miércoles, noviembre 28, 2012

El Tragaldabas

De cariño lo apodamos El Compañerito, porque para todo decía: “¿Cómo le va, compañerito?”, “Mándeme las notas de la portada, compañerito”, “Páseme las caricaturas para escanearlas, compañerito”. Pero su verdadero apodo era El Pinche Tragaldabas.

Éste era un güey que trabajaba como diseñador en el periódico y no había noche que llegara sin cena: una tupperware gigante llena hasta el tope –se chorreaba la chingadera- de cortadillo a la mexicana, arroz, frijoles negros en bola y tortillas que le preparaba su mujer. 
Sí, yo sé que llegar con cena al trabajo no tiene nada de malo, pero lo que hacía este culero de El Compañerito era que no le ofrecía a nadie –ni por cortesía-, y se iba casi casi a escondidas a calentar el recipiente al microondas de la pequeña cocineta de la redacción. Después, se encerraba en una oficina abandonada con la vasija humeante y ahí cenaba solo; a oscuras, para que nadie lo viera. Al terminar, salía de la oficina disimuladamente, se metía al baño y a los treinta segundos salía secándose las manos con toallas de papel, fingiendo que se acababa de aventar un cague. 

Y okey, está bien, no hay pedo: cada quien sus ondas, pero lo que a mí más me encabronaba era que cuando pedíamos de cenar, este ojete no ponía ni un peso, argumentando que “ya había cenado en su casa”. Ah, pero que no llegara la cena porque El Pinche Tragaldabas brincaba de su lugar y preguntaba salivando que qué habíamos pedido. Y como uno no es gacho, pues le ofrecíamos de la pizza o de las hamburguesas o de lo que fuera que hubiéramos ordenado de cenar, y este gusgo no decía que no y tiraba manotazos y tarascadas, como animal hambriento. Lo más cagante era que todavía se daba el lujo de comer más que quienes sí habían puesto dinero para la cena. El pinche tragón éste agarraba una rebanada de pizza y se la comía como desesperado; luego agarraba dos trozos al mismo tiempo y decía con un tonito de voz de lo más cínico: “Ay, se me vinieron dos pedazos, compañeritos, jijijiji…”. Caminaba a su lugar, se sentaba, hacía taco una de las rebanada y se la zampaba entera; la otra, la metía en su tupperware: “Ésta es para el camino, compañeritos, jijijiji”, decía con su cínica tonadita de voz, masticando todavía la otra rebanada.
  
El Pinche Tragaldabas siempre agarraba de nuestra cena y él nunca nos ofreció de la suya. Era un tipo mezquino que se comportaba todavía más patético cuando pedíamos de cenar tacos. Después de habernos quitado un taco a cada quien, El Compañerito nos preguntaba: “¿Ya terminaron de cenar, compañeritos?”, y antes de que dijéramos que sí, el güey empezaba a recoger los limones que no estaban exprimidos y las bolsitas de cebolla con cilantro, y los metía en su mochila. Pero el espectáculo más sorprendente era cuando limpiaba las puntas abiertas de las bolsitas de salsa y les ponía cinta adhesiva, para que no chorrearan, y también podérselas llevar. “Es que la verdura está muy cara, compañeritos, jejejeje…”, decía ante nuestras miradas atónitas. Neta que ni un pordiosero que lleva una semana sin comer hace esto. Neta que un pordiosero tiene más dignidad que este cabrón. Pero bueno...

Y en las posadas, ni se diga: era como si El Compañerito nunca hubiera probado bocado en su puta vida. Después de los obligatorios discursos de buenos deseos que daban los altos mandos del periódico, el dueño era el último en tomar el micrófono para decir unas palabras e invitar amablemente a los empleados a que pasáramos a servirnos del buffet. Para cuando decía esto, el Pinche Tragaldabas ya tenía una servilleta amarrada al pescuezo y lamía como desesperado su segundo plato de comida. Muy triste show.

