lunes, octubre 30, 2017

El hombre de las burbujas

En un parque había un hombre con una máquina para hacer burbujas. Y por máquina me refiero a dos varillas de madera unidas en distintos puntos por un mismo cordón que formaba algo así como una telaraña simple. El hombre introducía las baquetas en una cubeta de plástico con agua jabonosa y, al sacarlas y extender en alto la maraña que creaba la cuerda, el viento se encargaba de hacer el resto del trabajo.

Al hombre lo vimos llegar al parque desde muy temprano. Después de haber recorrido un museo, un par de galerías y comido algo, regresamos al mismo punto del parque al caer la tarde, y el hombre seguía ahí: fabricando burbujas.

A esa hora ya había un nutrido grupo de niños a su alrededor: corrían tras las esferas deformes y temblorosas que se elevaban; se amontonaban para tocarlas, brincaban y reían cuando éstas explotaban. El hombre intentaba hacer más burbujas en menos tiempo; burbujas de distintas formas y mayor tamaño. Lo más divertido que vimos fue cuando un niño intentó meterse de un salto en una pompa enorme que iba flotando casi al ras del suelo. La burbuja exploto y el niño cayó al piso de sentón. El timing fue tan perfecto que pareció como si el niño en verdad hubiera ido adentro de la burbuja.

Cuando la cubeta se vació, comprendí que esto de hacer burbujas tiene su ciencia. El hombre llevó el balde a una toma de agua y lo llenó hasta la mitad. Después sacó de su mochila un bote de jabón líquido con dispensador y dos pequeños botes de forma cilíndrica. Apachurró el dispensador del bote de jabón líquido varias veces adentro de la cubeta y luego desenroscó los botes cilíndricos. Metió en cada uno de ellos una cuchara medidora para extraer un polvo rosado que vertió en la mezcla de agua y jabón líquido, y, con uno de los palos con el que hacía las burbujas, comenzó a menear con fuerza.

El hombre se puso de pie, metió de nuevo las varas con la cuerda en la cubeta e intentó hacer una burbuja. Ésta reventó antes de desprenderse de la malla. Entonces echó un poco más del polvo contenido en uno de los cilindros, meneó con fuerza, introdujo de nuevo las baquetas y las extendió en el aire: del tejido emergió una burbuja enorme y destellante. Por eso digo que hacer burbujas tiene su ciencia.

Pensé que se necesita mucha imaginación para armarte una empresa con lo poco que tengas a la mano; una empresa de productos efímeros que te dé suficientes monedas como para poder volver al día siguiente a hacer lo mismo, y no orillarte a conseguir otro trabajo. Pensé que se necesitan muchas agallas para dedicarse a este oficio de hacer burbujas. Agallas socialmente hablando. Me refiero a dejar de lado la vergüenza, el qué dirán y todas esos preceptos sociales que nos meten en la cabeza para aterrarnos; los prejuicios de qué actividad sí es un trabajo de verdad o digno, y cuál no. Recordé mi escrito anterior y pensé que hacer burbujas es casi casi vivir en la indigencia; en otras palabras: hay que estar loco para vivir de hacer burbujas; pero loco en el buen sentido de la palabra. Esta reflexión me llevó a un fragmento del libro Demian, de Herman Hesse:

El impulso que le hace a usted volar es nuestro patrimonio humano, que todos poseemos. Es el sentimiento de unión con las raíces de toda fuerza. Pero pronto nos asalta el miedo. ¡Es tan peligroso! Por eso la mayoría renuncia gustosamente a volar y prefiere caminar de mano de los preceptos legales o por la acera. Usted no. Usted sigue volando, como debe ser. Y entonces descubre lo maravilloso; descubre que lentamente se hace dueño de la situación, que a la gran fuerza general que le arrastra corresponde una pequeña fuerza propia, un órgano, un timón. ¡Esto es estupendo! Sin él uno se perdería sin voluntad por los aires como hacen por ejemplo los locos. Los locos tienen unas intuiciones más profundas que la gente de la acera, pero no tienen la clave ni el timón y se despeñan en el abismo.

Por eso deduje que el hombre de las burbujas del parque Balboa es uno más de los pocos locos con clave y timón que conozco. Ojalá nunca lo asalté el miedo y deje de volar. 

jueves, octubre 26, 2017

El secreto de los indigentes

Hay indigentes que me provocan cierta fascinación, especialmente ésos que van por la calle vestidos de manera estrafalaria o hablando solos; ésos que pasan a tu lado sin inmutarse o te dirigen una mirada como si fueran ellos los que se compadecieran de ti.

