miércoles, abril 30, 2008
Cosas sin importancia que suceden en mi vida.
Dicen por ahí que un par de tetas jalan más que mil carretas.
Me encargaron hacer 30 ilustraciones en blanco y negro referentes a las vulgarmente llamadas “teclas” y cursimente llamadas "bubis", para un libro quesque de medicina (ha de ser del Doctor Simi).
No disfruto mucho el jale cuando los dibujos tienen que ser “serios” o “muy realistas”, pues batallo un poco, me lleva más tiempo del normal y me tengo que meter a ver libros de anatomía y del cuerpo humano y hacer varias veces el dibujo hasta quedar satisfecho. Casi siempre -como tengo años haciendo caricatura política, tira cómica e ilustración- los dibujos “serios” que hago no dejen de tener cierto aire caricaturesco por más que me empeñe en no hacerlos así, snif.
Obviamente, preferiría que fueran dibujos humorísticos los que me encargaran; de viejas con chichis desproporcionadas, con pezones de pivote y nalgonzotas; o dibujar una chichi con dientes comiéndose a otra representando el cáncer de mama y cosas así. Pero ni modo: trabajo es trabajo y ahorita anda escaso.
Recuerdo la vez que una maestra me cachó haciéndole un dibujo porno a un amigo. El muy cabrón me pidió que le dibujara a una chava encuerada y “de a perrito”; con pelos púbicos y todo el rollo. El güey este lo iba a pegar en el cuarto donde dormía la sirvienta que ayudaba en su casa, según él “para calentarla y cogérsela” (pfff, si la vida fuera así de fácil). La regañada que me dio la maestra cuando me cachó el dibujo aún no la olvido.
Pero maestra de la secundaria, si es que está leyendo este blog: ¿a poco algún día se imaginó que me iban a pagar por dibujar viejas encueradas?
Ah, verdá. Le gané al sistema.
Tarde pero seguro. El número 7 de ¡#$%&! Cómics ya está en la matriz de Cómic Castle del D.F, Guadalajara y Monterrey. La portada es del buen colega Kabeza.
Aquí en Monterrey las consigen en los lugares de costumbre.
Si les dicen que está agotada (porque es la revista sensación del momento, jojo), mándenme un mail y con gusto nos vemos en algún lado para entregarles los ejemplares que quieran o que les falten (menos el 1 y el 2, snif).
Las suscripciones se han terminado porque los números 1 y 2 están completamente agotados (es que corrieron un maratón y terminaron bien jodidos).
Muchas gracias a todos los suscriptores por el interés mostrados en nuestro trabajo. Esperen nuevo aviso a quien le interese tener su colección completa de revistas.
Hay una nueva sucursal donde se puede conseguir. Es la tienda para escatos (chavos patineteros) Relax, que está sobre Venustiano Carranza, enfrente de la secundaria 10. Y pos en en la librería Gandhi y en la Biblioteca Alfonsina saben que no hay falla; ahí siempre están los ¡#$%&! Cómics.
De diciembre a la fecha he leído como 9 libros (dos los releí porque en su momento me gustaron mucho: Bajo la Rueda, de Hesse, y El Cazador de Tatuajes, de Juvenal Acosta). Y no es presunción, al contrario: esto no habla muy bien de mí, pues denota que tengo muuucho tiempo libre para huevonear, jejeje.
Dense una vuelta por Kala. Hoy publicaron uno de mis textos mafufos que creo que aquí nunca publiqué. Aparezco muy formalmente con el apodo de Gustavo.
Saludos.
viernes, abril 25, 2008
Buen fin de semana
El Capitán Cooltura y el Agente Moleskine se mudan a la página de Kala Editorial -que es ésta-, a la sección "Cómics". Las tiras saldrán los lunes y jueves a partir de la número 1. También aparecerán algunos de mis escritos, para que le echen un ojo a este proyecto que está muy chido. Buen fin de semana.
P.D. Este es mi post número 666... ¡aaay, nanita!
P.D. Este es mi post número 666... ¡aaay, nanita!
jueves, abril 24, 2008
Luisa y la alberca. Última parte.
Me quedé petrificado, con un dolor horrible en la tráquea, mirando cómo sus brillantes labios no paraban de decir cosas dolorosísimas para un corazón de nueve años. A mi abuela le sorprendió que no terminara mis lentejas más que los planes de su sobrina. Ella no sabía de eso; ella había estudiado hasta la escuela primaria y a los 15 años tuvo su primer embarazo, al cual le siguieron diez más. Mi abuela no sabía de universidades ni de maestrías ni de viajes o escuelas fuera del país. Yo tampoco sabía nada de eso, pero comenzaban mis lecciones en materia de amor: Luisa acababa de enseñarme que cuando uno no puede seguir comiendo su comida preferida, es porque el corazón se ha hecho picadillo.
Me paré de la mesa cargando el plato con ambas manos y lo deposité en la tarja. Di un beso de buenas noches en la mejilla pegajosa de la abuela y el aroma a cosméticos baratos agredió mi olfato. Besé a Luisa con la otra mejilla. ¡Hey, no te he enseñado cómo hacer el truco con las barajas! –me dijo. Mañana… -respondí, y salí de la cocina antes de que mis ojos se derramaran en llanto.
