miércoles, noviembre 29, 2017

Cuando Greenpeace me rechazó 200 palmeras

Mientras caminaba por una calle del centro de la ciudad se me acercó un voluntario de Greenpeace. Después de presentarse y mostrarme de manera muy amable su gafete con nombre y foto, me preguntó si tenía un par de minutos para escuchar lo que tenía para compartirme. Como tenía el resto de la tarde libre, accedí a su petición.

El chavo me habló de la alarmante situación que vive el Ártico, de la devastación de la selva amazónica, del cambio climático y demás catástrofes medioambientales que se padecen a nivel global. Al final de su apocalíptica exposición, me di cuenta que todo su rollo había sido encaminado para comprometerme a depositar en una cuenta bancaria un donativo mensual a dicha organización; aportación económica que se utilizaría para apoyar acciones que reviertan los daños que hemos provocado al planeta.
Mi respuesta ante su petición fue un rotundo "¡No!".

Y no me lo tomen a mal, apreciados lectores. No es que no me preocupe o me entristezca la crisis medioambiental por la que atraviesa nuestro hermoso Planeta Azul -incluso desde mi trinchera tomo algunas acciones para "ayudarlo"-, pero: ¿el Ártico?, ¿la selva amazónica?, ¿los pandas gigantes?... O sea: eres de Greenpeace, estás en Monterrey, ¿y no me hablas sobre el déficit de un millón de árboles que padece esta ciudad, ni mencionas la cantidad de ríos que se utilizan como vertederos de escombro y deshechos tóxicos, ni sacas a colación la pésima calidad de aire que respiramos y las pocas medidas que se están tomando al respecto? Es más: ni siquiera me mencionó "algo mexicano"; a la Selva Lacandona o a la vaquita marina, por ejemplo. Absurdo, ¿no les parece?

Mi "No" de respuesta como que sacó de onda al chavo, pues al haber escuchado de principio a fin sus argumentos, posiblemente imaginó que accedería a su demanda. Fue entonces que quiso jugar con mis sentimientos, aplicándome un chantaje emocional tipo: "¿Acaso no te preocupa el planeta? ¿No crees que es mucho lo que nos ha dado y nosotros podemos ayudarlo con muy poco?". No le respondí, y mejor le pregunté si tenían algún programa "más local". "Aquí en Monterrey hacen falta muchas acciones urgentes para revertir los daños que le hemos ocasionado al entorno; no me lo tomes a mal, pero: ¿por qué mandar el dinero al Ártico o a la Amazonia pudiendo usarlo aquí?", le dije. 

El chico fingió estar interesado. Me respondió que "estaba chida mi idea", pero que "de él no dependía eso"; y así como él me echó su rollo, yo proseguí con el mío. "Monterrey es un verdadero ecocidio: ¿por qué no hacer un programa para reforestar los estacionamientos de los HomeDepots, HEBs, Sorianas y demás plazas comerciales?; o: ¿por qué no organizar voluntarios para ir a limpiar el río Santa Catarina y aprovechar para hacer un registro de las especies de flora y fauna que ahí habitan?; o: ¿por qué no plantar un árbol endémico afuera de cada una de las más de 50 mil casas que se construyeron el año pasado en el estado?". A todo lo que le planteaba, el chavo me decía que sí y me repetía que mis ideas "estaban chidas" y fingía estar interesadísimo.

Y ahora fui yo quien le hizo una propuesta (porque, como les dije al principio, tenía el resto de la tarde libre): "Es más: en mi casa tengo 200 palmeras de la especie washingtonia robusta, mejor conocidas como palmera de abanico mexicana. Si lo que andas buscando es un donativo: ¡se las regalo!, ¡tómenlas, es mi donación!, para que las planten en donde consideren necesario: algún área desolada, algún parque abandonado... incluso en la selva amazónica".

