Quisiera hacer un viaje lo más al norte del globo terráqueo con el único propósito de observar narvales. Narvales y auroras boreales. ¡Imaginen la combinación! Estoy seguro que la experiencia le volaría la mente a cualquiera. Sería un viajesote en los cinco sentidos.
Siempre he pensado -muy cursi mi pensamiento, por cierto- que los narvales y las auroras boreales existen sólo para recordarnos que en este planeta aún hay rescoldos de magia. Aunque la razón existencial de estos seres y fenómenos luminosos esté perfectamente documentada por la ciencia, siguen siendo algo mágico.
Tal vez parte de lo más chingón de no haber visto nunca en vivo ni una cosa ni la otra, es eso: que permanecen como un sueño, como algo que sólo existe en un universo fantástico dentro de un mundo que nos horroriza cada día más.
Tal vez la mayoría de los hombres perdieron toda capacidad de asombro y por eso es mejor que ciertas cosas permanezcan como ilusiones inalcanzables. Pero no para quienes conservan las ganas de maravillarse.
Por eso quisiera viajar muy al norte: para ver narvales y auroras boreales. Cocinar con los inuits. Reconciliarme con las temperaturas de menos veinte grados centígrados. Escuchar el aullido de las ventiscas polares. Dormir en un iglú sepultado entre pieles de caribús. Contemplar los destellos del cielo septentrional, como si las interminables planicies heladas se reflejaran y bailaran en la noche.
Tal vez parte de lo más chingón de no haber visto nunca en vivo ni una cosa ni la otra, es eso: que permanecen como un sueño, como algo que sólo existe en un universo fantástico dentro de un mundo que nos horroriza cada día más.
Tal vez la mayoría de los hombres perdieron toda capacidad de asombro y por eso es mejor que ciertas cosas permanezcan como ilusiones inalcanzables. Pero no para quienes conservan las ganas de maravillarse.
Por eso quisiera viajar muy al norte: para ver narvales y auroras boreales. Cocinar con los inuits. Reconciliarme con las temperaturas de menos veinte grados centígrados. Escuchar el aullido de las ventiscas polares. Dormir en un iglú sepultado entre pieles de caribús. Contemplar los destellos del cielo septentrional, como si las interminables planicies heladas se reflejaran y bailaran en la noche.