Esa noche, la tristeza no me dejó dormir, sin embargo, el cansancio y la sensación de tener un peñasco sobre el pecho terminaron por vencerme. Dentro de lo poco que dormí, soñé que Luisa y yo nos besábamos en las profundidades púrpuras del océano.
Después de esa declaración en la cocina sobre su posible viaje al extranjero, no sé cuánto tiempo más estuvo Luisa en la ciudad. Semanas, meses… no me acuerdo. Lo que sí sé es que todo pasó muy rápido, como cuando subes a la resbaladilla del parque y en un instante ya estás sentado en la tierra con las nalgas adoloridas, y, del trayecto de bajada, sólo te queda el ansia de querer que dure una eternidad. No recuerdo cuántas otras veces engañamos a los del Squash Club con la membresía falsa para poder zambullirnos en la alberca; ni cuantos chapuzones, saltos, clavados y maromas me aventé para impresionarla. De seguro fueron muchas otras más las veces que miré sus nalgas cubiertas por el bañador rosa bajo el espejo líquido de aquel estanque de concreto y mosaicos vidriados… pero no me parecieron suficientes. Saber que Luisa se iría a un lugar extraño y lejano, me apedreaba el alma hasta desangrarla.
Me aterraba pensar que no había en el mundo un sólo adulto interesante, que no me tratara como un niño y que platicara conmigo como ella lo hacía; me angustiaba estar tan seguro de que no habría mujer más hermosa y divertida que ella. Pero, sobre todo, considerar que posiblemente nunca más la volvería a ver, aceleraba los días en el calendario y los convertía en la apresurada mecha encendida de una cuenta regresiva que al llegar a cero convertiría mi amor total y puro en carne de cañón.
El día que vinieron los padres de Luisa a la ciudad, mi madre me compró una camiseta color azul. La planchó con cuidado hasta dejarla sin arrugas y me la puse aún estando calientita. Me la abotoné hasta arriba frente al espejo del baño y bajo la mirada compasiva de mi madre, como todos los viernes.
Llegué a casa de la abuela con el pelo lleno de gelatina y el apartado perfecto por un lado. Ese día me puse un poco de loción en el cuello, de esa que guardaba mi padre en un cajón y que usaba sólo en ocasiones especiales. ¡Guaaau!, ¿quién ese este galanazo? -dijo Luisa, y me besó en la mejilla que siempre se me sonrojaba. Nunca la había visto tan hermosa y tan inalcanzable. Besó a mi madre y mi madre le agradecía una y otra vez todas esas veces que se hizo cargo de mí. Luisa metió la mano en su bolso y me regaló un paquete de naipes nuevos. Para que practiques los trucos que te enseñé –dijo. Me quedé mudo. ¿Cómo se dice? -imperó mi madre. Gracias –dije, y Luisa sonrió de la manera más dulce mientras despeinaba mi cabello. Los pajarillos y mariposas que sentía en el estómago por Luisa se habían convertido en murciélagos y dragones que me quemaban las entrañas.
Había muchos familiares rodeándola y deseándole feliz viaje, pero estoy seguro que a nadie le dolía tanto como a mí. Por primera vez desabroché el botón de a mero arriba de mi camisa porque hacía insoportable el nudo que cargaba en el cogote desde la noche aquella en que no pude acabar mi plato de lentejas. Luisa quebró en llanto cuando se despidió de la abuela y permaneció abrazada a ella más tiempo que con cualquier otro pariente.
Mi madre fue la única que advirtió el brusco sonido que emitió el lado izquierdo de mi pecho al despedazárseme el corazón; por eso cruzó su brazo por detrás de mi hombro y acarició mi cuello y mi oreja con sus uñas largas y recién limadas. Yo también la abracé. La soga invisible que rodeaba mi garganta se apretó violentamente cuando Luisa nos abrazo otra vez, más fuerte que la primera, y, cuando se separó, emitió un “adiós” casi imperceptible.
Entre el padre de Luisa y uno de mis tíos terminaron de meter las maletas en la cajuela. Se despidieron y agradecieron por última vez antes de subir al coche. Luisa bajó el vidrio de la puerta trasera y sacó la mitad de su cuerpo: mandaba besos y ondeaba las manos con lágrimas que el viento desparramaba en su rostro. La última mirada que posó en mí fue eterna, como el trayecto de la primera gota que escapó de mi ojo. El coche desapareció al doblar la esquina y sentí como si sus cuatro llantas me pasaran por encima y las vísceras se me hubieran salido por el fondillo.
