lunes, julio 30, 2012
viernes, julio 27, 2012
Aventura swinger
Durante mi estancia en Canadá no he conocido otra provincia que no sea la de Ontario, por lo que hace una semana decidimos subirnos en el primer tren que saliera a Quebec y visitar un par de ciudades de esa provincia. Durante cinco horas atravesamos pequeños poblados, bosques profundos, puentes metálicos y lagos, sentados en el último vagón de un convoy. Llegamos a Montreal al medio día. Salimos de la estación de trenes con un mapa de papel en las manos y caminamos por las calles con nombres en francés. Arrastramos las maletas unos cuantos minutos hasta llegar al hostal donde habíamos reservado una habitación con litera: no había más.
Mientras esperábamos en la recepción a que nos dieran el cuarto, un hombre de lentes, de unos cuarenta años, se nos acercó sonriendo. Hagan de cuenta que era el pinche Kung Fu Panda en persona, nada más que en rubio; pero igual de panzón y chistoso físicamente.
El wey quiso romper el hielo con un chiste en francés -y digo que fue chiste porque el pendejo se rió solo al decir lo que dijo-, pero no contaba con que nosotros no entendemos un carajo de francés. Cuando le dijimos -en inglés- que no habíamos entendido lo que había dicho, el wey dijo lo mismo en el idioma de los gringos –el otro que no es la guerra-, pero no nos reímos porque en verdad su chiste era muy pinche malo: tan malo que ya ni me acuerdo de qué era. Total que el doble de Kung Fu Panda se empezó a poner nervioso y colorado de los cachetes al ver nuestros rostros de “no eres nada gracioso, extraño que vino a sacarnos plática”, y tal vez pensó que tampoco entendíamos el inglés, por lo que el pobre infeliz tradujo al español su chiste con los mismos resultados fatídicos: cero gracia y cero risa. Aunque su español era mocho, debo reconocer el esfuerzo que hizo en hablar en tres idiomas, y fue por eso que reímos. Kung Fu Panda se limpió el sudor, se hizo el pelo hacia atrás, se acomodó los lentes, nos dijo “Bienvenidos a Montreal” y agregó:
-Disculpen –dijo en ese español accidentado-, es que ya me he bebido dos Red Bulls –y se echó a reír como orate. Más que canadiense, el hombre parecía el típico gringo idiota, onda Robin Williams cuando le pega al comediante de noble corazón.
Y después de ahí, el cabrón éste no se calló el hocico. Habló y habló y habló y habló…. Nos contó que su ex esposa era mexicana y lo golpeaba –por pinche hocicón, me imagino-, que era electricista, que le gustaba México, que el gobierno era corrupto en nuestro país pero las playas muy lindas, bla bla bla. Cosas que uno ya sabe. Lo único chido de su plática –y hasta sentí aguda su observación- fue cuando supo que veníamos de Monterrey y dijo que en esa ciudad había puros contadores públicos, licenciados en administración de empresas y abogados, cosa que es verdad. Imagínense: pinche ciudad aburrida y culera. Pero bueno.
Total que este cabrón salido de algún sueño de opio de Walt Disney no paraba de hablar y sólo interrumpía su plática para preguntar: “¿Estoy hablando mucho?”, y la neta a mí las personas que hacen esto me caen en la puntita de la verga porque saben que están hablando mucho y que están incomodando a terceros y no tienen la sensibilidad ni el tacto para callarse amablemente el hocico y dejar en paz a los extraños que no quieren hablar con ellos. Entonces, cada que decía esto, le ponía una pinche cara de “Nooo, cómo crees que estás hablando muuucho… ¡Pendejo!”. Aparte el wey molestaba porque era de esos que se acercan mucho e invaden tu espacio personal y hablan todos alterados y haciendo aspavientos y sudando y… no, no, no, nooo. Horrible.
Por fin -después de cómo media hora de aguantarlo- el pinche Kung Fu Panda pudo descifrar mi cara de hartazgo y de “ya cállate a la verga”. Se despidió amablemente, disculpándose por su atrevimiento, y se fue a sentar a un banco, a un lado de los teléfonos de monedas. Veía de reojo que nos miraba de reojo y se reía y nos señalaba con el dedo y reía otra vez como idiota.