Tampoco se me olvida el día que murió Juan Camilo Mouriño. El Compañerito llegó a la sala de redacción, se sentó en su cubículo, encendió la computadora, se metió al Internet y buscó algo en su mochila. De pronto, gritó: “¡Ya valió verga este pedo! ¡Nooo, no, no, no, no puede ser: este pedo ya valió vergaaaaa!”. Se puso de pie y se golpeó la frente con el puño varias veces, repitiendo lo mismo: que todo había valido verga. Los presentes pensamos: “El Compañerito acaba de leer la nota del avionazo donde murió el Secretario de Gobernación y se imagina –como todos nosotros- un negro y violento panorama para el país”. Pero nel: lo que puso al Tragaldabas casi al borde del infarto fue que ¡había olvidado el tupperware con su cena en su casa! Esa noche, El Compañerito estuvo inconsolable. Pero se le pasó la depresión cuando ordenamos una pizza. Obviamente no puso ni un puto cinco y se comió más rebanadas que los demás, como era su costumbre. 

miércoles, noviembre 21, 2012

Después de caer con todas sus fuerzas durante la tarde, la lluvia mengua al esconderse el sol. Ahora sólo queda una tenue llovizna que parece flotar en el aire. Es entonces que aprovecho para pedalear de vuelta a casa.

La llanta trasera de la bicicleta salpica tanta agua que siento cómo va pintándome una franja en el lomo, como la de un zorrillo.

La lámpara del manubrio choca contra las diminutas gotas, produciendo curiosos efectos de luz en la oscuridad de las calles.

A lo lejos, en una esquina, hay un hombre de pie. Inmóvil. No pasan coches, pero el tipo -que tiene pinta de indigente- espera su luz para cruzar al otro lado.

Cuando me acerco, el hombre pone un pie en la calle, levanta el brazo izquierdo y me hace una señal de alto. Me detengo. El hombre levanta el otro brazo, apunta hacia el semáforo y la luz roja se enciende. 

-I am the light! –me grita mientras cruza la calle.

Cuando llega a la acera de enfrente, se gira, apunta al semáforo y la luz cambia del rojo al verde. Le aplaudo sonriendo y me monto de nuevo en la bicicleta. A mis espaldas lo escucho gritar:

-I am the light!

La lluvia arrecia. Pedaleo más rápido. El agua ha traspasado la tela de mi sudadera. Entro al barrio en donde vivo. Desde lejos y entre tinieblas puedo distinguir la casa en donde rento un cuarto, pues mi habitación es la única que está encendida.

Las palabras del hombre del semáforo retumban en mi cabeza.

sábado, noviembre 10, 2012

Un tlacuache vale más que quienes presumen ser "buenos católicos"

Salí temprano para andar en bicicleta. Pedaleé por el barrio donde viven mis padres hasta llegar a una ciclopista que rodea una iglesia y forma un parque. Entre los árboles pude ver a varios niños y jóvenes usando playeras con el nombre y el logotipo de la parroquia. Desde que tengo memoria se juntan en este lugar a organizar campamentos y actividades variadas: amarran troncos con sogas, apilan piedras, cantan rimas con temas religiosos y compiten en pruebas de resistencia física. 

En el tramo más alto de la pista, cerca del campanario, vi un pequeño bulto con pelos tirado. Era un tlacuache. 
Me detuve para quitarlo del camino, pues pensé que estaba muerto. Al acercarme, el animalito reaccionó. Le sangraba una de las patas traseras y tenía la cola llena de llagas; como si se la hubieran masticado. El animal trató de incorporarse con dificultad, pero se derrumbó.

Le acaricié la panza: respiraba muy despacio. Le quité algunas hormigas que caminaban alrededor de sus ojos. Lo tomé con mucho cuidado por el lomo y caminé hacia donde estaba un grupo de jóvenes. Me miraron con sospecha mientras me aproximaba. Me detuve. Les dije que había encontrado al animal herido. Esperaba que al menos los más pequeños se acercaran por curiosidad al ver al marsupial; ya no por compasión. Pero no sucedió. Les pregunté si tenían agua y uno de ellos -el que parecía el mayor de todos- se limitó a señalar hacia los baños. 

Puse al tlacuache cerca de un árbol, sobre un montón de hierbas. Caminé rumbo al sanitario con el bote de plástico que cargo siempre en la bicicleta. Me volví un par de veces, esperando ver a un montón de jóvenes rodeando al animal. Pero no sucedió. Seguían en sus actividades: amarrando palos, apilando rocas y cantándole a Jesús.