Mis padres seguían trabajando hasta tarde los sábados. Yo seguí quedándome en casa de la abuela los fines de semana, pero ya no me pulía con el aspecto de mi peinado ni abrochaba el botón de a mero arriba de mi camisa. Dejé de llevar el visor a la alberca del club porque ya no había nada agradable que ver bajo el agua. El personal de limpieza seguía vertiendo cloro de más y no era agradable nadar con los ojos cerrados y chocar accidentalmente contra las nalgas de mi abuela o de algún desconocido. “¡Ten cuidado, niño, ve por dónde nadas!” Ya no me tiraba clavados, pues ya no había a quién impresionar. Dejamos de ir a la piscina cuando las autoridades del centro recreativo se enteraron que nuestra membresía era falsificada.
Y de Luisa no he vuelto a saber.
FIN
Me paré de la mesa cargando el plato con ambas manos y lo deposité en la tarja. Di un beso de buenas noches en la mejilla pegajosa de la abuela y el aroma a cosméticos baratos agredió mi olfato. Besé a Luisa con la otra mejilla. ¡Hey, no te he enseñado cómo hacer el truco con las barajas! –me dijo. Mañana… -respondí, y salí de la cocina antes de que mis ojos se derramaran en llanto.
Esa noche, la tristeza no me dejó dormir, sin embargo, el cansancio y la sensación de tener un peñasco sobre el pecho terminaron por vencerme. Dentro de lo poco que dormí, soñé que Luisa y yo nos besábamos en las profundidades púrpuras del océano.
Después de esa declaración en la cocina sobre su posible viaje al extranjero, no sé cuánto tiempo más estuvo Luisa en la ciudad. Semanas, meses… no me acuerdo. Lo que sí sé es que todo pasó muy rápido, como cuando subes a la resbaladilla del parque y en un instante ya estás sentado en la tierra con las nalgas adoloridas, y, del trayecto de bajada, sólo te queda el ansia de querer que dure una eternidad. No recuerdo cuántas otras veces engañamos a los del Squash Club con la membresía falsa para poder zambullirnos en la alberca; ni cuantos chapuzones, saltos, clavados y maromas me aventé para impresionarla. De seguro fueron muchas otras más las veces que miré sus nalgas cubiertas por el bañador rosa bajo el espejo líquido de aquel estanque de concreto y mosaicos vidriados… pero no me parecieron suficientes. Saber que Luisa se iría a un lugar extraño y lejano, me apedreaba el alma hasta desangrarla.
Me aterraba pensar que no había en el mundo un sólo adulto interesante, que no me tratara como un niño y que platicara conmigo como ella lo hacía; me angustiaba estar tan seguro de que no habría mujer más hermosa y divertida que ella. Pero, sobre todo, considerar que posiblemente nunca más la volvería a ver, aceleraba los días en el calendario y los convertía en la apresurada mecha encendida de una cuenta regresiva que al llegar a cero convertiría mi amor total y puro en carne de cañón.
El día que vinieron los padres de Luisa a la ciudad, mi madre me compró una camiseta color azul. La planchó con cuidado hasta dejarla sin arrugas y me la puse aún estando calientita. Me la abotoné hasta arriba frente al espejo del baño y bajo la mirada compasiva de mi madre, como todos los viernes.
Llegué a casa de la abuela con el pelo lleno de gelatina y el apartado perfecto por un lado. Ese día me puse un poco de loción en el cuello, de esa que guardaba mi padre en un cajón y que usaba sólo en ocasiones especiales. ¡Guaaau!, ¿quién ese este galanazo? -dijo Luisa, y me besó en la mejilla que siempre se me sonrojaba. Nunca la había visto tan hermosa y tan inalcanzable. Besó a mi madre y mi madre le agradecía una y otra vez todas esas veces que se hizo cargo de mí. Luisa metió la mano en su bolso y me regaló un paquete de naipes nuevos. Para que practiques los trucos que te enseñé –dijo. Me quedé mudo. ¿Cómo se dice? -imperó mi madre. Gracias –dije, y Luisa sonrió de la manera más dulce mientras despeinaba mi cabello. Los pajarillos y mariposas que sentía en el estómago por Luisa se habían convertido en murciélagos y dragones que me quemaban las entrañas.
Había muchos familiares rodeándola y deseándole feliz viaje, pero estoy seguro que a nadie le dolía tanto como a mí. Por primera vez desabroché el botón de a mero arriba de mi camisa porque hacía insoportable el nudo que cargaba en el cogote desde la noche aquella en que no pude acabar mi plato de lentejas. Luisa quebró en llanto cuando se despidió de la abuela y permaneció abrazada a ella más tiempo que con cualquier otro pariente.
Mi madre fue la única que advirtió el brusco sonido que emitió el lado izquierdo de mi pecho al despedazárseme el corazón; por eso cruzó su brazo por detrás de mi hombro y acarició mi cuello y mi oreja con sus uñas largas y recién limadas. Yo también la abracé. La soga invisible que rodeaba mi garganta se apretó violentamente cuando Luisa nos abrazo otra vez, más fuerte que la primera, y, cuando se separó, emitió un “adiós” casi imperceptible.
