jueves, septiembre 27, 2012

Como sabrán -pero igual y les vale madre, snif-, llevo nueve meses viviendo en Toronto: ciudad multicultural, financiera, universitaria y relativamente "nueva", en comparación con otras ciudades canadienses "importantes". En mi corta estancia me he dado cuenta de la proliferación de negocios y eventos relacionados con la cerveza artesanal, al igual que de la creciente cultura que se ha ido formando alrededor de esta industria "indie" en tan poco tiempo. Me llama mucho la atención que siendo Ontario una provincia con políticas muy estrictas para la venta de alcohol y en donde las marcas de cerveza que dominan el mercado son las de las grandes compañías -Molson, Coors, Moosehead, Heineken, Corona-, las microcervecerías se multipliquen como conejos borrachos. 

Alguna vez les comenté en este blog -pero igual y les valió madre, snif- que en la provincia de Ontario no se vende alcohol en ninguna tiendita de la esquina, changarrito, tienda de conveniencia o supermercado; todo el chupe se consigue en los establecimientos del gobierno, llamados LCBO (Liquor Control Board of Ontario), The Beer Store y creo que en otros que se llaman Winerack. Obviamente, también se puede conseguir alcohol en bares y restaurantes con LLBO (Liquor Licence Board of Ontario), pero casi al triple del precio; y vaya que aquí el precio “normal” es alto. 
Lo más tarde que uno puede comprar alcohol en un LCBO o en un Beer Store, es a las diez de la noche; dependiendo del día de la semana y la ubicación del establecimiento, pues algunos días cierran a las seis de la tarde y otros a las ocho de la noche. En los bares y restaurantes se puede beber hasta las dos de la madrugada, siempre y cuando el lugar cierre a esa hora. Como dato curioso, en nueve meses que llevo viviendo acá, no he conseguido cerveza fuera de horario en ningún lado... porqueee, obviamente no he querido infringir la ley, cof, cof... Por lo tanto, aquí sí aplica eso de que es más fácil conseguir drogas que cerveza, por si andaban buscando un paraíso psicodélico, queridos yunkies. 

Comento lo anterior porque cada que me bebo una cerveza, no puedo evitar comparar a Monterrey con Toronto (jajajaja), y preguntarme: ¿qué chingados pasa allá? Qué chingados pasa allá en todos los aspectos; pero, sobre todo, con el de la cerveza en relación a una cultura y un entorno social sano, como lo es aquí. Sé que a muchos de ustedes les valdrá verga y no es un tema trascendente con toda la problemática que se vive en México actualmente y wara wara, pero no tengo otra cosa de qué escribir y se me antojó hablar de cerveza porque me estoy bebiendo una y ahora se aguantan, ¡hic!

Les decía que cada que me bebo una cerveza me pregunto por qué carajos si en Monterrey hay una empresa que tiene más de 120 años en el mercado y produce millones de litros de cerveza a diario, no se ha podido crear una cultura cervecera, pero sí una "cultura" de embrutecimiento, enajenación y exceso. Porque no, señores puristas de la “regiomontanidad”: tomar cerveza todos los días, o mientras se asa carne, o cuando se ve un partido de fútbol -o cuando se asa carne mientras se ve un partido de fútbol- no significa que tengamos una cultura cervecera; por más que los medios locales mierderos se empeñen en vendernos esa “identidad regiomontana” y la ciudad esté forrada de publicidad ingeniosa sobre este brebaje. La cultura cervecera requiere más que beber a lo pendejo las mismas agüitas carbonatadas levemente amargas hasta ponerse idiotas. 

Es curioso que en Monterrey no haya Oktoberfest ni festividad alguna que se relacione con la cebada, como las hay en las ciudades productoras de cerveza y hasta en las que no producen tanta. Y por “festividad” no me refiero a esos eventuchos –conciertos, carreras de coches, peleas de box- patrocinados por las mismas marcas guangas de siempre, ni tampoco a esas pinchurrientas noches de 2 X 1 en tarros de la cadena de restaurantes Das Bierhaus -antro de poca monta que frecuentan los oficinistas y sus amantes antes de irse a matar cochino a un motel-, que nada de alemán tienen, salvo el nombre engañabobos. 