Llené el bote en el lavabo. Caminé de regreso hacia donde estaba el animal. Le volví a quitar las hormigas que le rondaban los ojos. Le levanté un poco la cabeza y le di de beber. El animalito movió la lengua con vigor.  Bebió menos de la mitad del agua del bote. De pronto, perdió sus fuerzas. Emitió un suspiro largo y el cuerpo se le ablandó, como si se desinflara. Ningún niño o joven se acercó. Me miraban de reojo, como si mi presencia les incomodara; como si invadiera su territorio. Acaricié por última vez su pelaje gris y duro, como las hebras de un cepillo dental. Me puse de pie, subí a la bici y me fui.   

Bonitos fieles los que cultiva esa iglesia, que sienten más compasión por la imagen de un hombre crucificado, que a nadie le consta que existió, y no por un animal que se les está muriendo enfrente. En vez de enseñarles a cantar rimas, apilar piedras, hacer nudos y amarrar palos, deberían de enseñarles un poquito de compasión. Pensar que algún día esos niños y jóvenes se casarán y se reproducirán, me aterra como no tienen idea.

martes, noviembre 06, 2012

Alimentando mapaches el Día del Juicio

Mariana no pudo contener el llanto cuando el médico nos entregó los resultados de lo que veníamos sospechando desde hacía tiempo: no podríamos ser padres. Me abalancé sobre ella y la envolví con los brazos mientras el doctor -en un acto de prudencia- se ponía de pie y abandonaba el despacho.

Al salir de la clínica, Mariana arrojó el sobre amarillo que contenía los estudios de laboratorio dentro de un tambo de lámina que humeaba en el estacionamiento. Subimos al coche y conduje de regreso a casa entre los destrozos que habían provocado en el centro de la ciudad las protestas de estudiantes y de algunos sindicatos. Mariana se sobresaltó y me tomó del antebrazo cuando una piedra golpeó el cofre y rebotó en el parabrisas, dejando una pequeña cuarteadura con la forma de un copo de nieve. Tomé un atajo que había recomendado el reportero de una estación de radio que monitoreaba la ciudad desde un helicóptero, así evitamos transitar por las zonas de mayor conflicto.

En la habitación -después de una larga ducha- Mariana me confesó entre sollozos que le aterraba imaginar qué sería de nosotros si alguno llegara a faltar. Para tranquilizarla le hice prometerme que empezaría una vida nueva justo al día siguiente que yo muriera. Incluso bromeé mencionándole nombres de amigos con quienes podría emparentar. “¿Y si muero yo primero?”, preguntó muy seria: mi comentario no le había causado la menor gracia. “Si tú mueres primero, yo me muero contigo”, respondí mirándola a los ojos, y la abracé hasta el amanecer, con el revólver bajo la almohada. 
Lo último que escuché esa noche fue la explosión de un transformador, las sirenas de las patrullas -o de las ambulancias- y a Mariana susurrando: “Ni siquiera habrá tiempo para comenzar de nuevo”. La besé en la frente y le dije que no pensara en eso. “Todo va a estar bien”.

Me equivoqué. El día de aquel pacto suicida llegó antes de lo esperado. No hay tiempo para comenzar otra vez. Aún no hemos decidido cuál será la forma más digna de morir. Ni siquiera nos preocupa si es dolorosa o no; lo único que queremos es morir al mismo tiempo. Supongo que pronto lo resolveremos. O alguien más lo resolverá por nosotros. 

Hemos viajado casi tres horas por carretera, bordeando la costa. El cielo está cubierto de cenizas, al igual que el mar. La cámara del revólver está vacía. Las últimas dos balas las disparé al aire para quitar del camino a un grupo de hombres que desde lejos nos hacían señas para que detuviéramos el coche. Ahora me arrepiento de haberlas gastado, pero me aterré al verlos. Posiblemente sus intenciones no eran malas, pues de haberlo sido hubieran respondido mi agresión de la misma forma. No fue el instinto de supervivencia lo que me hizo abrir fuego: fue el temor a que me mataran y le hicieran algo peor a Mariana. El miedo a no cumplir mi promesa.

