Ya había control remoto, mas no películas VHS. De hecho, el control de la vídeocasetera BETA era alámbrico; sólo el de la televisión era de mando a distancia.
Creo que fue después de la guerra sucia contra los Burger Boys (en todos lados decían que la carne que utilizaban para hacer sus hamburguesas era de rata). Quebraron –o los hicieron quebrar- y al poco tiempo llegaron las hamburgueserías gringas de la “eme” amarilla. Nadie cuestionó lo absurdo de fabricar hamburguesas con carne de rata. Nadie cuestiona ahora con qué hacen las hamburguesas que vinieron a reemplazar aquella empresa mexicana. Sólo un maestro de la secundaria, Mario, se llamaba; me acuerdo que dijo: “¿Imaginan la cantidad de ratas que se necesita para hacer sólo una hamburguesa? ¡Es ilógico!… No crean todo lo que la televisión dice”, y siguió dando su clase de química. Desde ese día no creo nada de lo que dice la televisión.
Rogaba a mis padre por que me llevaran al programa de Chabelo, pero me decían que se grababa en la ciudad de México. Quería una avalancha, una bicicleta y una autopista de carreras, para luego pasar a la catafixia. La ingenuidad de esa etapa no me dejaba ver que el becerro y el chivito que salían detrás de la catafixia eran en broma; que significaba que alguien acababa de perder todos sus regalos y no se había ganado nada a cambio. Pero yo quería ir al programa para ganarme el becerro o el chivito; para mí eran mejores premios que la avalancha, la bici o la pista de carritos juntos. Insistía e insistía, y se negaban y se negaban por razones obvias que son mejor no decirles a los niños y cambiar el tema. “¿Dónde crees que vamos a meter a ese animalito si te lo ganas, mijo?” –decía mi madre. “En el patio de adelante de casa de mi abuelita” –respondía yo.
Ya había refrescos sin azúcar y sopas instantáneas, pero no microondas. Al menos no en mi casa ni en casa de mis amigos. Las palomitas venían en bolsas de plástico; las más divertidas venían con el maíz teñido de colores. Se preparaban en un sartén tapado con aceite. Tronaban mejor en la cacerola que ahora en las bolsas para microwave. Me gustaba que mi madre las preparara porque sonaban como los balazos de las películas de vaqueros. Durante la ruidosa transformación de maíz a roseta, mis manos se convertían en dos revólveres y huía de los indios entre sillones, patas de mesa y puertas con tela mosquitera. Mi madre sonreía.
Siento que estoy hablando como cuando un viejo platica de algo que no me tocó vivir. Cuando los viejos hablan de juegos con palos, botes, piedras y tableros pintados en la tierra con el dedo. Cualquier persona menor de 25 años se reiría al leer que las rosetas de maíz se preparaban en sartén y que a mí me tocó vivirlo. Suena tan primitivo, tan prehistórico.
Y no es que uno esté viejo, simplemente el progreso va más rápido que nuestros mejores recuerdos.