Pienso en Monterrey y sus leyes tan laxas en cuanto a venta de alcohol: leyes que pretenden ser duras pero que terminan quebrantando quienes "dan moche". Pienso en qué tan bueno es que haya un control total del gobierno sobre el alcohol, con horarios y lugares reducidos para su venta. Pienso también en las consecuencias de que no exista tal control, y que cada quien sea responsable de la cantidad de alcohol que se bebe y tenga la libertad de comprarlo donde sea a la hora que sea. Pienso en la apertura de antros, bares, congales y casinos; pero en la inexistente apertura del mercado local para la importación y producción masiva de nuevos y mejores productos cerveceros. Pienso en las autoridades y sus “operativos antialcohólicos”, que sólo sirven para sorprender ebrios al volante y extorsionarlos, en vez de promover el consumo responsable, el transporte público eficiente y así reducir los accidentes viales y muertes a causa de esto. Me cuestiono también qué tipo de relación tendrán las autoridades con el monopolio -o duopolio- cervecero, y me pregunto quién manda a quién; quién hace las leyes, quién da los permisos, quién pone las condiciones y prohibiciones, qué intereses se siguen y de quién.

Pienso en tantas cosas -que hasta se me revuelven en la chompa- mientras me bebo una cerveza y comparo a Monterrey con Toronto y veo un potencial en la cuidad del norte de México que nunca han querido explotar por razones que no comprendo e intereses oscuros que tal vez alucino. Y también me pregunto si alguien será el responsable de esto: ¿la ambición de las autoridades, la ambición de las dos empresas cerveceras, la ignorancia y apatía de los consumidores, o todo? Es raro saber que Monterrey, que casi casi fue fundada por Cuauhtémoc Moctezuma, no sea referencia obligada de cerveza chingona en el mundo. ¿A qué se debe? No sé: pregúntenle a los dueños del changarro.

Vamos, es increíble –y admirable- que en Guadalajara, Mexicali, San Miguel de Allende o el D.F. tengan más eventos, más variedad de productos, más apertura, más “ondita” y más todo que Monterrey, que cacarea tanto su "tradición cervecera”. Increíble que la tierra de Cuauhtémoc Moctezuma, empresa que tiene presencia nacional e internacional y es una de las más importantes en el mundo –más ahora, que fue adquirida por Heineken en su mayoría- no ha logrado ser ni la cuarta parte de lo que son Alemania, Irlanda, República Checa y, últimamente, la provincia de Ontario, que no para de producir cerveza, dar cursos, impartir talleres y organizar festividades en honor a este líquido.
Y no es exageración: ¿ciento veinte años y no ser nada? Qué poco ambiciosos salieron los de la empresota. Más bien, salieron muuuy ambiciosos, pero en el pésimo sentido de la palabra.

Aceptemos como regios que carecemos de cultura cervecera (aunque hagan anuncios tan bonitos de que "en el norte somos así y bla bla bla) tanto como de cultura vial y cultura en general. Bebemos cerveza a lo bruto, manejamos como brutos y casi todos son unos brutos, porque, si esto no fuera cierto, la ciudad sería una mejor ciudad. Pero eso ya es desviarme del tema. Insisto, tal vez es una pendejada "abogar" por una cultura de la cerveza padeciendo tantos problemas; pero en serio que he llegado a pensar -por lo que he visto y vivido- que si la tuviéramos, no dudo que también tendríamos mejor transporte público, mejor cultura vial, menos accidentes y mejores ciudadanos. Díganme loco, pero así lo creo.