En eso se apareció la chica de la recepción y nos dijo que nuestro cuarto estaría listo en 15 minutos, que nos ofrecían una disculpa y bla bla bla. No hubo pedo y seguimos sentados en el cómodo sillón de la recepción. Pero en eso, que el pinche Kung Fu Panda se para de su asiento y se acerca otra vez a nosotros. Se detuvo unos cuantos pasos antes de invadir nuestro espacio vital, hizo como si tocara en una puerta: “knock, knock”, dijo, y se echó a reír otra vez como loco. Cuando paró de reír, nos extendió un papel doblado en cuatro partes.
-Tienen que visitar este lugar. Es un lugar que nunca olvidarán.
-Gracias -le dije indiferente, a ver si así regresaba a sentarse a su lugar. Como comentario adicional, aclaro que no soy mamón, neta que no. No tengo pedos con platicar con extraños, siempre y cuando te aborden como gente civilizada, no como pinches desaforados. Pero bueno. Prosigamos.
-Es un lugar mixto –me dijo Kung Fu Panda haciendo énfasis en “mixto”. Algo me olió mal desde ahí. Algo me olió a “escabroso”. ¿Por qué tenía que hacer énfasis en la palabra “mixto”?
-¿A qué se refiere con que es un lugar “mixto”? –pregunté ingenuo. -¿Acaso no todos los lugares son mixtos: bares, restaurantes…?
-Eeeh… sí: de hecho hay un bar… y también se puede ordenar comida. Pero lo interesante son los saunas y los jacuzzis… que son mixtos. Yo siempre voy ahí. Casi a diario.
Todavía quería pensar que el hombre, en su locura o retraso mental, era una persona inocente, y que me estaba ofreciendo ir a algún club deportivo o centro recreativo, como los de México, donde hay canchas para jugar tennis, albercas, saunas y jacuzzis.
-Pero lo mejor de lo mejor, es el “Fantasy Room” -dijo con un brillo distinto en la mirada. Bastaron esas dos palabras tan inocentes: “fantasy” y “room”, para imaginarme por dónde iba la invitación. Kung Fu Panda se puso todo colorado y se echó el pelo para un lado y se acomodó los lentes.
-Es un lugar para swingers, me imagino –le dije.
-Sí, pero pueden ir sólo a ver, no tienen por qué intercambiar parejas –respondió Kung Fu Panda barriéndose el sudor de la frente con una mano, con ese destello en la mirada que sólo tienen los ex presidiarios recién salidos del reclusorio al ver a una mujer.
-Sí, lo sé, pero a nosotros no nos gusta ese rollo –le dije cortante. Se disculpó, y se fue haciendo un ademán como si cerrara una puerta, y rió de nuevo.
¿Quién putas llega de buenas a primeras con dos extraños a recomendarles un antro de intercambio de parejas? Neta que no soy mocho ni asustadizo ni tengo prejuicios en contra de las personas que les gusta esa onda, pero: ¿quién putas llega de buenas a primeras con dos extraños y les recomienda un antro swinger? Johnny, la gente está muy loca.
Mientras esperábamos en la recepción a que nos dieran el cuarto, un hombre de lentes, de unos cuarenta años, se nos acercó sonriendo. Hagan de cuenta que era el pinche Kung Fu Panda en persona, nada más que en rubio; pero igual de panzón y chistoso físicamente.
El wey quiso romper el hielo con un chiste en francés -y digo que fue chiste porque el pendejo se rió solo al decir lo que dijo-, pero no contaba con que nosotros no entendemos un carajo de francés. Cuando le dijimos -en inglés- que no habíamos entendido lo que había dicho, el wey dijo lo mismo en el idioma de los gringos –el otro que no es la guerra-, pero no nos reímos porque en verdad su chiste era muy pinche malo: tan malo que ya ni me acuerdo de qué era. Total que el doble de Kung Fu Panda se empezó a poner nervioso y colorado de los cachetes al ver nuestros rostros de “no eres nada gracioso, extraño que vino a sacarnos plática”, y tal vez pensó que tampoco entendíamos el inglés, por lo que el pobre infeliz tradujo al español su chiste con los mismos resultados fatídicos: cero gracia y cero risa. Aunque su español era mocho, debo reconocer el esfuerzo que hizo en hablar en tres idiomas, y fue por eso que reímos. Kung Fu Panda se limpió el sudor, se hizo el pelo hacia atrás, se acomodó los lentes, nos dijo “Bienvenidos a Montreal” y agregó:
-Disculpen –dijo en ese español accidentado-, es que ya me he bebido dos Red Bulls –y se echó a reír como orate. Más que canadiense, el hombre parecía el típico gringo idiota, onda Robin Williams cuando le pega al comediante de noble corazón.
