Se cumplieron dos semanas desde
que renuncié al periódico local en el que trabajé como caricaturista político –y
columnista esporádico– durante quince años.
Entré a trabajar ahí en abril de
1998. Tenía 21 años y medio. Una compañera de la carrera de Ciencias de la Comunicación era novia del
hijo del dueño, con quien terminó casándose un lustro después. Un día, en el receso entre clase y clase, mi amiga me
comentó que su suegro andaba buscando un caricaturista para la sección editorial del periódico. Me pasó una dirección, fui a
entrevistarme y al día siguiente me contrataron.
Yo ya había trabajado como cartonista político un año antes en El Porvenir –el rotativo más antiguo de la ciudad; que me pagaba una baba– y llevaba seis meses haciendo tiras cómicas para las ediciones juveniles del periódico El Norte, de Grupo Reforma (ya saben que un trabajo nunca es suficiente para "los artistas"); aparte, salía los martes haciendo caricatura deportiva en un programa de fútbol en el Canal 2 de Monterrey, donde nunca me pagaron ni un cinco argumentando que “me daban proyección” y “conocía gente famosa”. Culeros.
Yo ya había trabajado como cartonista político un año antes en El Porvenir –el rotativo más antiguo de la ciudad; que me pagaba una baba– y llevaba seis meses haciendo tiras cómicas para las ediciones juveniles del periódico El Norte, de Grupo Reforma (ya saben que un trabajo nunca es suficiente para "los artistas"); aparte, salía los martes haciendo caricatura deportiva en un programa de fútbol en el Canal 2 de Monterrey, donde nunca me pagaron ni un cinco argumentando que “me daban proyección” y “conocía gente famosa”. Culeros.
Viendo hacia atrás, en los quince
años que duré en este diario, no pasó ni fu ni fa. Me refiero a que la gente
conoció más lo que escribo y dibujo por medio de mi blog y mi cuenta de Twitter
que por este periódico. Pero bueno.
La razón de mi renuncia fue que en
dicha publicación nunca –nunca– me pagaban a tiempo, y eso me parece una falta de respeto, pues yo siempre entregué mi trabajo a tiempo. Duré quince años aguantando pagos
atrasados y frases como: “Ponte la camiseta”, “No hay lana”, “No nos han pagado
los anunciantes”, "No nos han pagado las maquilas", “Aguántanos a la otra quincena, que al cabo tú eres soltero y
no tienes hijos”. Esta última frase me encabronaba tanto que me hacía desear poner una bomba en las
instalaciones.
Ir a cobrar siempre fue algo
indignante. Casi casi como si fuera a pedir algo que no era mío. Sentía un nudo
en la garganta y un ardor en la panza cada que me decían: “No hay dinero”, y
veía al dueño del lugar llegando en una camioneta Porsche Cayenne de modelo
reciente o en el Mercedes Benz más lujoso que existe.
Ir a cobrar era tan doloroso como una patada en los
huevos, que se sumaba a la patada que me daban cada quincena en el culo. Y me
aguantaba por amor al arte, por ver mi trabajo publicado en papel, por los
pocos correos que recibía de gente a la que le gustaba lo que hacía, por “traer
la camiseta bien puesta”… Mamadas con las que nomás uno se compromete porque
con quien uno se compromete es con uno mismo y con lo que le gusta hacer, pero eso al resto del mundo le importa
un carajo.
Todavía hace un año me bajaron
el sueldo. Me dijeron que "las cosas andaban mal", que "me pusiera las pilas", que trabajara más, que mandara más escritos, que dibujara más
caricaturas, que tuviera un programa on line –porque le estaban apostando a la
“televisión digital”–; y lo hice, ah, pero eso sí: sin recibir más dinero por
ello, y, aparte, reteniéndome las quincenas.