Y ahí fue que empezó el cascabeleo: "No, pues es sí... es que, o sea,  sí está chido todo lo que propones, o sea... pero como te repito: a mí eso no me corresponde; yo sólo pido donativos económicos, eso apenas verlo con el encargado de aquí para que lo platique con la gente de la Ciudad de México y ver qué se puede hacer con las palmeras, pero sí está chida tu idea y bla bla bla".
Total que mi buena intención de hacer un donativo en especie se convirtió en toda una pesadilla burocrática de trámites y permisos; de hablar con superiores para que éstos hablen con más superiores de otras latitudes para que éstos a su vez hablen con otros superiores más superiores que ellos para ver si podían aceptar 200 palmeras para reforestar un área. No sé ustedes cómo la vean, pero como que siempre todo lo que tiene apariencia de necesitar una acción inmediata, se convierte en un monstruo burocrático de políticas absurdas y de "vamos a analizarlo", "vamos a ver qué se puede hacer", etc. Si no me creen, pregúntenle a los pobladores del ejido de Agua Azul, en Chiapas:
Al final el chavo terminó confesándome que Greenpeace Monterrey era sólo una agencia de telemarketing que recluta gente para recaudar donativos para causas dudosas, no una asociación que organiza gente para llevar a cabo acciones inmediatas en pro del medio ambiente. Y pues, qué triste, deveras, snif.

Por lo pronto, aquí en el patio de mi casa sigo teniendo 200 palmeras de la variedad washingtonia robusta. Las sigo cuidando y haciendo crecer. Confieso que me encantaría tener un patio más grande para poder plantarlas todas; o tener un terreno campestre para bardearlo con ellas. Aquí están y estarán creciendo hasta que haya alguien interesado en ellas. ¡Llévelas, llévelas!, ¡baratas, baratas!, ya que Greenpeace no las quiso ni regaladas, snif.

Es más, hagamos esto: regalo las palmeras si son para una causa noble, una causa medioambiental u ornamental que beneficie a mucha gente (a una colonia, una plaza, una escuela, etc.); pero las vendo baratas si son para algún proyecto personal (decorar alguna quinta, algún rancho). ¿Les parece?
Manden sus propuestas a guffo76@hotmail.com.

A continuación les muestro una parte de las palmeras y su proceso de crecimiento en un año:

martes, noviembre 14, 2017

Sobre el abuso sexual de mujeres a hombres

¿Conocen a algún hombre que haya sufrido acoso o agresión sexual por parte de alguna mujer?

Esta misma pregunta la hice en mi cuenta de Twitter hace poco más de dos semana, y la respuesta que obtuve me sorprendió mucho, pues nunca imaginé que esta modalidad de abuso sexual fuera algo tan común (o al  menos más común de lo que imaginaba).

Antes de entrar en el tema y presentarles algunos testimonios que me llegaron al correo electrónico y a Twitter, me gustaría aclarar que con este post no busco homologar esta práctica con los acosos o abusos que sufren las mujeres por parte de los hombres. Tampoco pretendo banalizar los hechos ni minimizar un acto para engrandecer el otro; mucho menos, victimizar al género masculino para que salgan con su cantaleta de: “¿Ya ven, mujeres? A nosotros también nos acosan y nos violan, y no la andamos haciendo de pedo como ustedes”. Y no: tampoco hice este post "por moda", como por ahí se refieren algunos a tanta denuncia que ha salido a la luz últimamente. Nada de eso. Y quien así lo tome, pues qué triste, la verdad...

Los ejemplos ahí están: Harvey Weinstein, Louis C.K., Bill Cosby, Roman Polanski, Woody Allen, Dustin Hoffman, Felipe Montes, etc. Las estadísticas, también: claramente es más frecuente que un hombre acose o abuse de una mujer a que suceda lo contrario, porque, pues sí: el mundo es una sociedad patriarcal, snif. Pero quería hacer este ejercicio desde hace tiempo para ver si podemos dejar de lado esa guerra de géneros que casi siempre surge cuando se toca este tema, y ver también si podemos tratar el problema desde un punto de vista neutral: desde el género humano como tal. Humanos respetándose mutuamente.