Y después de ahí, el cabrón éste no se calló el hocico. Habló y habló y habló y habló…. Nos contó que su ex esposa era mexicana y lo golpeaba –por pinche hocicón, me imagino-, que era electricista, que le gustaba México, que el gobierno era corrupto en nuestro país pero las playas muy lindas, bla bla bla. Cosas que uno ya sabe. Lo único chido de su plática –y hasta sentí aguda su observación- fue cuando supo que veníamos de Monterrey y dijo que en esa ciudad había puros contadores públicos, licenciados en administración de empresas y abogados, cosa que es verdad. Imagínense: pinche ciudad aburrida y culera. Pero bueno.
Total que este cabrón salido de algún sueño de opio de Walt Disney no paraba de hablar y sólo interrumpía su plática para preguntar: “¿Estoy hablando mucho?”, y la neta a mí las personas que hacen esto me caen en la puntita de la verga porque saben que están hablando mucho y que están incomodando a terceros y no tienen la sensibilidad ni el tacto para callarse amablemente el hocico y dejar en paz a los extraños que no quieren hablar con ellos. Entonces, cada que decía esto, le ponía una pinche cara de “Nooo, cómo crees que estás hablando muuucho… ¡Pendejo!”. Aparte el wey molestaba porque era de esos que se acercan mucho e invaden tu espacio personal y hablan todos alterados y haciendo aspavientos y sudando y… no, no, no, nooo. Horrible.
Por fin -después de cómo media hora de aguantarlo- el pinche Kung Fu Panda pudo descifrar mi cara de hartazgo y de “ya cállate a la verga”. Se despidió amablemente, disculpándose por su atrevimiento, y se fue a sentar a un banco, a un lado de los teléfonos de monedas. Veía de reojo que nos miraba de reojo y se reía y nos señalaba con el dedo y reía otra vez como idiota.
En eso se apareció la chica de la recepción y nos dijo que nuestro cuarto estaría listo en 15 minutos, que nos ofrecían una disculpa y bla bla bla. No hubo pedo y seguimos sentados en el cómodo sillón de la recepción. Pero en eso, que el pinche Kung Fu Panda se para de su asiento y se acerca otra vez a nosotros. Se detuvo unos cuantos pasos antes de invadir nuestro espacio vital, hizo como si tocara en una puerta: “knock, knock”, dijo, y se echó a reír otra vez como loco. Cuando paró de reír, nos extendió un papel doblado en cuatro partes.
-Tienen que visitar este lugar. Es un lugar que nunca olvidarán.
-Gracias -le dije indiferente, a ver si así regresaba a sentarse a su lugar. Como comentario adicional, aclaro que no soy mamón, neta que no. No tengo pedos con platicar con extraños, siempre y cuando te aborden como gente civilizada, no como pinches desaforados. Pero bueno. Prosigamos.
-Es un lugar mixto –me dijo Kung Fu Panda haciendo énfasis en “mixto”. Algo me olió mal desde ahí. Algo me olió a “escabroso”. ¿Por qué tenía que hacer énfasis en la palabra “mixto”?
-¿A qué se refiere con que es un lugar “mixto”? –pregunté ingenuo. -¿Acaso no todos los lugares son mixtos: bares, restaurantes…?
-Eeeh… sí: de hecho hay un bar… y también se puede ordenar comida. Pero lo interesante son los saunas y los jacuzzis… que son mixtos. Yo siempre voy ahí. Casi a diario.
Todavía quería pensar que el hombre, en su locura o retraso mental, era una persona inocente, y que me estaba ofreciendo ir a algún club deportivo o centro recreativo, como los de México, donde hay canchas para jugar tennis, albercas, saunas y jacuzzis.
-Pero lo mejor de lo mejor, es el “Fantasy Room” -dijo con un brillo distinto en la mirada. Bastaron esas dos palabras tan inocentes: “fantasy” y “room”, para imaginarme por dónde iba la invitación. Kung Fu Panda se puso todo colorado y se echó el pelo para un lado y se acomodó los lentes.
-Es un lugar para swingers, me imagino –le dije.
-Sí, pero pueden ir sólo a ver, no tienen por qué intercambiar parejas –respondió Kung Fu Panda barriéndose el sudor de la frente con una mano, con ese destello en la mirada que sólo tienen los ex presidiarios recién salidos del reclusorio al ver a una mujer.