Entre el padre de Luisa y uno de mis tíos terminaron de meter las maletas en la cajuela. Se despidieron y agradecieron por última vez antes de subir al coche. Luisa bajó el vidrio de la puerta trasera y sacó la mitad de su cuerpo: mandaba besos y ondeaba las manos con lágrimas que el viento desparramaba en su rostro. La última mirada que posó en mí fue eterna, como el trayecto de la primera gota que escapó de mi ojo. El coche desapareció al doblar la esquina y sentí como si sus cuatro llantas me pasaran por encima y las vísceras se me hubieran salido por el fondillo.
Mis padres seguían trabajando hasta tarde los sábados. Yo seguí quedándome en casa de la abuela los fines de semana, pero ya no me pulía con el aspecto de mi peinado ni abrochaba el botón de a mero arriba de mi camisa. Dejé de llevar el visor a la alberca del club porque ya no había nada agradable que ver bajo el agua. El personal de limpieza seguía vertiendo cloro de más y no era agradable nadar con los ojos cerrados y chocar accidentalmente contra las nalgas de mi abuela o de algún desconocido. “¡Ten cuidado, niño, ve por dónde nadas!” Ya no me tiraba clavados, pues ya no había a quién impresionar. Dejamos de ir a la piscina cuando las autoridades del centro recreativo se enteraron que nuestra membresía era falsificada.
Y de Luisa no he vuelto a saber.
FIN
miércoles, abril 23, 2008
Luisa y la alberca. Tercera parte.
No fue a propósito, lo juro por mi mamacita santa. Fue un accidente, aunque he de confesar que muchas veces imaginé mis manos acariciando intencionalmente ese par de botones de rosa. El exceso de cloro en la alberca me impidió abrir los ojos bajo el agua, he ahí la razón de tan agradable encuentro. Creo que los del personal de mantenimiento cloraban de más la piscina porque sabían que los niños acostumbrábamos a orinar dentro de ella.
Le dio un ataque de risa al verme desesperado romper la transparente superficie para tomar aire. Salí con el pelo pegado al rostro sonrojado, tosiendo y pidiéndole perdón por haber metido mi carota exactamente entre sus pompas. ¿Te lastimaste? -preguntó mientras me daba unas palmadas en la espalda. No, ¡cof, cof! No me lastimé -respondí haciéndome el muy macho.
Me gustaba ir a nadar con Luisa porque no me trataba como un niño. Platicaba conmigo como si fuera uno de sus amigos de la universidad, sonreía todo el tiempo, era divertida y me enseñaba trucos con los naipes. Es más, una vez hasta me defendió de unos niños grandes que trataban de mojarme la ropa.
Desde ese incidente en que mis cachetes fueron a dar en medio de “sus cachetes”, empecé a llevar un visor al club para poder abrir los ojos sin ardor. Pasaba horas sumergido bajo el borde cristalino de aquel caldo de orines y cloro, mirando el traje de baño rosa ceñido a su esbelta cintura; todo sobre un fondo de azulejos resplandecientes y sordos movimientos en cámara lenta. Me gustaba ver a Luisa manteniéndose a flote con la cabeza afuera del agua para no mojar su cabello lacio y oscuro, batiendo sus brazos y saltando delicadamente sobre las puntas de sus pies en el fondo celeste. Pero más me gustaba ver cuando su bañador rosado se le metía por la rayita que partía sus glúteos y lo acomodaba con sus manos disimuladamente, sin darse cuenta que yo nunca me perdía ese espectáculo. Bendito visor.
Me gustaba jugar a ver quién aguantaba más tiempo la respiración bajo el agua, pero no hubo una sola vez que pudiera ganarle. Intenté imponer un récord de resistencia para poder mirar por más tiempo su cuerpo semidesnudo bajo el fino oleaje de la piscina, pero a los cuarenta y cinco segundos mis pequeños pulmones y mi rostro rojo a punto de estallar me obligaban a salir a respirar antes que ella.
Salimos de la alberca. Luisa me arropó con una enorme toalla de rayas de colores. Se recostó en el camastro como si fuera a tomar el sol y agarró la mochila. Sacó un paquete de naipes y los sándwiches. Mira, ven, siéntate aquí: te voy a enseñar un truco muy padre. Y me senté a su lado sin dejar de pensar en sus pompas redondas y aperladas, como dos bolitas de suave migajón que mordían un trozo de tela sonrosada
Durante el trayecto de regreso me la pasé suplicándole que me dijera cómo le había hecho para adivinar mi carta: un siete de tréboles. Me prometió que llegando a casa de la abuela me revelaría el secreto, pero antes me hizo jurar que no se lo diría a nadie. A Luisa podía jurarle lo que me pidiera.
Llegamos minutos antes de la hora de la cena y minutos después de que el día oscureciera por completo.