Bueno, ya, dejen me tomo mi cerveza a gusto.

lunes, septiembre 24, 2012

Últimamente me ha dado por dibujar edificios con cuerpo humano (o humanos con cabeza de edificio) haciéndole alguna chingadera a hombres con cabeza de árbol (o árboles con cuerpo de hombre). Desde que empecé a ir de campamento los fines de semana, he estado pensando mucho en el choque eterno entre este par de mundos: el del llamado progreso y el de lo natural; de cómo el primero necesita del otro y cómo el otro no necesitaría del primero si no fuera por nosotros. Hago estos dibujos imaginando que tal vez, algún día, ambos mundos podrán convivir sin que uno se joda al otro.

viernes, septiembre 14, 2012

Cuando tenía poderes II

Como les platicaba el miércoles, de niño tenía la manía de retener en mi cabeza todo tipo de información irrelevante. Hasta que un día esta habilidad me sirvió para sacar 100 en un examen (¡Uy, qué de mucho!). 

Cursaba el tercer año de secundaria en el CUM de Monterrey. Era época de exámenes finales. Aquel lunes presentaríamos el último examen de la materia de Español III. La prueba constaba de cien preguntas sobre autores latinoamericanos y sus respectivas obras literarias. Yo había estudiado suficiente, pues la materia me gustaba mucho; pero de pronto me bloqueé al tener el examen enfrente. Como que no era lo mismo aprenderme pendejadas que aprenderme de memoria cosas para la escuela. Es como cuando uno hace algo por amor al arte y luego lo tiene que hacer por obligación y como que pierde su chiste. Eso me pasó. Aparte, no sé si la cantidad de preguntas me espantó o fueron los códigos que tenían las respuestas, que parecían no tener un patrón establecido. Por ejemplo: el código MAT era para Agustín Yáñez; el EAF, para El Gesticulador; el CBJ, para El Llano en Llamas, y así; y teníamos que escribirlos en el espacio en blanco que había después de cada pregunta. En un principio me pareció confuso el sistemita de la prueba, hasta que vino Rubén Darío a esclarecerme el panorama. Rubén Darío tenía el código GCT, y era la respuesta número cinco. Cuando mi cerebro se percató de eso, empezó a trabajar y a sacar la información inútil que le había metido durante ese año. Yo era el número cinco en la lista del salón y Rubén Darío era la respuesta número cinco. Rubén Darío tenía el código GCT: mis iniciales.

Para asegurarme que no fuera una coincidencia y no errar mi “presentimiento”, chequé la primera respuesta, la que tenía el código MAT; y, ¡en efecto!, las letras concordaba con las iniciales del compañero de clases que era el número uno en la lista: Mauricio Aguilar Thompson. Vi la respuesta número dos, la del código EAF: concordaba con Eduardo Arellanes Femat, el número dos en la lista. Y así sucesivamente. Las respuestas del examen tenían las iniciales de todos los alumnos del salón y estaban en el mismo orden que la lista de asistencia. Éramos como 42 alumnos. Al acabarse los códigos -en el número 43-, empezaban de nuevo, pero ahora numerados de la siguiente forma: MAT1, EAF1, CBJ1, etcétera. Me sentí como deben sentirse los detectives después de dar con la pista definitiva que les ayuda a resolver su caso más difícil.
Lo que me parece medio creepy es que me siga acordando de los nombres de mis compañeros y su número en la lista, brrrrr... Pero bueno, nada puedo hacer contra eso.

Total que al salir del salón le comenté a mi maestro el detalle del examen, y sólo se rió y me palmeó la cabeza. También se los comenté a mis compañeros, pero todos me vieron raro, como si no supieran de qué hablaba. Nadie se había dado cuenta del orden de las respuestas. Algunos dijeron que era una coincidencia y que, aparte, "¿quién chingados se anda aprendiendo los dos apellidos de alguien y el orden en la lista de asistencia?" . Pues nomás yo, snif.

Dos días después el maestro nos dio los resultados del examen. Sólo yo saqué calificación perfecta. Hubo cabrones que tronaron con 45, con 58. Hubo uno que sacó 32. Por no estudiar y por no fijarse en los pequeños detalles. De haber hecho una de estas dos cosas, hubieran pasado el examen. Incluso todos pudieron haber sacado un 100 de ser más perceptivos. Pero ni el más nerd del salón pudo: sacó un 97.

