La Sala Chaplin, como casi todos los cines de la ciudad, empezó siendo “terraza”. Me explica don Eduardo, mi guía y Secretario de Organización del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC), que las terrazas eran "los cines de antes": espacios al aire libre -bardeados, pero sin techo- en donde se pagaba un boleto para ver proyectadas en una pared hasta tres películas. "Por eso lo del término Permanencia Voluntaria, porque podías quedarte a ver las tres películas por el mismo precio o retirarte después de la primera o segunda", aclara. Como dato curioso, don Lalo también me comenta que las personas acostumbraban llevar sus propias sillas o cobijas cuando hacía frío. "Como ahora, que llevan su propia comida escondida en las bolsas", remato, y sonríe. Las funciones en las terrazas se cancelaban sólo cuando llovía.
Según el libro Historia del Cine en Nuevo León, del licenciado Rogelio Pérez Garza, allá por los años cincuenta había en Monterrey más de 30 terrazas, las cuales fueron desapareciendo con el tiempo, hasta que a principios de los años setenta ya no quedó ninguna. Las que corrieron con suerte, como la terraza del Chaplin (antes, terraza Brasil), se convirtieron en cines o en autocinemas (que también ya desaparecieron, snif); pero a la fecha ninguna terraza existe como tal (ojo aquí, hípsters: potencial negocio nostálgico).
Don Lalo no para de platicar mientras salimos de los baños de vapor y nos encaminamos a la Sala Chaplin. Bajo la marquesina del mítico cine, el hombre saca un llavero del bolsillo y elige por inercia una de las llaves, la introduce en un cerrojo y desliza el enrejado corredizo que protege al lugar. Entramos a la taquilla y ahí me presenta al encargado (cuyo nombre olvidé, snif) y a un gordo malencarado y sin camisa que hace la limpieza del cine. Don Lalo, queriéndole dar la importancia debida al encargado de la taquilla, deja que él me explique el funcionamiento de la sala y siga con el recorrido. "Te veo a la salida", se despide y se va a las oficinas del sindicato.
La Sala Chaplin abre todos los días. Hay 6 funciones entre las 12 del mediodía y las 22 horas. Se proyectan tres películas en 35 mm y otras tres en DVD. La entrada cuesta $65 pesos, pero las mujeres entran gratis si van acompañadas de un caballero, como anuncia un pizarrón de terciopelo negro, en el que ponen también con letras de plástico blanco, los títulos: "Sexo a Domicilio", "Orgía en el Cuerpo"... El cine tiene capacidad para unas 300 personas. Lleva tiempo que no se llena.
Por un lado de la dulcería, recorremos un oscuro pasillo hasta topar con unas escalera metálicas en forma de caracol. "Cuidado con la cabeza", me dice el encargado, que supongo me vio muy frentón, snif. Y sí: los escalones me pasan a centímetros de la cabeza a pesar de que subo encorvado. Llegamos a un cuarto amplio, lleno de cajas y polvo, en donde hay una puerta muy discreta: es la sala de proyección.
La sala de proyección es un diminuto cuarto con algunos carretes de película, bancos desgastados, papeles amontonados y frases motivacionales o de La Biblia escritas en cartón y pegadas sobre una pared. Lo impresionante del lugar son los proyectores: hermosas reliquias centenarias dignas de un museo. En verdad que son un portento tecnológico, el sueño húmedo de cualquier friki del steampunk. "Estas máquinas las opera don Lalo", me dice el hombre con orgullo.
Del cine Chaplin había escuchado las mismas leyendas urbanas que del Aracely. Leyendas urbanas que acostumbran tener los sitios que permanecen en el olvido o están en vías de extinción; a minutos de convertirse en naufragios arquitectónicos, como la mayoría de las construcciones del centro de mi ciudad; pero gracias a la labor de estos hombres y este sindicato, permanece vivo un fragmento de historia de Monterrey que, por lo pronto, no se perderá en el tiempo, como tantos otros.