Mi abuela sudaba a mares cuando cocinaba, pero, a pesar de ello, siempre olía a crema facial y maquillaje perfumado. De eso podía percatarme cada que le daba un beso o ella me agarraba a besos. Ya saben cómo son las abuelas de besuconas. Las cremas rejuvenecedoras que se aplicaba a diario avivaban el brillo de su rostro sudoroso y evitaban que los filos ya caídos de su cara se desbordaran en goteras imparables. Fue esa noche -una de tantas donde el viento no sopla-, mientras cenábamos frente a un ventilador en la mesa cubierta por el mantel de frutas de colores que la abuela había bordado años atrás, cuando Luisa nos platicó sobre sus planes al salir de la universidad. Dijo algo de irse al extranjero a seguir estudiando. El corazón se me estrujó al escuchar eso. Pasé la cucharada de lentejas que me acababa de meter en la boca sin masticar. El secreto del truco con los naipes que prometió revelarme dejó de tener importancia. Casi me ahogo y tosí con fuerza, escupiendo un poco de comida. Luisa me palmeó la espalda con delicadeza, ladeó su cabeza y sonrió mirándome directamente a los ojos, igual como lo había hecho por la tarde en la piscina del club. Gracias -le dije raspando la voz para aclarar mi garganta. Me frotó unas cuantas veces y volvió a poner su mano sobre el mantel de frutas bordadas. Habló de que había estado investigando escuelas desde hacía algunos meses y que en el estado de Nebraska había una que le interesaba más que cualquier otra por sus planes de estudio y no sé qué más. Nebraska se escuchaba lejísimos. Para mí era otro planeta. Las tripas se me fueron hasta los pies y no pude seguir comiendo mi platillo favorito.
Continuará...
Le dio un ataque de risa al verme desesperado romper la transparente superficie para tomar aire. Salí con el pelo pegado al rostro sonrojado, tosiendo y pidiéndole perdón por haber metido mi carota exactamente entre sus pompas. ¿Te lastimaste? -preguntó mientras me daba unas palmadas en la espalda. No, ¡cof, cof! No me lastimé -respondí haciéndome el muy macho.
Me gustaba ir a nadar con Luisa porque no me trataba como un niño. Platicaba conmigo como si fuera uno de sus amigos de la universidad, sonreía todo el tiempo, era divertida y me enseñaba trucos con los naipes. Es más, una vez hasta me defendió de unos niños grandes que trataban de mojarme la ropa.
Desde ese incidente en que mis cachetes fueron a dar en medio de “sus cachetes”, empecé a llevar un visor al club para poder abrir los ojos sin ardor. Pasaba horas sumergido bajo el borde cristalino de aquel caldo de orines y cloro, mirando el traje de baño rosa ceñido a su esbelta cintura; todo sobre un fondo de azulejos resplandecientes y sordos movimientos en cámara lenta. Me gustaba ver a Luisa manteniéndose a flote con la cabeza afuera del agua para no mojar su cabello lacio y oscuro, batiendo sus brazos y saltando delicadamente sobre las puntas de sus pies en el fondo celeste. Pero más me gustaba ver cuando su bañador rosado se le metía por la rayita que partía sus glúteos y lo acomodaba con sus manos disimuladamente, sin darse cuenta que yo nunca me perdía ese espectáculo. Bendito visor.
Me gustaba jugar a ver quién aguantaba más tiempo la respiración bajo el agua, pero no hubo una sola vez que pudiera ganarle. Intenté imponer un récord de resistencia para poder mirar por más tiempo su cuerpo semidesnudo bajo el fino oleaje de la piscina, pero a los cuarenta y cinco segundos mis pequeños pulmones y mi rostro rojo a punto de estallar me obligaban a salir a respirar antes que ella.
Salimos de la alberca. Luisa me arropó con una enorme toalla de rayas de colores. Se recostó en el camastro como si fuera a tomar el sol y agarró la mochila. Sacó un paquete de naipes y los sándwiches. Mira, ven, siéntate aquí: te voy a enseñar un truco muy padre. Y me senté a su lado sin dejar de pensar en sus pompas redondas y aperladas, como dos bolitas de suave migajón que mordían un trozo de tela sonrosada
Durante el trayecto de regreso me la pasé suplicándole que me dijera cómo le había hecho para adivinar mi carta: un siete de tréboles. Me prometió que llegando a casa de la abuela me revelaría el secreto, pero antes me hizo jurar que no se lo diría a nadie. A Luisa podía jurarle lo que me pidiera.
Llegamos minutos antes de la hora de la cena y minutos después de que el día oscureciera por completo.
Mi abuela sudaba a mares cuando cocinaba, pero, a pesar de ello, siempre olía a crema facial y maquillaje perfumado. De eso podía percatarme cada que le daba un beso o ella me agarraba a besos. Ya saben cómo son las abuelas de besuconas. Las cremas rejuvenecedoras que se aplicaba a diario avivaban el brillo de su rostro sudoroso y evitaban que los filos ya caídos de su cara se desbordaran en goteras imparables. Fue esa noche -una de tantas donde el viento no sopla-, mientras cenábamos frente a un ventilador en la mesa cubierta por el mantel de frutas de colores que la abuela había bordado años atrás, cuando Luisa nos platicó sobre sus planes al salir de la universidad. Dijo algo de irse al extranjero a seguir estudiando. El corazón se me estrujó al escuchar eso. Pasé la cucharada de lentejas que me acababa de meter en la boca sin masticar. El secreto del truco con los naipes que prometió revelarme dejó de tener importancia. Casi me ahogo y tosí con fuerza, escupiendo un poco de comida. Luisa me palmeó la espalda con delicadeza, ladeó su cabeza y sonrió mirándome directamente a los ojos, igual como lo había hecho por la tarde en la piscina del club. Gracias -le dije raspando la voz para aclarar mi garganta. Me frotó unas cuantas veces y volvió a poner su mano sobre el mantel de frutas bordadas. Habló de que había estado investigando escuelas desde hacía algunos meses y que en el estado de Nebraska había una que le interesaba más que cualquier otra por sus planes de estudio y no sé qué más. Nebraska se escuchaba lejísimos. Para mí era otro planeta. Las tripas se me fueron hasta los pies y no pude seguir comiendo mi platillo favorito.