Quería hablarlo porque siento que, al no hacerlo, seguimos perpetuando la hegemonía machista; pero esto se los explico más adelante. Por lo pronto, a continuación les presento algunos de los testimonios que me mandaron. Fueron nueve correos y varias menciones en Twitter (que, por cierto, agradezco mucho la confianza que tuvieron para compartirme algo tan personal). Tres personas de las que me enviaron email me comentaron que si quería compartir sus experiencias, podía hacerlo; a los demás no quise plantearles esta opción si ellos no lo mencionaban por voluntad propia.
Aquí van (dar clic en imágenes para agrandarlas):  
Confieso que hasta hace poco no conocía hombre alguno que hubiera sufrido acoso o abuso sexual por parte de una mujer. Bueno, más bien, no veía esta conducta como tal (y, al parecer, quienes la habían padecido, tampoco lo veían así). ¿Por qué? Pues por lo que mencioné anteriormente: por la cultura del machismo. Como hombres suponemos -y a veces ni eso- que el machismo sólo perjudica a las mujeres, sin percatarnos del daño que a nosotros mismos nos ocasiona.
La educación machista nos programa para, entre otras cosas, no llorar, aguantarnos todo "porque somos hombres" y nunca decirle "No" a una mujer que "quiere algo con nosotros", porque, pues, ni que fuéramos jotos, ¿no?
Vivimos en una sociedad que nos predispone a traducir el acoso como un halago, a verlo como sinónimo de lo irresistibles que le resultamos al género femenino, a percibirlo como el culmen de nuestra hombría. Por lo tanto, creo que al minimizar o normalizar esto, al verlo como una complacencia o lisonja de ellas hacia nosotros, sentimos que del hombre hacia la mujer debe ser igual; por lo tanto, ellas deberían interpretar de esta forma "inofensiva y halagadora" nuestras miradas, piropos o avances lascivos. Tal vez si lo viéramos al revés, sin ese velo machista, podríamos sentir un poco de empatía por las mujeres que incluso llegan a sentirse atosigadas por un "Hola, guapa".

Hace algún tiempo en este blog les platiqué sobre un abuso sexual que sufrí a la edad de 3 ó 4 años por parte de una chavita que ayudaba con las labores domésticas en casa de mis papás.
Cada que mis padres salían y me dejaban encargado con ella, me quedaba llorando. Al principio pensaban que lloraba por chiflado, pero luego se les hizo raro tanto llanto. Un día, mis padres disimularon irse. Yo, como siempre, me quedé llorando desconsolado. Esperaron afuera de la casa unos minutos y luego volvieron a entrar sin hacer ruido. Fue entonces que sorprendieron a la chica haciéndome sexo oral sobre la mesa del comedor.

Hasta hace un tiempo no me refería a este episodio de mi vida como "abuso sexual" por lo mismo: machismo. ¿Cómo va a decir un hombre que una mujer abusó de él? ¿Acaso es puto? ¿Acaso no le gusta que las mujeres lo deseen, lo toquen y lo besen? ¿Qué hombre dejaría pasar una oportunidad así? ¡Al contrario! ¡Qué halago! Por lo mismo, nunca me sentí víctima de abuso sexual, y también porque ese episodio de mi vida lo tengo bloqueado: por más que lo intento, no me acuerdo, a pesar de tener muchos recuerdos de aquella época. Y quizás también porque "era una desconocida". Pero como me dijo una vez un amigo: “Aunque no te acuerdes, fuiste un niño abusado sexualmente, y eso trae consecuencias tanto en conducta como en personalidad; y parte de que no te sientas abusado, es por la programación machista que has recibido”. Y ¡booolas!, me cayó el veinte.

