Es exagerado pensar que en un futuro cercano habrá niños que no conocerán los árboles. Aunque no es nada descabellado si nos ponemos a contar la cantidad de gente que ha perdido el mínimo respeto por ellos e ignora sus funciones vitales. Hay quienes incluso han desarrollado un tipo de aversión hacia esos seres ramificados de tallo leñoso.
Me estoy mudando a un barrio que queda más cerca de donde trabajo. Según el vecino de la casa que rentaré, hace un par de años, en el patio trasero, había dos limoneros enormes. Medían como 8 metros de altura cada uno, más de lo que miden los limoneros normales. Los árboles pasaban su ramaje por encima de las bardas y compartían con las casas de los costados su sombra y sus frutos. De un día para otro, los dueños decidieron quitarlos y poner en su lugar una horrible placa de cemento.
Cuando mi nuevo vecino cuestionó a los anteriores ocupantes del inmueble la razón por la que quitaron los limoneros, estos le dijeron: “Es que es muy molesto andar barriendo las hojas” (curioso, pues los limoneros son perennifolios), “atraen muchos moscos y abejas cuando florecen” y “los limones se pudren cuando caen al suelo”. Sus tres razones me parecieron pretextos de gente ignorante y huevona, que carece del mínimo respeto por su entorno.
Lo más triste del asunto, es que me he dado cuenta que muchas personas cercanas a mí, piensan de esa forma. Últimamente, cada que visito las casas de amigos, conocidos o familiares, me fijo en sus áreas verdes. Quienes tienen el privilegio de tener un patio -por más pequeño que éste sea-, optan por poner una alfombrita de zacate, algún bambú, alguna planta de ornato, una palma o un asador; pero nunca un árbol.
“Es que los árboles hacen mucho mugrero y mi vieja no quiere andar barriendo hojas”, es la excusa más común que escucho. Un conocido, el que tiene el patio más grande, pagó casi 5 mil pesos por que le fueran a tumbar un nogal de más de 50 años de antigüedad y 20 metros de altura. Un verdadero crimen. Sus razones para cometerlo: “Soltaba muchas hojas”, “las nueces nadie se las comía” y “en las mañanas, por ahí de las seis, llegaban parvadas de loros verdes y hacían mucho ruido”. ¡Háganme el chingado favor! Prefirió una placa de cemento, una palapa, un asador y muebles de patio a un espectáculo de la naturaleza al que casi nadie tenemos acceso por vivir en una ciudad como ésta. Cada que me acuerdo, me da coraje.
La realidad es que nunca ha existido una cultura de respeto –ya no digo al medio ambiente- a los árboles. O sí la hubo, pero desapareció cuando “nos hicimos modernos y progresamos”. Son pocos los ciudadanos que optan por tener al menos un árbol en su casa y cuidarlo; desgraciadamente, existe mucha ignorancia alrededor de este tema, por eso vemos tantas banquetas levantadas, tanta tubería rota, tanto cable de luz y teléfono desprendido y tanto árbol mocho o sacrificado. Si esto es a nivel individual, imaginen ahora en niveles más altos.
Los gobiernos municipales, estatales y federales no han sabido poner un buen ejemplo respecto a este tema y parecen estar igual de ignorantes que uno. Cada que hablan de áreas verdes, se refieren a campos de golf o a rotondas y camellones con pasto y florecitas. Son ellos los primeros en mandar trasquilar los árboles cuando éstos alcanzan los cables de los postes o tapan algún edificio o anuncio espectacular con publicidad o propaganda política. Son ellos los primeros en plantar palmeras donde nunca hubo palmeras, pero pos “se ven chidas” y hasta parece que estamos en la playa, ¿no? Son ellos quienes deberían fomentar la creación de un sistema que se encargue de plantar y cuidar árboles frutales por toda la ciudad, para regalar sus frutos a quienes no tienen que comer, bajando así los costos sociales que provoca la pobreza y los niveles de basura y mala salud que generan los alimentos procesados; en vez de pensar que el fruto es un problema porque “nadie se lo come y se pudre”.
Quienes tampoco ayudan a fomentar esta cultura verde, son los constructores de viviendas, que cada vez las hacen más pequeñas, imposibilitando así las buenas intenciones de tener un arbolito. Fraccionan y les vale madre: tumban todo lo que se les ponga enfrente para construir casitas del tamaño de cajas de zapatos, en vez de construir en función a lo que dicta el entorno natural. Construyen sobre veneros, cañadas, ex haciendas, cerros, etcétera. Lo más curioso es que a sus fraccionamientos les ponen nombres como: “Los Sabinos”, “El Vergel”, “Bosque de los Encinos”, “Hacienda de Los Robles”, “Cañón de los Huizaches” y no hay ningún pinche sabino, ningún pinche encino, ningún pinche huizache y el barrio no es nada parecido a un pinche vergel (¡ya me encabroné, hijos de su pinche madre!).
Yo, por lo pronto, ya mandé hacer 4 boquetes en la placa de concreto del patio del que será mi nuevo hogar. Cada orificio tiene un metro de diámetro por uno de profundidad. Me cobraron 100 pesos por hacer cada uno. Fui a un vivero cercano y compré un ciruelo rojo, un guayabo, un aguacate y una higuera, todo bajo la filosofía de que: si quiero cambiar el mundo, debo empezar primero por cambiar los metros cuadrados que me rodean.