La verdad nunca había entrado a un cine porno. Es toda una experiencia. Sí, hay un halo de depravación e insalubridad que nada más de pensar en ello, saca ronchas. Pero es parte de la aventura. Sí, cuando uno entra piensa en gente masturbándose, en parejas cogiendo o en depravados sentados en los asientos del fondo, al acecho; y pues sí: da escalofríos. Pero he de confesar que lo más bizarro del cine Chaplin es el gordo malencarado que trapea la sala en calzones largos. Fuera de él, todo es "normal". Vayan y compruébenlo ustedes mismos. La Sala Chaplin está en Héroes del 47, casi esquina con Carlos Salazar; y ya de pasada se van a los baños de vapor del STIC.
Salgo del cine, voy a las oficinas del sindicato y le agradezco a don Lalo y a don Rogelio su tiempo y sus atenciones, prometiéndoles escribir esta humilde crónica.
Según el libro Historia del Cine en Nuevo León, del licenciado Rogelio Pérez Garza, allá por los años cincuenta había en Monterrey más de 30 terrazas, las cuales fueron desapareciendo con el tiempo, hasta que a principios de los años setenta ya no quedó ninguna. Las que corrieron con suerte, como la terraza del Chaplin (antes, terraza Brasil), se convirtieron en cines o en autocinemas (que también ya desaparecieron, snif); pero a la fecha ninguna terraza existe como tal (ojo aquí, hípsters: potencial negocio nostálgico).
Don Lalo no para de platicar mientras salimos de los baños de vapor y nos encaminamos a la Sala Chaplin. Bajo la marquesina del mítico cine, el hombre saca un llavero del bolsillo y elige por inercia una de las llaves, la introduce en un cerrojo y desliza el enrejado corredizo que protege al lugar. Entramos a la taquilla y ahí me presenta al encargado (cuyo nombre olvidé, snif) y a un gordo malencarado y sin camisa que hace la limpieza del cine. Don Lalo, queriéndole dar la importancia debida al encargado de la taquilla, deja que él me explique el funcionamiento de la sala y siga con el recorrido. "Te veo a la salida", se despide y se va a las oficinas del sindicato.
La Sala Chaplin abre todos los días. Hay 6 funciones entre las 12 del mediodía y las 22 horas. Se proyectan tres películas en 35 mm y otras tres en DVD. La entrada cuesta $65 pesos, pero las mujeres entran gratis si van acompañadas de un caballero, como anuncia un pizarrón de terciopelo negro, en el que ponen también con letras de plástico blanco, los títulos: "Sexo a Domicilio", "Orgía en el Cuerpo"... El cine tiene capacidad para unas 300 personas. Lleva tiempo que no se llena.
Por un lado de la dulcería, recorremos un oscuro pasillo hasta topar con unas escalera metálicas en forma de caracol. "Cuidado con la cabeza", me dice el encargado, que supongo me vio muy frentón, snif. Y sí: los escalones me pasan a centímetros de la cabeza a pesar de que subo encorvado. Llegamos a un cuarto amplio, lleno de cajas y polvo, en donde hay una puerta muy discreta: es la sala de proyección.
La sala de proyección es un diminuto cuarto con algunos carretes de película, bancos desgastados, papeles amontonados y frases motivacionales o de La Biblia escritas en cartón y pegadas sobre una pared. Lo impresionante del lugar son los proyectores: hermosas reliquias centenarias dignas de un museo. En verdad que son un portento tecnológico, el sueño húmedo de cualquier friki del steampunk. "Estas máquinas las opera don Lalo", me dice el hombre con orgullo.
Proyector. Chequen los ductos para sacar el aire caliente. |
La verdad nunca había entrado a un cine porno. Es toda una experiencia. Sí, hay un halo de depravación e insalubridad que nada más de pensar en ello, saca ronchas. Pero es parte de la aventura. Sí, cuando uno entra piensa en gente masturbándose, en parejas cogiendo o en depravados sentados en los asientos del fondo, al acecho; y pues sí: da escalofríos. Pero he de confesar que lo más bizarro del cine Chaplin es el gordo malencarado que trapea la sala en calzones largos. Fuera de él, todo es "normal". Vayan y compruébenlo ustedes mismos. La Sala Chaplin está en Héroes del 47, casi esquina con Carlos Salazar; y ya de pasada se van a los baños de vapor del STIC.
Salgo del cine, voy a las oficinas del sindicato y le agradezco a don Lalo y a don Rogelio su tiempo y sus atenciones, prometiéndoles escribir esta humilde crónica.
Insisto: lo más escalofriante del Chaplin es este gordo sin camisa que limpia los pasillos. |