Continuará...
martes, abril 22, 2008
Luisa y la alberca. Segunda parte.
Por el marco de esa misma puerta, Luisa me recibía los viernes a medio día, cuando mi madre -después de recogerme del colegio- me dejaba para poderse ir a trabajar. Uuuuy, ¿quién es ese galanazo que viene contigo, prima? -decía cada que me veía llegar. Yo me soltaba de inmediato de la mano de mi madre para que Luisa no pensara que era lo que en realidad era: un niño. Mira nada más qué guapetón vienes hoy –y me besaba en la mejilla. Su perfume floral y el tacto fresco de su piel me sonrojaban.
Todos los viernes acostumbraba peinarme de lado con mucha gelatina y abrocharme hasta el último botón de la camisa porque sabía que vería a Luisa. Mi madre me contemplaba con ternura desde la moldura de la puerta del baño cuando me descubría arreglándome para mi amor platónico frente al espejo. Qué bonita está Luisa, ¿verdad que sí, mijo? -preguntaba disimuladamente, cuestión que me ponía muy nervioso y prefería no responder haciendo como que no escuchaba, pues no quería que nadie descubriera mi enamoramiento. Me quedaba callado y aplastaba con fuerza el apartado del peinado con la mano derecha para que no fuera a quedarme algún pelo mal acomodado, sin embargo, en mi interior, revoloteaban todo tipo de aves y mariposas.
A esa hora -las 12:34 del sábado- no había casi nadie en el club. Nos sentábamos en unos camastros a la orilla de la alberca, dejábamos la mochila sobre una mesa que hacía juego con ellos y nos desvestíamos. Yo usaba un traje de baño que no me gustaba; de esos ajustados que aprietan todo y la tela se mete entre las nalgas. Tenía unos barcos de vela, unas anclas doradas y unas cuerdas con nudos estampadas por todos lados sobre un fondo verde militar. Hubiera preferido el bañador azul con las “eses” de Superman que había visto en el Gigante (ahora Soriana) una semana antes, pero mi madre decía que estaba muy caro para ser un simple traje de baño. Fue mi padre quien me compró el bañador de los barquitos en una tienda de rebajas y me lo regaló el Día del Niño, cuando se enteró que teníamos membresía falsificada para entrar al Squash Club del Valle. Al principio no me gustó, pero luego me dijo que era igualito al que usaban los nadadores que habían ganado las medallas de oro en las olimpiadas del 88. Fue así como me convenció para usarlo.
Luisa usaba un bikini en tono rosa muy intenso, pero no fosforescente, aunque todo lo fosforescente estaba de moda en aquella época.
Me paré sobre el margen adoquinado de la piscina y esperé a que Luisa volteara a verme. Quería impresionarla con un clavado: alguna maroma o una bombita que salpicara mucha agua. Ella siempre era la que se aventaba primero; yo era más cauteloso: primero tocaba el agua con la punta del pie y, si no me parecía fría, me aventaba de jalón. De pronto y sin aviso, Luisa saltó a la piscina gritando algo que no entendí. Sacó tanta agua como para bañar a un perro lanudo. Salió a la superficie echándose el cabello hacia atrás con ambas manos y me miró sonriendo. ¡Aviéntate! –me dijo. Fue la primera vez que tomé vuelo y salté sin antes tocar el agua con la punta del dedo gordo. Opté por la bombita, como ella lo había hecho. Saltó agua por todos lados. Luisa rió, se volteó para que las enormes gotas no cayeran en sus ojos… y que voy y choco directamente contra sus nalgas.
Continuará...
Todos los viernes acostumbraba peinarme de lado con mucha gelatina y abrocharme hasta el último botón de la camisa porque sabía que vería a Luisa. Mi madre me contemplaba con ternura desde la moldura de la puerta del baño cuando me descubría arreglándome para mi amor platónico frente al espejo. Qué bonita está Luisa, ¿verdad que sí, mijo? -preguntaba disimuladamente, cuestión que me ponía muy nervioso y prefería no responder haciendo como que no escuchaba, pues no quería que nadie descubriera mi enamoramiento. Me quedaba callado y aplastaba con fuerza el apartado del peinado con la mano derecha para que no fuera a quedarme algún pelo mal acomodado, sin embargo, en mi interior, revoloteaban todo tipo de aves y mariposas.