Yo me sentí muy bien por mi "logro" y a la vez medio raro. Sentía como si hubiera hecho trampa. El maestro no mencionó nada de la forma en que había realizado el examen. Yo tampoco volví a mencionar nada de eso. Al final de la clase, mi maestro me echó una mirada cómplice, me felicitó delante del grupo por haber sido "el único 100" de tercero de secundaria, y me sonrió. Yo fui el único que había podido descifrar su secreto. 

miércoles, septiembre 12, 2012

Cuando tenía poderes

De niño tenía la manía de aprenderme todo de memoria. El problema era que casi toda la información que guardaba en mi cabeza no servía para otra cosa que no fuera apantallar incautos o salir bien en algunas pruebas de la escuela. O, ¿para qué otras cosas pude servir la información inútil si no es para eso? 

Recuerdo que llegué a aprenderme las capitales, idiomas y monedas de casi todo el mundo –con excepción de algunos países del centro de África- y recitaba en orden numérico la tabla periódica de los elementos. También me sabía el día, el mes y el año en que iniciaban y concluían los horóscopos occidentales y chinos; y, aparte -agárrense porque éste es un dato medio “freaky”-, me aprendía los cumpleaños de tíos, tías, primos, primas, abuelos y abuelas que ni siquiera eran de mi familia. Sí, así estaba yo de pinche dañado.

Me gustaba tener esta habilidad, pues, como les dije antes, apantallaba a gente de todas las edades. Muchas personas eran tan tarugas que incluso llegaban a creer que yo “tenía superpoderes” o era “un niño especial”; y eso me gustaba, pues todo niño sueña con tener un superpoder. Aunque yo hubiera preferido volar, snif.

Mi superpoder consistía en, por ejemplo: si determinado día un amigo del barrio me decía que no podría salir a jugar porque iría al cumpleaños de su abuela materna, retenía esa fecha en mi cabeza y, al año siguiente, le decía a mi amigo: “Ah, hoy cumple años tu abuelita Conchita, ¿verdad? Es Capricornio y es víbora en el zodiaco chino”. O si un amigo no me invitaba a su casa a jugar porque iría al cumpleaños de alguno de sus primos, el próximo año se lo recordaba: “Ah, hoy cumple 12 años tu primo Toño, ¿no?. Es Aries y chango en el horóscopo chino”. Obviamente mis amigos se sacaba todos de onda y se me quedaban viendo bien raro y me preguntaban que cómo chingados sabía cosas que ni siquiera ellos sabían. Yo, magnánimo, les respondía: “Pues es que yo lo sé todo... tengo poderes”, y me retiraba envuelto en un halo de misterio... ¡Ahijuelachingada!, qué miedo... Neta que ahora me doy cuenta que, de haber seguido con mis ondas de memorizarlo todo, podría haber hecho una carrera exitosa en charlatanería, jejeje. Pero bueno, me decidí por otro camino, snif. 

También me acuerdo que otras veces, frente a invitados, mi padre –enciclopedia en mano- me señalaba en un mapamundi un país al azar y yo le decía qué país era, cuál era su capital, qué idioma se hablaba, qué moneda usaban y a cuánto estaba en contra del dólar. ¡Nah!, no es cierto; eso del dólar es mamada, jejeje, pero todo lo demás sí es cierto. También los invitados me decían su fecha de nacimiento y yo les decía sus signos zodiacales. Y, pues, como les decía más arriba: la gente se asombraba y a mí eso me hacía gracia y me hacía sentir bien. Las personas no se daban cuenta que si ponían tantita atención en los detalles a los que nadie pone atención, hubieran podido hacer lo mismo que yo. Pero en fin, supongo que no tenían tanto tiempo libre como yo para andarse memorizando pendejadas.

Hasta que llegó el día en que los datos más inútiles que le había metido a mi cabeza rindieron frutos.

