Lo único que no me gusta de tener
un trabajo de oficina y un negocio de hamburguesas los fines de semana, es que
me quita tiempo para dibujar, escribir, leer, ver a mi familia, ver a mis
compas y tirar hueva como antes lo hacía, snif; pero ahorita que tengo tiempo aprovecho
para contarles una breve anécdota Godínez. Ay, estos Godínez…
Resulta que un güey de la oficina
en donde trabajo como alcaide llegó platicando que a su hijo le había dado
tiña. ¡Tiña! Jajajajajaja… no mamen. ¿A quién diablos le da tiña en pleno siglo
XXI? ¿Qué es esto: la Europa del siglo XVI? Es como decir “Mi hijo tiene peste
bubónica” o “A mi niña le dio lepra”. Pero bueno, uno nunca sabe con los
Godínez y sus costumbres. La cosa es que este güey llegó platicándonos su
tragedia y esto hizo que yo me acordara de una bonita anécdota de mi lejana adolescencia.
Me acordé de la noche antes de mi
primer día de preparatoria. Tenía yo unos 13 ó 14 años y usaba el cabello “de
hongo” (sí, señoras y señores: en algún momento de mi vida tuve una cabellera
abundante, como la de José Luis Rodríguez, El Puma). A esa edad tenía la manía
de rebajar el volumen del cabello de los costados con un rastrillo; ya saben, para
no gastar en peluqueros y hacer más bombacho “el hongo”.
Total que esa noche agarré el
rastrillo y empecé a rebajarme el cabello de atrás de las orejas porque quería
ser la sensación entre las morritas con mi corte moderno. Y no sé si fueron los nervios de entrar a la prepa o qué pedo, pero en una distracción que tuve, que se me
pasa la mano de fuerza y que me corto de más el cabello y que me dejo una
pinche trasquilada en el coco.
Como sabía que el cabello no me iba a crecer de un día para otro, hice lo que todo hombre haría a esa edad: corrí llorando al cuarto de mi mamá para que me solucionara el problema, snif.
Obviamente mi jefecita me metió
una pedorriza marca diablo: “¡Mira nada más cómo te dejaste! ¡Nada más a ti se
te ocurre andarte rasurando! ¡Pareces tiñoso!" Oso… oso… oso… oso... Esta última palabra retumbó en lo más hondo de mi ser; como si las entrañas de mi cuerpo fueran las paredes de un cañón en donde rebotan infinitamente los ecos. “Tiñoso”. Qué pinche se oye, ¿no? A esa edad había escuchado
hablar de la tiña porque mi papá es veterinario de profesión y había visto algunas
fotos de perros con esa madre y ¡guákatelas!; pero en humanos nunca lo había visto, y ahora yo parecía uno de ésos.
Total que estaba todo preocupado porque
tenía una trasquilada arriba de la oreja, trasquilada que no alcanzaba a cubrir mi moderno corte de champiñón, y pues ya no
sería la sensación entre las morritas y, ay, snif, una tragedia.
Pero como las mamases se las saben de
todas todas, la mía me dio la solución: sacó de su bolsa el rímel y me empezó a pintar de negro la parte trasquilada. Y quedó bien. Había que clavarse mucho en la textura para darse cuenta que esa
parte de mi cabeza no tenía pelo.
Y al día siguiente fui a la
preparatoria y nadie se dio cuenta que parecía tiñoso gracias a la pericia de mi madre y sus remedios. Nadie se dio cuenta hasta que empecé a sudar y el rímel comenzó a escurrir...
Ah, pero este post era porque al hijo
de un Godínez le dio tiña, jajajajaja… no mamen. ¿A quién le da tiña en pleno
siglo XXI?