A esa hora -las 12:34 del sábado- no había casi nadie en el club. Nos sentábamos en unos camastros a la orilla de la alberca, dejábamos la mochila sobre una mesa que hacía juego con ellos y nos desvestíamos. Yo usaba un traje de baño que no me gustaba; de esos ajustados que aprietan todo y la tela se mete entre las nalgas. Tenía unos barcos de vela, unas anclas doradas y unas cuerdas con nudos estampadas por todos lados sobre un fondo verde militar. Hubiera preferido el bañador azul con las “eses” de Superman que había visto en el Gigante (ahora Soriana) una semana antes, pero mi madre decía que estaba muy caro para ser un simple traje de baño. Fue mi padre quien me compró el bañador de los barquitos en una tienda de rebajas y me lo regaló el Día del Niño, cuando se enteró que teníamos membresía falsificada para entrar al Squash Club del Valle. Al principio no me gustó, pero luego me dijo que era igualito al que usaban los nadadores que habían ganado las medallas de oro en las olimpiadas del 88. Fue así como me convenció para usarlo.
Luisa usaba un bikini en tono rosa muy intenso, pero no fosforescente, aunque todo lo fosforescente estaba de moda en aquella época.
Me paré sobre el margen adoquinado de la piscina y esperé a que Luisa volteara a verme. Quería impresionarla con un clavado: alguna maroma o una bombita que salpicara mucha agua. Ella siempre era la que se aventaba primero; yo era más cauteloso: primero tocaba el agua con la punta del pie y, si no me parecía fría, me aventaba de jalón. De pronto y sin aviso, Luisa saltó a la piscina gritando algo que no entendí. Sacó tanta agua como para bañar a un perro lanudo. Salió a la superficie echándose el cabello hacia atrás con ambas manos y me miró sonriendo. ¡Aviéntate! –me dijo. Fue la primera vez que tomé vuelo y salté sin antes tocar el agua con la punta del dedo gordo. Opté por la bombita, como ella lo había hecho. Saltó agua por todos lados. Luisa rió, se volteó para que las enormes gotas no cayeran en sus ojos… y que voy y choco directamente contra sus nalgas.
Continuará...
lunes, abril 21, 2008
Luisa y la alberca. Primera parte.
Nunca imaginé que una mujer pudiera llamarse “Luisa”. A esa edad ignoraba que el nombre de “Luís” podía transformarse en femenino agregando una letra “a” al final y, a pesar de ello, no sonar tan feo: como “Gustavo”, “Sergio” o “Ramón”, que en nombre de mujer deben sonar horribles.
Pero Luisa suena celestial, como quien portaba ese nombre.
Luisa siempre le quitaba las orillas a sus sándwiches y me las regalaba; igual que lo hacía Bety, la del cuarto grado del Colegio Montessori. Decía que no le gustaban porque estaban duras y sabían a tierra. Todas las mujeres son iguales. Eso de que “sabían a tierra” me daba mucha risa, y me las devoraba haciéndome el valiente ante las muecas de asco que ponía Luisa. También acostumbraba comerme las tapas: esos panes con un lado café y otro blanco que todos desprecian y siempre quedan al final en el envoltorio. A Luisa le parecían chistosos mis “gustos raros”, decía, y a mí me gustaba hacerla reír. Recuerdo que todos los sábados, antes del medio día, cortaba finamente los bordes de sus lonches con un cuchillo afilado, los envolvía cuidadosamente en servilletas de papel y los ponía dentro de una bolsa de plástico transparente; los míos los metía en otra, junto con las orillas mochas de los suyos. Cuando hacía eso, el corazón me brincaba como nunca lo había sentido. Ni siquiera con Bety.
Yo tenía 9 años y Luisa tendría unos 20... ó 21. Llevaba cuatro viviendo en casa de la abuela, cursaba el último semestre de la universidad y era la menor de las primas de mi madre; o sea que para mí venía siendo algo así como una tía.
Mi abuela –su tía directa- era quien nos preparaba los bocadillos antes de irnos al club deportivo a nadar, centro recreativo al que teníamos acceso gracias a una membresía que Luisa había falsificado la vez que mi tía Pinole -la ricachona de la familia- le prestó su tarjeta de socia exclusiva del lugar para que fuera a nadar con sus amigos de la facultad. Los emparedados no eran nada del otro mundo: jamón de pavo, queso panela y mayonesa casera batida en la licuadora, sin embargo, para mí eran los mejores: mejores incluso que los de mi mamá. Y, aunque Luisa llevaba casi un lustro viviendo ahí, la abuela aún olvidaba cortarle los costados oscuros a los suyos.
