grande de su sala y en el piso de una regadera humeante. Él y ella estaban físicamente en el mismo lugar, sin saber que estaban en otro plano al mismo tiempo. Pero al menos sus fantasmas lo sabían. Sus fantasmas estaban juntos. Y lo estarían siempre y cuando ellos no se dijeran lo que sentían cada que se veían.

martes, enero 10, 2012

Crónica de Monterrey

Me he llevado sorpresas muy chidas con esto de la mudanza. Hurgando entre cajas, cajones y la parte de arriba de los clósets de casa de mis padres me he encontrado fotos y dibujos de mi infancia, un poema que le escribí a mi mamá en la primaria un 10 de mayo, cartitas de amor de la secundaria y de la prepa, más fotos de fiestas y viajes con amigos de la universidad; incluso un casete con rolas grabadas directamente de una estación de radio, que supongo algún día dejé donde pegaba el sol porque el plástico está todo pandeado.

Pero una de las cosas que más me sorprendió y dio gusto encontrar fue una crónica que escribí a los 19 años, durante el cuarto semestre de la carrera de comunicación, cuando la ciudad de Monterrey cumplió 400 años y yo ni siquiera disfrutaba escribiendo. Es más, me cagaba las pelotas hacerlo y ni ganas le echaba.

La maestra de la clase de periodismo de opinión nos encargó a los del salón ir a la Macroplaza a tomar fotos y redactar una crónica sobre el festejo de los cuatro siglos de la fundación de la ciudad. “El premio” para el mejor escrito sería que lo publicarían en El Diario de Monterrey -donde trabajaba mi maestra- y, aparte, lo meterían en “La Cápsula del Tiempo”: un cilindro metálico que enterrarían en diciembre de ese mismo año en uno de los patios de la universidad, en una ceremonia solemne, y al cual desenterrarían hasta el año 2046, en otra ceremonia solemne.

Un amigo y yo fuimos los ganadores. Pasamos la crónica en limpio ese mismo día –en máquina de escribir eléctrica- y se la entregamos al día siguiente a la maestra para que le diera una copia al rector de la universidad y la otra al editor del diario.

No recuerdo si fui a la ceremonia ésa de enterrar La Cápsula del Tiempo. Tampoco encontré el recorte -que serviría como prueba- del periódico donde salió mi escrito publicado. Lo que recuerdo –y es con lo que me quedo- es que después de esa experiencia le agarré el gustó a la escritura que, como les dije antes, me cagaba.

Aquí la crónica con todo y sus errores. Chequen la portada: no tenía ni puta idea de en qué clase estaba:


En esta página de abajo hago referencia a una canción de ¡Ricardo Arjona! (mátenme, por favor) cuando creía -como mucho incautos con novia romántica- que era el poeta que vendría a salvar el mundo, snif. Curiosamente, eso de la rola del Arjona fue una de las cosas que más gustaron de mi escrito cuando lo leí frente a mis compañeros lelos.


En la siguiente página me aventé una megacagazón que la maestra ni cuenta se dio, al decir que un lustro son ¡500 años! No me acuerdo si a la versión definitiva le corregí ese horror, pero bueno.


Está de más decir que ya no siento lo que antes por esta ciudad. Ese orgullo de haber nacido aquí, seguir viviendo aquí y querer morir aquí desapareció. Siento que todo fue un espejismo: las grandes empresas, el crecimiento económico, el desarrollo cultural, la modernidad, los valores. Me parece que sigue la farsa de doble moral de siempre. Pero toda farsa se descubre tarde o temprano. La verdad se le revela sólo a quienes la buscan, y a veces sólo a medias; pero deja ver una parte importante, suficiente para abrirnos los ojos y dejar el letargo de lo que nos han dicho que tenemos que ser y no hay de otra.

A pesar de todo, espero algún día revivir ese sentimiento de extrañar la tierra que me vio nacer. Sé que hay sentimientos más grandes, más útiles e incluso tangibles; pero no deja de ser un sentimiento, y los sentimientos cuando se pierden–cualesquiera que sean- nos van haciendo inhumanos.

Esta crónica la escribí a los 19 años y es un motivo más para querer llegar a los 70, cuando desentierren La Cápsula del Tiempo y lean mi escrito en una ceremonia solemne. También es un motivo más para volver... algún día.

jueves, enero 05, 2012

El cliente más puñetas del año

Apenas comienza el año y ya sé quién será el ganador del premio al cliente más pendejo del año. Incluso del siglo. Es imposible que exista alguien más pendejo que este cliente; y, si existe, el mundo no tiene futuro y mejor suicídense todos a la verga.