-Sí, lo sé, pero a nosotros no nos gusta ese rollo –le dije cortante. Se disculpó, y se fue haciendo un ademán como si cerrara una puerta, y rió de nuevo.
¿Quién putas llega de buenas a primeras con dos extraños a recomendarles un antro de intercambio de parejas? Neta que no soy mocho ni asustadizo ni tengo prejuicios en contra de las personas que les gusta esa onda, pero: ¿quién putas llega de buenas a primeras con dos extraños y les recomienda un antro swinger? Johnny, la gente está muy loca.
viernes, julio 20, 2012
Destruiré todos los planetas civilizados
Conseguimos habitación en el segundo piso de un hostal en Kensington Market, uno de los barrios multiculturales más representativos de la ciudad de Toronto. El pequeño cuarto no tiene baño ni aire acondicionado, pero tiene un balcón que da a la calle principal, donde a todas horas corre una brisa muy fresca que arrastra los olores de los restaurantes del rededor. El precio del hospedaje incluye un desayuno sencillo en la recepción: pan con mermelada, café y cereal con leche; pero nosotros compramos algunas manzanas, naranjas, racimos de uvas y un queso Philadelphia en la frutería que está a la vuelta de la esquina, para hacer más completas las primeras comidas del día durante nuestra estancia. Lo mejor de estar aquí es no tener que lidiar con Mamá Fratelli, quien se negó rotundamente a que recibiera visitas en mi cuarto aunque le pagara hospedaje extra.
Ya pasan de las dos de la tarde y hace tanto calor como en Monterrey. Dejamos las maletas en el cuarto, metemos la bolsa de las compras –con el número de la habitación escrito en una etiqueta adhesiva- en el refrigerador de la cocina compartida, nos mojamos los rostros y el cuello en el lavabo del baño –también compartido-, salimos del edificio y caminamos entre indigentes que hablan solos, coches antiguos estacionados, parejas con brazos tatuados desde el hombro hasta los nudillos y gente de todas las nacionalidades montando sus bicicletas.
Caminamos calle abajo buscando dónde comer. Hay tiendas de ropa de segunda mano, artesanías, establecimientos de comida vegetariana, pescaderías, antigüedades, bares con jazz en vivo, paredes con grafitis y parafernalia para consumidores de mariguana. Nos decidimos a entrar en un lugar de comida tailandesa. Tomamos asiento en el patio, bajo la sombra de un árbol de cuyas ramas cuelgan estrellas de latón de muchos colores. Nos atiende de manera muy amable un hombre con un lunar rojo que le cubre la mitad del rostro. Ordenamos un par de cervezas y el especial del día: noodles con muchos vegetales y muchos condimentos.
Pagamos la cuenta y caminamos calle arriba, comentando cómo sería la vida con un lunar rojo cubriéndonos la mitad del rostro. Echamos vistazos en todas las vitrinas de las tiendas y entramos en algunas para ver qué venden. En muchas de ellas tienen fotos de Rob Ford, el alcalde de Toronto, pegadas en la pared. Le han puesto cuernos de diablo, ojos rojos o globos con diálogos que lo hacen ver tan estúpido como parece ser cada vez que sale en televisión. Casi nadie quiere al alcalde. Al menos en este barrio. Es un hombre que tiene fama de conservador, alcohólico, cocainómano, ignorante y xenófobo. Quiso cerrar bibliotecas públicas, recortar el presupuesto destinado a guarderías y se dice que odia al peatón, al ciclista y al transporte público. Alguna vez propuso quitar banquetas para tener más carriles para coches, pues quería traer como inversión agencias de automóviles. Hay una ilustración pegada en el fondo del local. El alcalde está representado como Godzilla: pisa transeúntes y ciclistas, carga una ristra de vagones del metro en una mano y entre los dientes trae un tranvía. Se acerca la chica que atiende la caja y me dice: “No lo permitiremos, pero tememos que algún día el dibujo se convierta en realidad. Quieren robarnos nuestros espacios para –según ellos- modernizarnos, que no es otra cosa que crearnos la necesidad de tener un coche, algo que nunca hemos necesitado”. Asiento y hago una mueca en señal de solidaridad. Le compro un libro que se llama “I shall destroy all the civilized planets” y otro de Banksy. Salimos del lugar. Los canadienses luchando por que no les quiten sus espacios y los mexicanos luchando por tenerlos. No sé qué sea más triste. El título del primer libro se me queda retumbando en la cabeza el resto de la tarde.