Hubo una temporada que dormí todos los fines de semana en casa de mi abuelita Aeropajita. Mi madre tuvo que ponerse a trabajar cuando un corto circuito acabó con la clínica veterinaria de mi padre, con todo y perros adentro. Mi padre consiguió un empleo temporal y mal pagado en el rastro municipal en lo que reconstruía su negocio y limpiaba su nombre. Mi madre entró a trabajar en la joyería de una comadre. Ambos trabajaban hasta pasadas las seis de la tarde incluso los sábados. A esa edad no me angustiaba la ruina de mi padre, sino lo que debieron haber sufrido los pobres animales al ser consumidos vivos por el fuego. Todas las noches tenía pesadillas y escuchaba aullidos histéricos de perros calcinándose. En casa de la abuela, durmiendo en el mismo cuarto que Luisa, las pesadillas y los quejidos caninos desaparecían.
Cada quien comía un sándwich antes de ir al centro recreativo, los restantes los metíamos en la mochila -entre las toallas y las chanclas- para que no se aplastaran. Nos despedíamos de la abuela y caminábamos las cuatro cuadras de distancia que nos separaban del lugar. Luisa siempre tomaba mi mano como precaución para cruzar la calle, que ni estaba tan transitada en aquella época. Cada que lo hacía, el cuerpo me burbujeaba. ¡Mucho cuidado! -gritaba la abuela Pajita desde el marco de la puerta, mientras dibujaba una cruz en el aire en señal de bendición. Ya saben cómo son las abuelas de religiosas.
Continuará...
Pero Luisa suena celestial, como quien portaba ese nombre.
Luisa siempre le quitaba las orillas a sus sándwiches y me las regalaba; igual que lo hacía Bety, la del cuarto grado del Colegio Montessori. Decía que no le gustaban porque estaban duras y sabían a tierra. Todas las mujeres son iguales. Eso de que “sabían a tierra” me daba mucha risa, y me las devoraba haciéndome el valiente ante las muecas de asco que ponía Luisa. También acostumbraba comerme las tapas: esos panes con un lado café y otro blanco que todos desprecian y siempre quedan al final en el envoltorio. A Luisa le parecían chistosos mis “gustos raros”, decía, y a mí me gustaba hacerla reír. Recuerdo que todos los sábados, antes del medio día, cortaba finamente los bordes de sus lonches con un cuchillo afilado, los envolvía cuidadosamente en servilletas de papel y los ponía dentro de una bolsa de plástico transparente; los míos los metía en otra, junto con las orillas mochas de los suyos. Cuando hacía eso, el corazón me brincaba como nunca lo había sentido. Ni siquiera con Bety.
Yo tenía 9 años y Luisa tendría unos 20... ó 21. Llevaba cuatro viviendo en casa de la abuela, cursaba el último semestre de la universidad y era la menor de las primas de mi madre; o sea que para mí venía siendo algo así como una tía.
Mi abuela –su tía directa- era quien nos preparaba los bocadillos antes de irnos al club deportivo a nadar, centro recreativo al que teníamos acceso gracias a una membresía que Luisa había falsificado la vez que mi tía Pinole -la ricachona de la familia- le prestó su tarjeta de socia exclusiva del lugar para que fuera a nadar con sus amigos de la facultad. Los emparedados no eran nada del otro mundo: jamón de pavo, queso panela y mayonesa casera batida en la licuadora, sin embargo, para mí eran los mejores: mejores incluso que los de mi mamá. Y, aunque Luisa llevaba casi un lustro viviendo ahí, la abuela aún olvidaba cortarle los costados oscuros a los suyos.
Hubo una temporada que dormí todos los fines de semana en casa de mi abuelita Aeropajita. Mi madre tuvo que ponerse a trabajar cuando un corto circuito acabó con la clínica veterinaria de mi padre, con todo y perros adentro. Mi padre consiguió un empleo temporal y mal pagado en el rastro municipal en lo que reconstruía su negocio y limpiaba su nombre. Mi madre entró a trabajar en la joyería de una comadre. Ambos trabajaban hasta pasadas las seis de la tarde incluso los sábados. A esa edad no me angustiaba la ruina de mi padre, sino lo que debieron haber sufrido los pobres animales al ser consumidos vivos por el fuego. Todas las noches tenía pesadillas y escuchaba aullidos histéricos de perros calcinándose. En casa de la abuela, durmiendo en el mismo cuarto que Luisa, las pesadillas y los quejidos caninos desaparecían.
Cada quien comía un sándwich antes de ir al centro recreativo, los restantes los metíamos en la mochila -entre las toallas y las chanclas- para que no se aplastaran. Nos despedíamos de la abuela y caminábamos las cuatro cuadras de distancia que nos separaban del lugar. Luisa siempre tomaba mi mano como precaución para cruzar la calle, que ni estaba tan transitada en aquella época. Cada que lo hacía, el cuerpo me burbujeaba. ¡Mucho cuidado! -gritaba la abuela Pajita desde el marco de la puerta, mientras dibujaba una cruz en el aire en señal de bendición. Ya saben cómo son las abuelas de religiosas.
Continuará...
sábado, abril 19, 2008
viernes, abril 18, 2008
martes, abril 15, 2008
viernes, abril 11, 2008
miércoles, abril 09, 2008
lunes, abril 07, 2008
viernes, abril 04, 2008
miércoles, abril 02, 2008
Suscribirse a:
Entradas (Atom)