La aguja del tanque del combustible señala el color rojo desde hace algunos kilómetros. El coche detiene su marcha cerca de un cementerio de mamíferos marinos y cocoteros partidos por la mitad. Salimos del coche y enfilamos a la playa. Los esqueletos de los cetáceos -aún con trozos de carne en descomposición- yacen apilados sobre la arena casi negra. Parvadas de gaviotas graznan hambrientas alrededor de los cuerpos, como si fueran buitres. Hay algunos contenedores de fierro oxidado que forman dunas a lo largo de la costa. Los gases tóxicos que emanan pintan el horizonte de muchos colores. “Es como una aurora boreal”, dice Mariana con nostalgia, “como las que siempre soñamos ver”.

Me confesó lo de las auroras boreales la primera vez que hicimos el amor. Era invierno y se había ido la luz en el sector donde rentaba un pequeño apartamento cerca del Hospital Civil. Con las sábanas hasta el cuello, mientras contemplábamos las sombras que reflejaban en el techo las veladoras, prometimos que nuestras primeras vacaciones serían al norte de Canadá, para ver auroras boreales. Esa noche fue también la primera vez que Mariana me preguntó si la amaría por siempre. “Quiero que seamos como esas parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques; aunque te parezca un cliché, así me quiero ver contigo”. Yo, queriendo ser el hombre más romántico del mundo, le dije que la amaría mucho más que eso: “Te voy a amar hasta que las olas dejen de romper”. La luz regresó al sector justo cuando terminé la frase, y volvimos a hacer el amor. Lo que nunca imaginé fue que aquella alegoría de un para siempre se convertiría en realidad. 

“Te amo, Mariana”, le digo mientras entrelazo sus dedos con los míos y la miro a los ojos, “aunque las olas hayan dejado de romper”. El halo de una sonrisa aparece en su rostro: la primera desde el día que nos enteramos que no podríamos tener hijos. 

Caminamos hasta la orilla inerte, donde reposa una pequeña embarcación de motor con unos remos de madera dentro. La empujamos con fuerza para desatascarla del lodo verde en el que comienzan a hundirse nuestros pies. El bote flota sobre las pestilentes aguas de lo que alguna vez fue el océano Pacífico. Subimos en él y logro poner el motor en marcha después de varios intentos. La pequeña embarcación avanza dibujando una estela de espuma café en la superficie; los cadáveres de peces enredados entre algas y residuos de plástico se mecen a nuestro paso. 
Quisiera escribirle una carta al hijo que nunca tuvimos. Explicarle qué pasó. Decirle que no fuimos malas personas; que no estuvo en nuestras manos. Quisiera justificar nuestra condición diciéndole que fue lo mejor para él no haber nacido; decirle que lo protegimos para que no viera en lo que acabó todo. Que no se diera cuenta de nuestro fracaso como seres humanos. 

Salgo de mi trance cuando el motor del bote comienza a soltar humo azul. Tose un par de veces hasta que se apaga y nos detenemos. Ni siquiera intento ponerlo en marcha otra vez. Tomamos los remos y seguimos avanzando sin alejarnos mucho de la orilla. Después de unos minutos veo que Mariana suelta el remo y se limpia una lágrima que comenzaba a deslizarse por su mejilla cubierta de hollín. Cuando se da cuenta que la observo, me dice que todo está bien, y saca del bolso de mano el resto de pomada para la piel. 

Aprieto el tubo del medicamento hasta vaciarlo y esparzo la crema en la palma de mi mano. Desabotono su blusa y acaricio con la mano embadurnada la parte del pecho en donde alguna vez hubo un seno hermoso. Mariana me sonríe, me besa en la mejilla y se abotona de nuevo. Ya van dos veces que sonríe. Limpió los residuos del medicamento en mi pantalón y sigo remando. De pronto, a nuestras espaldas,  se escucha un estruendo. Las ondas de choque producen un fino oleaje y una nube con forma de hongo se eleva e ilumina el cielo. Nos tiramos al piso del bote. Abrazo a mi mujer como lo hice todas las noches que pasamos juntos. La luz nos envuelve, parpadea varias veces y luego se apaga.

