viernes, noviembre 03, 2017

Dejando atrás las luces de la civilización

Cada que tengo reunión en mi casa, me gusta salir al patio antes de que lleguen los invitados; antes de que todo se convierta en anécdotas, risas, música, brindis y humo. 

Camino hasta el fondo del jardín, por la vereda empedrada; volteo y me imagino que estoy dejando atrás la civilización. Camino entre anacuas, toronjas, palmeras, orégano y papayas; cruzo por debajo de una bugambilia y me siento en la banca de concreto. La noche se percibe más oscura y silenciosa entre tanto follaje.

Vuelvo a mirar en dirección a la casa. Me la imagino lejísimos. Las luces ornamentales, las de la habitación y el baño me parecen los puntos luminosos de una ciudad a la distancia. Por lo que escribo, podrían imaginar que mi patio es enorme. Una jungla. A mí así me lo parece. Así lo percibo en la penumbra. Incluso algunas veces, para sentirlo inmenso y con más vida, juego a no ir más allá de la bugambilia; a no cruzar ese límite en donde ya no pega la luz y el fondo del jardín pareciera un agujero negro: no vaya a ser que entre las tinieblas se esconda una fiera acechante.

Escucho el timbre de la casa. Ha llegado el primer invitado. Suspiro y me pongo de pie. Cruzo por debajo de la bugambilia, paso a un lado de las papayas, el orégano, las palmeras, las toronjas y las anacuas, siguiendo el trayecto de la vereda empedrada. Volteo hacia atrás instintivamente, como si una voz primigenia me llamara desde la oscuridad; un susurro construido por el viento y las hojas de los árboles. Y sigo las luces, que me parecen lejanísimas.

He regresado a la civilización.

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