De hecho, hasta hace poco solía platicar esta anécdota de mi infancia a la menor provocación, casi siempre en reuniones; incluso con desconocidos. Me gustaba contarla con humor, a veces exagerándola  para desatar las carcajadas de los presentes. Relataba la anécdota como una hazaña de mi hombría, me vanagloriaba de mi supuesto aspecto irresistible desde pequeño, del tamaño de mi pene, de "haber perdido la virginidad" a los 4 años: ¡un récord! ¡nadie me ganaba! Y sí, qué triste, pues con esa actitud era parte del problema. ¿Por qué era parte del problema si el abusado había sido yo? Pues porque le abonaba a la hegemonía del machismo, porque minimizar esto es minimizar lo otro; porque con este molde de pensamiento ¿cómo podríamos ser empáticos con las mujeres y su situación de acoso y abuso?

Después de que me cayó el veinte de lo del abuso sexual -aunque confieso que sigo sin sentirme víctima por las razones que ya les platiqué- me puse a pensar cómo sería yo de no haber vivido ese episodio que, según la psicología, marcó mi personalidad. También me pongo a pensar qué hubiera pasado si el abusador hubiera sido un hombre. O qué tal si hubiera sido alguien cercano; algún familiar. ¿Lo recordaría, o también lo tendría bloqueado?, ¿ahí sí me sentiría como un niño abusado, o tampoco?, ¿culparía a ese episodio por ser como soy?, ¿provocaría las mismas risas si esta anécdota la platicara con una tía como la protagonista y no con una chica del aseo? Es más: ¿la platicaría?
¿O qué tal si esto hubiera sucedido a otra edad: yo en mi despertar sexual; o en algún trabajo, con una jefa bonita; o en la escuela, con una maestra guapa? ¿Cómo hubiera reaccionado?, ¿lo habría tomado como acoso o no?
¿O qué tal si lo ponemos en otro contexto? Alguien me comentó que en el libro Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, esto era una práctica común hace medio siglo en México: las empleadas domésticas dormían así a los niños. Tal vez esta chica aprendió eso en su casa porque veía que la mamá y las tías dormían de esa forma a sus hermanos y primos, y ella me lo aplicaba a mí para que dejara de llorar. En este contexto, ¿se consideraría abuso sexual lo que me hizo?

En fin... Sólo quería compartirles lo que me sucedió y lo que le ha sucedido a otros, esperando que dejemos de lado esa guerra de géneros y seamos más empáticos y respetuosos entre nosotros. Y que en un futuro no muy lejano, el título de este post no tenga que especificar de qué género a qué género, y simplemente diga: Sobre el abuso sexual.

Que tengan buen martes. Espero sus comentarios por aquí o en guffo76@hotmail.com 

viernes, noviembre 03, 2017

Dejando atrás las luces de la civilización

Cada que tengo reunión en mi casa, me gusta salir al patio antes de que lleguen los invitados; antes de que todo se convierta en anécdotas, risas, música, brindis y humo. 

Camino hasta el fondo del jardín, por la vereda empedrada; volteo y me imagino que estoy dejando atrás la civilización. Camino entre anacuas, toronjas, palmeras, orégano y papayas; cruzo por debajo de una bugambilia y me siento en la banca de concreto. La noche se percibe más oscura y silenciosa entre tanto follaje.

Vuelvo a mirar en dirección a la casa. Me la imagino lejísimos. Las luces ornamentales, las de la habitación y el baño me parecen los puntos luminosos de una ciudad a la distancia. Por lo que escribo, podrían imaginar que mi patio es enorme. Una jungla. A mí así me lo parece. Así lo percibo en la penumbra. Incluso algunas veces, para sentirlo inmenso y con más vida, juego a no ir más allá de la bugambilia; a no cruzar ese límite en donde ya no pega la luz y el fondo del jardín pareciera un agujero negro: no vaya a ser que entre las tinieblas se esconda una fiera acechante.

Escucho el timbre de la casa. Ha llegado el primer invitado. Suspiro y me pongo de pie. Cruzo por debajo de la bugambilia, paso a un lado de las papayas, el orégano, las palmeras, las toronjas y las anacuas, siguiendo el trayecto de la vereda empedrada. Volteo hacia atrás instintivamente, como si una voz primigenia me llamara desde la oscuridad; un susurro construido por el viento y las hojas de los árboles. Y sigo las luces, que me parecen lejanísimas.

He regresado a la civilización.