Estamos agotados y adoloridos. La barca ha quedado estancada de nuevo en un islote de lodo verde. No muy lejos de donde estamos vemos un edificio. Parece un hotel. Es de las únicas construcciones que se mantienen en pie. Me acomodo el revólver en el pantalón, ayudo a Mariana a pisar tierra firme y caminamos por la arena tomados de la mano. Noto que se le desprende un mechón de cabello de la nuca y un sabor ferroso comienza a inundarme la boca: un molar se me ha desprendido. Escupo por un lado, para que Mariana no vea. El diente cae sobre la arena, como si fuera la última concha del mundo.

Rompo uno de los ventanales con una maceta de barro que se parte por la mitad al hacer contacto con el vidrio. Mariana encoge los hombros y se tapa los oídos cuando los pedazos del cristal caen sobre el piso y se hacen añicos. En el interior del edificio hay polvo y papeles tirados. Casi todas las paredes tienen grietas y manchas de humedad. “¡Estamos armados!”, grito agitando el revólver en el aire. Mariana me toma del brazo con ambas manos y se pone detrás de mí. Todo es silencio. A nuestra derecha hay un corredor. Las habitaciones parecen estar cerradas. Caminamos con cautela a lo largo del pasillo. Mariana señala hacia el fondo: hay un cuarto abierto. Entro con el revólver por delante: “¡Estamos armados! ¡Salgan de donde están… no queremos hacerles daño!”. No hay nadie en el clóset, ni en la bañera, ni debajo de la cama, ni detrás de las cortinas que cubren la puerta corrediza que da a un balcón.

Sobre la cama y la alfombra hay pequeños trozos de escombro. Una grieta ha resquebrajado parte del techo. Deslizo la puerta de vidrio, salgo a la terraza y tiro el revólver lo más lejos que mis fuerzas me lo permiten. Aprovecho para escupir otro diente que se me ha caído. Veo a Mariana que se descuelga el bolso del hombro y se deja caer sobre el colchón, rendida. Ni siquiera quita los residuos de hormigón esparcidos en las sábanas. Entro al cuarto, me siento a su lado y le digo que descanse. Paso mis dedos por detrás de su oreja y otro mechón de pelo se viene con ellos.

Busco dentro del bolso las raciones de comida restantes: dos paquetes de galletas y un bote de agua purificada de un litro. Abro uno de los empaques, parto una galleta por la mitad y la meto en mi boca. La humedezco hasta hacerla papilla para no tener que masticarla. Al tragar la masa blanda me sabe a sangre y a sal. Volteo para ofrecerle un bocado a mi mujer, pero se ha quedado dormida. 

De reojo veo que algo se mueve en el balcón. ¡Es un mapache! Ha trepado por una orilla. El animal se pasea y husmea cada tramo de la terraza. No me pone atención. Parto otro pedazo de galleta y me lo acomodo en el paladar, hasta ablandarlo. El mapache se posa sobre el canalete por donde corre la puerta y olfatea el aire del interior de la habitación. Me observa estirando el cuello; mueve la nariz y los bigotes. Permanezco inmóvil para no ahuyentarlo. En eso, aparece otro mapache entre los barrotes de la barandilla.

Les tiro el resto de la galleta y me vuelvo para despertar a Mariana. Me inclino sobre ella y le susurro al oído que tenemos visitas. Se incorpora de un salto, desconcertada. Cuando le señalo el balcón, sus ojos destellan. Toma una galleta del paquete y la rompe por la mitad. Sonríe por tercera vez en el día cuando uno de los mapaches le arrebata al otro el bocadillo que acaba de aventarles.

Contemplo a Mariana y me viene a la mente la imagen de las parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques. Creo que le he cumplido su sueño. He cumplido mis promesas. Quizá no al pie de la letra, pues fue antes de tiempo; pero tal vez mejor de lo imaginado: con balcón, cama y mapaches en lugar de parque, banca y palomas.