Continuará...

jueves, septiembre 06, 2012

El adorno de mesa

A Jeannette le habían gustado tanto los arreglos de mesa que al final de la boda fue a pedirles a los novios que le regalaran uno. Luis, quien la había invitado como su acompañante, deseó con todas sus fuerzas que se lo tragara la tierra. El lunes al mediodía, Luis fue a comer a casa de Jeannette, como acostumbraba hacerlo desde que comenzaron a salir. El arreglo floral sobre el comedor le hizo recordar la vergüenza que había pasado aquel fin de semana. Sentado frente a un plato de lentejas, Luis contempló a la Jeannette que se reflejaba del otro lado del jarrón de cristal, como si fuera un mundo paralelo: un mundo en el que ella era más refinada o -quizás- un poco más parecida al modelo de mujer que su familia le había inculcado buscar. "Me la pasé muy bien en la boda",  dijo Jeannette sonriendo. "Tus amigos son buenísima onda". Luis permaneció callado y sorbió un poco de lentejas. “Mira, deja te enseño las fotos de La Víbora de la Mar: casi me caigo por culpa de los zapatotes de tacón que traía puestos”, remató tomando su teléfono y soltando una carcajada.  Luis permaneció inmóvil mientras ella buscaba las fotos en el aparato. Seguía observando a la otra Jeannette a través del florero. Tanta claridad le impedía ver la transparencia de la Jeannette que no era un reflejo.

lunes, septiembre 03, 2012

El cártel de los carteles

Se ven horrendos: como matamoscas gigantes que tapan el cielo. Algunos se caen con los aironazos y con las lluvias. Se la pasan anunciando puras pendejadas con la mínima pizca de creatividad, la mayoría de las cuales ni siquiera necesitamos. Y, para acabarla de joder, le parten el queso a los árboles que “se atreven a taparlos”. Así son los anuncios espectaculares.

Al menos en Monterrey, mi ciudad natal, esto de los anuncios espectaculares sigue siendo un negocio turbio –dicen que no-, que no está regularizado –dicen que sí- y una sentencia de muerte para la vegetación endémica que se cruza en el camino de estos gigantes de lona y acero. No creo que exista ciudad que tenga más chingaderas de éstas que Monterrey, lo que implica otro récord absurdo en la lista de todos los récords inútiles que ha acumulado mi ciudad en su historia, tales como: la ristra de chorizo más larga, el hombre más gordo, el alcalde más imbécil, la mayor cantidad de robos de autos en menos días, la mayor cantidad de casinos que no atraen turistas, etcétera.

En Monterrey ponen estas estructuras por todos lados, sin ton ni son; sin reglas claras de altura, longitud, metros cuadrados, sin evaluaciones de impacto ambiental (aunque digan que sí). Nomás las autoridades y los dueños de este negocio saben qué pedo y cuántos billetes se embolsan para que valga la pena afear la ciudad -de por sí fea- y dejarla sin árboles, que al cabo ellos con el dinero que deja pasarse las leyes -de todo tipo- por los huevos pueden irse a vivir a la luna o a una isla con hartos arbolitos.

Siendo bien honesto, no creo que este problema se vaya a acabar, pues nadie lo ve como un problema y a quienes debería importarles simplemente les vale gorro porque les gusta más el verde del dinero que el verde de los árboles.

Entonces, a lo que voy es que si ya las autoridades y los empresarios de este ramo hicieron el daño y lo van a seguir haciendo, de perdido hagan como que les preocupa –ya no les pido que les preocupe de verdad, sino que finjan hacerlo, pues eso se les da muy bien- y hagan lo siguiente para “solucionarlo”:
¿Qué tal? Incluso hasta pueden hacer negocio con quien les fabrique las jardineras de plástico y les venda las plantas; y de paso hacen que la ciudad se vea más bonita por fuera; como la estrategia que tanto les gusta: cambiar la forma pero no el contenido.

Tomen mi idea, gobiernos del mundo que han hecho negocio con la invasión de los anuncios espectaculares. Se las regalo, culeros.