Una camioneta vieja y destartalada se orilla en donde termina la avenida Paseo de los Leones, al poniente de la ciudad. En realidad ahí no termina la calle, pero enormes piedras –supongo que puestas con montacargas sobre el concreto -y una caseta con alambre de púas que parece abandonada, impiden el paso a los vehículos desde hace algunos años. Hasta este paraje campestre –de los pocos que quedan en Monterrey- han llegado los fraccionadores. Todavía no echan a andar todos los proyectos de vivienda anunciados, pero no tardan. El último atisbo de civilización que hay antes de que tope la avenida y todo lo que la rodee sea de nuevo monte, es un Seven Eleven y un OXXO: uno enfrente del otro, como delimitando dos mundos que nunca han podido llevarse bien.
La carrocería de la camioneta está manchada de pintura anaranjada en los costados y en el cofre, y en otras partes se deja ver oxido y golpes resanados con pasta gris. En la caja, dos jovencitas platican y ríen cada que se arrebatan lo que parece ser un teléfono celular. Las acompaña un niño moreno y regordete que, apenas y la camioneta detuvo su marcha, se puso de pie y apuntó la mirada en dirección al cerro de las Mitras. Adentro de la pickup, en el asiento del copiloto, hay una mujer. Supongo que es la madre de los tres. Con una mano se echa el cabello detrás de la oreja y con la otra baja el vidrio para gritarle algo a quien supongo es su pareja o el padre de los tres de atrás.
El hombre se interna algunos metros en el monte. Carga un palo largo con una especie de gancho amarrado en un extremo. Esquiva rocas y arbustos con destreza, hasta que se detiene frente a una yuca de gran tamaño.
La mujer vuelve a gritar algo. Esta vez el hombre voltea, hace un ademán y sonríe, para después volver la vista a la yuca y, con ayuda de la garrocha, cortar el racimo de flores amarillentas que cuelga de la parte más alta del árbol. El hombre se introduce un par de metros más entre los matorrales rastreros, se detiene frente a otra yuca de menor tamaño -pero con más ramificaciones- y arranca con el gancho el ramillete de flores. El niño grita “¡Apá!” mientras señala con una mano a una pareja de conejos que corren despavoridos entre los arbustos cuando el manojo golpea el suelo. El hombre los mira de reojo y hace un puchero de amargor: tal vez recordó que olvidó cargar con la resortera, el arma portátil casera que hubiera hecho la diferencia para la cena.
El hombre camina hacia otra yuca, conocidas también como árboles de Josué. Son de crecimiento lento -dos centímetros por año- y pueden vivir hasta 200 años; pero esto tal vez él no lo sabe. Las niñas no paran de reír ni de manotear en la caja de la camioneta. El niño no despega la mirada del hombre, quien ahora recoge los montones de flores y los va metiendo en un costal blanco y deshilachado que tenía metido -doblado- en el resorte del pantalón. Al terminar, se pone el costal sobre el hombro y sale de entre la maleza. El niño se acerca, presto para ayudarlo. Jala el costal del hombro y lo deja caer en la caja. El hombre sonríe mientras el pequeño se acomoda el costal entre las piernas, se sienta y pone los antebrazos sobre las rodillas. La camioneta arranca envuelta en una nube de humo.
La escena fue como una imagen rupestre grabada en la cara del cerro. Una alegoría de una ciudad "moderna" donde no se ve gente arrancando comida de los árboles porque, para empezar, ni árboles hay. Un suceso poco común, que tal vez no vuelva a repetirse porque no volverán a florecer las yucas. O quizás el próximo año me vuelva a topar a este hombre con el mismo palo largo, pero en vez de tener un gancho en la punta para cortar ramilletes de flores, tendrá un rodillo para pintar las paredes de las flamantes residencias.