Hay un empleado nuevo en el negocio de jugos al que
acostumbro ir. No debe llevar ni dos
meses trabajando ahí.
Desde que lo vi se me hizo muy conocido, pero me daba pena
preguntarle si era quien sospechaba que era, pues cada que me le quedaba viendo
para hacer memoria, el hombre me evadía la mirada o se ponía a platicar con
algún otro cliente, como no queriendo ser reconocido.
Hoy que me vio llegar empezó a picar papaya. Ya sabe que
siempre pido lo mismo: agua de papaya con un poco de miel. Me dio los buenos
días y me sonrió mientras metía los cuadritos de fruta en la licuadora. Le
devolví el saludo y me senté en un banco de la barra de acero inoxidable. Me percaté
de que el local estaba vacío, por lo que decidí salir de una vez por todas de
mí duda sobre su identidad.
Apenas abrí la boca para preguntarle si era quien yo creía
que era y el hombre encendió el motor de la licuadora.
Cuando las cuchillas del aparto se detuvieron, sirvió el
jugo en un vaso de unicel de a litro. Me lo entregó y me dijo que bebiera un poco, para
verter el resto que había quedado en el recipiente. Obedecí y se lo entregué de
nuevo limpiándome con la lengua el bigote espumoso que me había quedado en el
labio superior. El hombre sirvió un pequeño chorro de jugo, puso una tapa con
un popote rojo en la boca del vaso y me lo entregó sin mirarme a los ojos.
Sorbí un poco y, antes de que se diera la media vuelta, le dije:
–Disculpe, pero: ¿de pura casualidad no es usted –o era– el
vocalista de un grupo que se llama –o se llamaba– Los Vallenatos de la Cumbia?
El hombre sonrió tanto que hasta se le cerraron los ojos, y
asintió varias veces.
–Síiii… síiii… soy yo mero... Bueno: era –respondió, y después puso cara de
sospecha–. Pero, tú no tienes pinta de que te guste ese tipo de música. Te ves
fresilla. Y joven.
Reí.
–No, cómo cree. No soy fresa ni estoy taaan joven. Nada más pretendo saber un
poquito de todo; aparte de que tengo muy buena memoria.
Y es cierto: ni soy fresa, ni soy un quinceañero, ni me gusta esa música. Pura buena memoria.
A los 18 años tuve mi primer trabajo. Fue en Radio Nuevo
León, la estación radiofónica del gobierno del estado. Los estudiantes de
Ciencias de la Comunicación acostumbraban hacer prácticas o su servicio social en esa institución.
Yo acababa de llegar a Monterrey de un viaje de estudios en un pequeño poblado
de Kansas, y, como mi papá no quería que estuviera de huevón en la casa mientras
entraba a la universidad, me metí a trabajar ahí aquel verano.
Mi trabajo consistía en asistir –y aprender- en la
producción de un par de programas en amplitud modulada. Uno de ellos era sobre ciencia: lo transmitían los domingos a las 7 de la mañana, por lo que no era un programa muy popular. El otro era el programa de más rating de la estación: un programa de música vallenata. La
conductora era toda una celebridad en el todavía marginado ambiente de ese género
musical; antes de que Celso Piña, Toy Selecta, 3BALLMTY y demás mamarrachos
“afresaran” esos ritmos.
Bueno, pues resulta que los mentados Vallenatos de la
Cumbia eran unas estrellas en aquella época. Me acuerdo que siempre iban a la
cabina de radio a promocionar sus sencillos, sus discos y los eventos
musicales en donde eran la carta fuerte. Neta que ni Celso Piña era tan famoso
como lo era el señor de los jugos. Me acuerdo de una canción en especial que hacía que las cholitas se mearan de la emoción en pleno baile. Aquí el video (el señor que atiende el negocio de jugos es el vocalista del grupo: el que trae el saco de color azul culero):
Me acordé del olor a encerrado de las cabinas de radio y de los
botones desgastados de las consolas de audio; de las cintas magnéticas que
había que poner en queue; de las historias de miedo que me contaba el
operador que se quedaba en las madrugadas a programar música clásica; de las
anécdotas sexuales de un locutor al que le decían El Vaquero Enfermo... Me acordé del Willy,
el güey que me ayudaba a mecanografiar los guiones de los programa culturales, con quien me regresaba en camión a mi casa. Lo tomábamos a una cuadra de la
estación de radio y nos bajábamos cerca de La Alameda para tomar el ruta 23. A
veces nos metíamos en un bar que se llamaba El Conquistador a tomarnos un par de cervezas. Recuerdo la adrenalina que me provocaban las primeras cervezas legales
en un bar del centro de la ciudad en donde el sonido de fondo era el de las
fichas de dominó chocando unas contra otras, y el olor a orines y lavanda era penetrante.
–¿Y ya no le siguió en el grupo, don?
–No, ya no –dijo esto último sin nostalgia–. Las disqueras son bien rateras. Nuestro mánager resultó ser igual. Mucha droga y
mucho alcohol para alguien como uno, que se crió en la calle; sin educación, sin guía... Me
harté de eso. Iba a acabar mal. Con mucho dinero, pero mal. Preferí terminar así, como estoy; aunque muchos piensen que esto fue terminar mal.
Le di las gracias con un apretón de manos, subí al coche y me fui. Encendí el radio
y recorrí estaciones que tenía años de no sintonizar, esperando escuchar algún
viejo éxito de Los Vallenatos de la Cumbia; cualquiera de sus canciones, nada más para alargar el viaje que acababa de aventarme a mi pasado y no olvidar el destello de humildad y sabiduría que acababa de recibir.