Y pues a la verga. Troné como Ned
Flanders en el capítulo de Los Simpson donde un tornado destruye su casa y
manda a todos sus vecinirijillos a la chingada. Todo se me acumuló. Sobre todo
recordaba los cuatro meses que no me pagaron estando yo en Toronto, pariendo
chayotes sin dinero, diciéndole a la rentera que me diera chance unos días para poder pagarle y pidiéndole prestado a mis padres; todo esto mientras el director general y propietario del diario vacacionaba tres semanas en Dubai con toda su familia.
Qué poca madre, en serio; pero no pueden
decir que la paciencia no es una de “mis virtudes”. Aguanté un chingo. Y no, no lo digo para que me lo agradezcan. El pendejo fui yo, por "paciente".
El martes de mi renuncia pedí que
me devolvieran los recibos de honorarios de cuatro quincenas ya trabajadas. El
contador de la empresa –no sé si fingiendo o en verdad empático– me dijo que era un trabajo
que ya estaba hecho, que tenían la obligación de pagarme; pero neta que ya no quería saber
nada de nada. Sentí que ya no podía humillarme más. Tenía que renunciar por
pura pinche dignidad, y le dije que no quería que me pagaran, que simplemente me
devolviera mis recibos para cancelarlos. No soportaría ir a rogar para que me
pagaran lo que me quedaron a deber. Si no entienden que el trabajo es un
intercambio, un trato, un servicio que se paga los días acordados aunque “seas
soltero y no tengas hijos“, pues es su pedo. Tal vez ellos necesiten el dinero
más que yo. Y me fui sin despedirme de nadie, sin dar las gracias (¿de qué?) y simplemente dejé de mandar mi trabajo. Y en dos semanas ni el dueño, ni el editor, ni nadie de los que fueron mis compañeros me han buscado.
Yo ya no juego su juego. Me
enferma, a pesar de que era un trabajo que me fascinaba, pero si no lo valoran,
pues a la verga. Si son decentes me van a llamar o a mandar un email para
decirme que pase a recoger el adeudo que quedó pendiente; si no, no hay pex: sé
que como quiera dormirán con la consciencia tranquila. Así es esa gente de valeverga. A mí
no me resulta ser como ellos. A veces tampoco me resulta ser como yo, pero me
gusta más ser como yo que como ellos, aunque en una sociedad como esta casi
siempre salga bailando con la más fea, transado, jodido, burlado, pisoteado, trepado. No me importa.
Me siento tranquilo. Me aíslo un poco. El aislamiento es bueno. Dejas de
rodearte de culeros y de ambientes pestilentes. Dejas de jugar el juego de los
ojetes y los ojetes dejan de jugar contigo. Y no, no es victimizarme, sólo digo que no soy como ellos y prefiero mantenerlos lejos de mí.
Y, si un consejo puedo darles, es que no se pongan la camiseta de ninguna empresa, a menos que ésta se las proporcione o tengan mucha necesidad. Porque acá era: “Ponte la camiseta, pero págala tú y, cuando yo quiera, te la quito”. No. A la chingada. Tengan dignidad, no tengan necesidades que los hagan perderla. Los negocios no contratan gente digna, contratan a necesitados, a lamehuevos, a los mejores y más obedientes esclavos, a los agachones. Yo fui un agachón durante quince años y, cuando me armé de huevos, ya no les serví.
En fin. Ellos se lo pierden.
Y, si un consejo puedo darles, es que no se pongan la camiseta de ninguna empresa, a menos que ésta se las proporcione o tengan mucha necesidad. Porque acá era: “Ponte la camiseta, pero págala tú y, cuando yo quiera, te la quito”. No. A la chingada. Tengan dignidad, no tengan necesidades que los hagan perderla. Los negocios no contratan gente digna, contratan a necesitados, a lamehuevos, a los mejores y más obedientes esclavos, a los agachones. Yo fui un agachón durante quince años y, cuando me armé de huevos, ya no les serví.
En fin. Ellos se lo pierden.