Ya son las ocho de la noche pero aún no oscurece. Volvemos al cuarto. Llevamos despiertos desde las tres de la madrugada del día anterior. Curiosamente yo no me siento cansado, por lo que aprovecho para leer notas y pensar en algunas ideas para las caricaturas que tengo que mandar al periódico, aunque todavía me deban dinero. Renunciar no es un lujo que pueda darme. Enciendo el ventilador de tres aspas, saco las plumas y plumones del morral que últimamente cargo, corto algunas hojas de papel y arrastro una pequeña cómoda frente a la puerta corrediza del balcón, donde corre el aire. Me siento sobre la cama -a un lado de ella, que se ha quedado dormida dándome la espalda- y las ideas comienzan a fluir tan rápido como sus sueños.
De pronto, en el balcón, aparece una pareja de mapaches. No sé por dónde treparon ni de dónde salieron. No hay áreas verdes cerca, sólo árboles que brotan entre el concreto de las banquetas y sus troncos se confunden con los postes de luz. Los mapaches no pudieron alegar ni defenderse, como otros torontonianos. Tuvieron que adaptarse a la ciudad que devoró su hábitat. Posiblemente viven en las alcantarillas, comiendo desperdicios de los contenedores de basura, escondiéndose en los huecos que hay entre edifico y edificio. Me observan. Trato de no hacer ruido y aguanto la respiración: como si mi respiración hiciera mucho ruido. Cada vez se acercan más. Saco del morral una bolsa con almendras y les aviento unas cuantas. Al principio se asustan y corren al rincón por el que aparecieron, pero después de unos minutos se confían –o les gana el hambre- y se acercan para tomar los frutos. Los devoran con rapidez y me observan de nuevo.
Les aviento más almendras, me vuelvo y la despierto diciéndole al oído que tenemos visitas. Ella se incorpora muy rápido, desconcertada. Cuando le señalo el balcón puedo ver cómo sus ojos brillan incrédulos y se humedecen por la emoción. Le alcanzo la bolsa de almendras, toma un puñado y las tira de una en una. Hace un puchero porque algunas rebotan y caen a la calle. Visualizo el cliché de dos viejos alimentando palomas en la banca de un parque. No me importaría vivir esa imagen en treinta y cinco o cuarenta años, siempre y cuando me cambien el parque por un balcón, la banca por una cama y las palomas por unos mapaches. Recuerdo el poema de Mario Benedetti titulado “Ustedes y Nosotros”. Lo busco en Youtube y lo pongo para que lo escuche. Ningún hotel cinco estrellas hubiera podido ofrecernos este espectáculo.
Pero ahora tenemos un dilema: cerrar la puerta del balcón para que no se metan los mapaches ni la brisa fresca de la noche y morir de calor con el abanico de tres aspas en la velocidad más alta, o dejar la puerta abierta para que corra el aire, refresque la habitación, se metan los mapaches, nos muerdan y muramos infectados de rabia. Creo que la segunda sería una muerte más romántica.
Ya pasan de las dos de la tarde y hace tanto calor como en Monterrey. Dejamos las maletas en el cuarto, metemos la bolsa de las compras –con el número de la habitación escrito en una etiqueta adhesiva- en el refrigerador de la cocina compartida, nos mojamos los rostros y el cuello en el lavabo del baño –también compartido-, salimos del edificio y caminamos entre indigentes que hablan solos, coches antiguos estacionados, parejas con brazos tatuados desde el hombro hasta los nudillos y gente de todas las nacionalidades montando sus bicicletas.
Caminamos calle abajo buscando dónde comer. Hay tiendas de ropa de segunda mano, artesanías, establecimientos de comida vegetariana, pescaderías, antigüedades, bares con jazz en vivo, paredes con grafitis y parafernalia para consumidores de mariguana. Nos decidimos a entrar en un lugar de comida tailandesa. Tomamos asiento en el patio, bajo la sombra de un árbol de cuyas ramas cuelgan estrellas de latón de muchos colores. Nos atiende de manera muy amable un hombre con un lunar rojo que le cubre la mitad del rostro. Ordenamos un par de cervezas y el especial del día: noodles con muchos vegetales y muchos condimentos.