Hace media hora llegó al negocio de cajas un cabrón de ésos que gritan cuando hablan. Quería dos cajas grandes para guardar adornos navideños. Fui por las cajas y al momento de entregárselas, el güey me dice:

-Pero pónmeles cinta, compadrito, no mames. Ármamelas y pónmeles cinta. Un chingo de cinta.

Total que armé las cajas, les puse cinta adhesiva en la parte de abajo y se las entregué. Y el güey me dice:

-Ponles también cinta arriba, no la chingues. ¿O qué, me vas a cobrar la cinta o qué?

-No, señor, es que si les pongo cinta arriba ¿cómo le va a hacer para meter los adornos navideños?

Hubo un silencio demasiado incómodo. Como que mi cliente estaba pensando cómo revertir la pendejada que acababa de decir. Puedo apostar que incluso pensó decirme: "Ah, ¿osea que me estás diciendo pendejo?, ¡tú haz lo que yo te pida!" nomás por salvar su orgullo. Pero nel. El hombre se quedó mirando un rato las cajas con las tapas abiertas en el piso, como quien mira el motor de un coche y no entiende una chingada.

-Ah, pos sicierto... tienes toda la razón -me dijo como 5 minutos después, sonriendo y bajándole de huevos a su voz.

Por clientes como estos deberían de abolir el trabajo.

lunes, enero 02, 2012

Lo que somos es memoria


Tenía siete años y una hermana recién nacida cuando nos mudamos a esta casa. Era un lugar más grande que la casa en la que yo había nacido, en un barrio nuevo rodeado de monte, donde aún no había tuberías de gas y podían verse tlacuaches y lagartijas cornudas durante el día, ranas cuando llovía y murciélagos y lechuzas por las noches.

El primer par de años que vivimos ahí algunos cuartos se quedaron casi en obra negra: con el piso de concreto y sin clósets para guardar la ropa; sólo un tubo plateado de pared a pared donde mi madre colgaba los ganchos. Durante el verano dormíamos en la planta baja porque era más fresca que la parte de arriba. Las ventanas no tenían tela mosquitera y las abríamos para que entrara el frescor de la noche con alguno que otro insecto. Recuerdo que una de esas veces que dormimos abajo desperté cuando sentí que un escarabajo -de ésos que vuelan alrededor de los focos- caminaba por mi cara e intentaba metérseme en la nariz.

De las primeras cosas que hizo mi padre al llegar al nuevo domicilio, fue plantar el árbol de la foto. Creyendo que crecería tan grande como está ahora en muy poco tiempo, le dije a mi papá que cuando el árbol estuviera enorme –en 3 años, según yo- me construyera una casa de madera arriba de él. “Pues si después de los 30 años sigues queriendo una casita en un árbol, te la construyo”, me dijo. Tengo 35 y no me da pena decir que todavía la quiero, snif.


El árbol ahora es casa del Chupete, el gato, y refugio de algunas urracas, tórtolas, colibríes, golondrinas y unos pájaros que cantan muy bonito y que tienen un antifaz negro y el pecho muy amarillo y se me olvida cómo se llaman. Ahora que volví a casa de mis papás a pasar mis últimos días en Monterrey, a diario salgo a ver el árbol. A veces me acerco y acaricio su corteza, me pongo de puntitas para alcanzar alguna de sus ramas altas y le tomo fotos esperando que en ellas aparezca el fantasma de algún juego de mi infancia.


Todo lo que viví en esta casa y sus alrededores ahora son sólo bonitos recuerdos. El barrio ahora son más casas y más gente y más coches y más cables que intentan robarse el recuerdo que tengo del barrio cuando era otro. Cuando era MI barrio y tal vez yo era otro: más despreocupado, más feliz y con raspones en las rodillas, no en el alma.

Somos la memoria de nuestras experiencias. Somos los momentos más felices de nuestras vidas. Nuestro mundo interior se construye en base a las experiencias del mundo exterior que se tornan recuerdos. Este barrio me hizo parte de lo que soy. Que esta ciudad y su triste situación no los hagan ser lo que no son.

Salud por este año. Que se acabe todo el daño. Que los ojetes se vayan por el caño. Y que retomemos nuestra esencia y valores de antaño.