El olor de las galletas ha atraído a más animales. Debe haber una docena de ellos lamiendo migajas en la terraza y otros tantos dentro de la habitación, rasgando nuestros pantalones, exigiendo más alimento. Abro el último paquete de galletas. Los mapaches babean, se paran en dos patas y muestras sus colmillos. Dos más entran en el cuarto. Otro trepa por la esquina del barandal. Otro asoma su cabeza entre las varas de metal. La ferocidad con que gruñen no corresponde a su tamaño ni a su apariencia. Mariana me toma del rostro y me besa con ternura. Me quita el paquete de galletas, las esparce sobre la cama y me jala hacia ella, sin desprenderse de mi boca. No creo que hubiéramos encontrado forma más romántica de morir que ésta.

sábado, noviembre 03, 2012

La cadena perpetua del regiomontano

La mayoría de los regiomontanos, sin ser delincuentes, viven encarcelados. Basta darse una vuelta por las calles de cualquier colonia para comprobar que no hay casa que no tenga barda alta con picos de acero o enrejados en cocheras, ventanas y puertas. Los “más pudientes”, aparte de todo lo anterior, instalan cámaras de seguridad, casetas de vigilancia y hasta guardias armados con gas pimienta y pistola. Con los negocios es lo mismo. Si transitan de noche por cualquier avenida comercial –Juárez, Madero, Pino Suárez- podrán darse cuenta que todos los aparadores tienen cortina metálica. Si esto no es vivir en una prisión, entonces no sé qué chingados sea. 

Camino de regreso a casa por la avenida St. Clair, al oeste de la ciudad de Toronto. Es casi la una de la madrugada. Todo está cerrado. Observo las vitrinas de los comercios a lo largo de la calle. La mayoría tiene las luces encendidas y puede verse hacia adentro. Restaurantes, jugueterías, mueblerías, tiendas de ropa y joyerías. Ningún negocio tiene enrejado o cortina metálica.

Media hora después, salgo de la estación del metro que queda a cinco cuadras del cuarto que rento. Es un barrio de jamaiquinos, trinitarios y etíopes. También hay algunos italianos y portugueses. Muchos habitantes de esta parte de la ciudad pertenecen al movimiento religioso rastafari: puede deducirse al ver las banderas con el León de Judá ondeando afuera de casas y establecimientos. Camino entre peluquerías, tiendas de aparatos electrónicos, panaderías y restaurantes de pollo y costillas de puerco en salsa dulce. Ninguno tiene enrejados o cortina metálica. He recorrido este barrio todos los días, durante nueve meses, a todas horas. He visto borrachos en la banqueta y jóvenes fumando marihuana en algún rincón oscuro, y nunca me han asaltado ni me he enterado de hechos violentos.

Es curioso que en una ciudad donde hay tantas razas, culturas y religiones -y que posiblemente padezca los mismos vicios que Monterrey-, se viva tan en paz. En Toronto todo es diferente y desconocido, y lo último que llega a sentir uno, es temor por el prójimo (por aquello que dicen que “se le teme a lo diferente y a lo desconocido”). En Monterrey es distinto. Se le teme al prójimo, se le ve diferente: sospechoso. Se le odia por ser de otro municipio (si no me creen, lean los comentarios en las notas del periódico El Norte), se le repudia si es de otro nivel socioeconómico; no importa si es alto o bajo: el pedo es odiar. Me parece curioso -y muy triste- ese repelente clasicista y discriminatorio que se huele a metros de distancia en algunos regiomontanos, siendo que todos -o la gran mayoría- tenemos el mismo tono de piel, practicamos la misma religión y tenemos la misma cultura norteña; digo: por si necesitan algún pretexto idiota y facilón para, aunque sea, dejar de odiarse un ratito.
Y la pregunta es: ¿qué pasa en las ciudades multiculturales que no pasa en "Regiolandia"; que pareciera que en vez de atrasar el reloj una hora, lo atrasó 150 años?

Es claro que la descomposición que vive Monterrey es consecuencia de las grandes desigualdades sociales, la ignorancia y el derrumbe de los valores morales y cívicos, que ha dado paso al elitismo despectivo y al racismo vil; encumbrando el consumismo y el materialismo donde pocos tienen poder adquisitivo.

Pienso que mientras no se estreche esa enorme grieta socioeconómica y se retomen valores tan básicos como ver en el otro a uno mismo, "La Sultana del Norte" seguirá siendo una prisión, y sus habitantes los presos condenados a cadena perpetua.