Pagamos la cuenta y caminamos calle arriba, comentando cómo sería la vida con un lunar rojo cubriéndonos la mitad del rostro. Echamos vistazos en todas las vitrinas de las tiendas y entramos en algunas para ver qué venden. En muchas de ellas tienen fotos de Rob Ford, el alcalde de Toronto, pegadas en la pared. Le han puesto cuernos de diablo, ojos rojos o globos con diálogos que lo hacen ver tan estúpido como parece ser cada vez que sale en televisión. Casi nadie quiere al alcalde. Al menos en este barrio. Es un hombre que tiene fama de conservador, alcohólico, cocainómano, ignorante y xenófobo. Quiso cerrar bibliotecas públicas, recortar el presupuesto destinado a guarderías y se dice que odia al peatón, al ciclista y al transporte público. Alguna vez propuso quitar banquetas para tener más carriles para coches, pues quería traer como inversión agencias de automóviles. Hay una ilustración pegada en el fondo del local. El alcalde está representado como Godzilla: pisa transeúntes y ciclistas, carga una ristra de vagones del metro en una mano y entre los dientes trae un tranvía. Se acerca la chica que atiende la caja y me dice: “No lo permitiremos, pero tememos que algún día el dibujo se convierta en realidad. Quieren robarnos nuestros espacios para –según ellos- modernizarnos, que no es otra cosa que crearnos la necesidad de tener un coche, algo que nunca hemos necesitado”. Asiento y hago una mueca en señal de solidaridad. Le compro un libro que se llama “I shall destroy all the civilized planets” y otro de Banksy. Salimos del lugar. Los canadienses luchando por que no les quiten sus espacios y los mexicanos luchando por tenerlos. No sé qué sea más triste. El título del primer libro se me queda retumbando en la cabeza el resto de la tarde.
Ya son las ocho de la noche pero aún no oscurece. Volvemos al cuarto. Llevamos despiertos desde las tres de la madrugada del día anterior. Curiosamente yo no me siento cansado, por lo que aprovecho para leer notas y pensar en algunas ideas para las caricaturas que tengo que mandar al periódico, aunque todavía me deban dinero. Renunciar no es un lujo que pueda darme. Enciendo el ventilador de tres aspas, saco las plumas y plumones del morral que últimamente cargo, corto algunas hojas de papel y arrastro una pequeña cómoda frente a la puerta corrediza del balcón, donde corre el aire. Me siento sobre la cama -a un lado de ella, que se ha quedado dormida dándome la espalda- y las ideas comienzan a fluir tan rápido como sus sueños.
De pronto, en el balcón, aparece una pareja de mapaches. No sé por dónde treparon ni de dónde salieron. No hay áreas verdes cerca, sólo árboles que brotan entre el concreto de las banquetas y sus troncos se confunden con los postes de luz. Los mapaches no pudieron alegar ni defenderse, como otros torontonianos. Tuvieron que adaptarse a la ciudad que devoró su hábitat. Posiblemente viven en las alcantarillas, comiendo desperdicios de los contenedores de basura, escondiéndose en los huecos que hay entre edifico y edificio. Me observan. Trato de no hacer ruido y aguanto la respiración: como si mi respiración hiciera mucho ruido. Cada vez se acercan más. Saco del morral una bolsa con almendras y les aviento unas cuantas. Al principio se asustan y corren al rincón por el que aparecieron, pero después de unos minutos se confían –o les gana el hambre- y se acercan para tomar los frutos. Los devoran con rapidez y me observan de nuevo.
Les aviento más almendras, me vuelvo y la despierto diciéndole al oído que tenemos visitas. Ella se incorpora muy rápido, desconcertada. Cuando le señalo el balcón puedo ver cómo sus ojos brillan incrédulos y se humedecen por la emoción. Le alcanzo la bolsa de almendras, toma un puñado y las tira de una en una. Hace un puchero porque algunas rebotan y caen a la calle. Visualizo el cliché de dos viejos alimentando palomas en la banca de un parque. No me importaría vivir esa imagen en treinta y cinco o cuarenta años, siempre y cuando me cambien el parque por un balcón, la banca por una cama y las palomas por unos mapaches. Recuerdo el poema de Mario Benedetti titulado “Ustedes y Nosotros”. Lo busco en Youtube y lo pongo para que lo escuche. Ningún hotel cinco estrellas hubiera podido ofrecernos este espectáculo.
Pero ahora tenemos un dilema: cerrar la puerta del balcón para que no se metan los mapaches ni la brisa fresca de la noche y morir de calor con el abanico de tres aspas en la velocidad más alta, o dejar la puerta abierta para que corra el aire, refresque la habitación, se metan los mapaches, nos muerdan y muramos infectados de rabia. Creo que la segunda sería una muerte más romántica.
lunes, julio 16, 2012
lunes, julio 09, 2012
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