Imagino a estos indigentes teniendo "vidas normales", siendo "personas de bien": de ésas con trabajos de oficina estables y familia feliz, y que de repente, de un día para otro tuvieron una revelación existencial y decidieron dejarlo todo y hacerse los locos para sobrellevar la vida.

Cuando pienso en esto, me acuerdo muy bien de una una señora que empujaba un carrito de supermercado lleno de cachivaches. La mujer vestía de color negro de pies a cabeza; y cuando digo de pies a cabeza lo digo porque incluso usaba un turbante y la falda le arrastraba por debajo de los tobillos. Esta señora caminaba siempre sobre una avenida transitada por donde yo a diario pasaba: un crucero donde el semáforo tardaba mucho en cambiar. Lo que me parecía curioso era que nunca la vi pidiéndole dinero a los automovilistas: sólo caminaba de un lado a otro, como le hacen las panteras en cautiverio. Después de un rato de ir y venir, se resguardaba del sol sentándose sobre la banqueta, y ahí se quedaba contemplando las filas de coches, hablando y carcajeándose sola de vez en vez.

Una vez que me tocó caminar por ese rumbo, vi a la mujer sentada en posición de loto, recargando la espalda sobre el aparador de una farmacia. Cuando pasé a su lado vi que estaba escribiendo en un cuaderno que tenía entre sus piernas. Decidí sacar mi teléfono y simular que alguien acababa de llamarme para pedirme algo de la farmacia: me quedé de pie justo a un lado de ella, mirando de reojo, con mucha curiosidad, lo que escribía. Parecían letras, no garabatos. Parecía que la redacción tenía sentido. Que eran palabras. Pero como que sintió que mis ojeadas no eran muy disimuladas y cerró de golpe el cuaderno, se puso de pie y lo guardó en el carrito de supermercado con sus demás cacharros.
Siempre me quedé con ganas de volver a pasar a pie por ese lugar y pedirle que me enseñara lo que escribía; pero después de un tiempo, no la volví a ver.

Recuerdo a otro indigente. Éste se la vivía en el túnel que une la estación de Spadina y St. George, en Toronto. El hombre siempre traía un vaso de café vacío del Tim Horton´s en la mano y pedía "un dólar". El primer día que lo vi me dirigía a un cajero a sacar dinero, pues traía sólo algunas monedas en el bolsillo. Eran como 30 centavos en total. Para deshacerme del peso del bolsillo, saqué la morralla y la deposité en el vaso del indigente, quien, indignado, sacudió el vaso, derramó las monedas en el piso y me gritó: "¡Te pedí un dólar!". Fue el vivo ejemplo de la frase "Limosnero y con garrote". Después, cada que pasaba por ahí, veía que el hombre hacía lo mismo: tiraba el dinero si no le dabas un loonie. Hasta que una tarde me tocó ver que alguien le dio el dólar que pedía, pues no hizo su berrinche; al contrario: como si recobrara la cordura, el hombre le dijo a quien había depositado el loonie en su vaso: "Espera. Te cambio esta moneda por un poema". La persona no le hizo caso y se siguió de largo. Entonces el indigente se puso a recitar un poema en voz alta. 

Cuando pienso en indigentes, creo que eso podría pasarle a cualquiera de nosotros, y no se si siento mortificación o alivio, pues sigue invadiéndome la duda de si todos ellos cayeron en desgracia o se les reveló alguna verdad universal y por fin se liberaron de todo.
Supongo que eso sólo ellos lo saben. Supongo que ése es su secreto.

lunes, octubre 09, 2017

Un coyote estepario del trópico de Escorpión

El viernes me quedé de ver con una persona en un bar. No sabía que el lugar tenía música en vivo. A pesar de la poca concurrencia –y de que aún no eran ni las ocho de la noche–, el grupo estaba tocando.

Marqué el número de la persona con quien había arreglado la cita laboral para decirle que mejor fuéramos a un sitio menos ruidoso, pero su teléfono me mandó a Buzón. Decidí mejor pedir una cerveza y esperar a ver si me regresaba la llamada o me enviaba un mensaje.

En una mesa frente al improvisado escenario había un bebedor solitario. Entre las pausas que hacían los integrantes del grupo, el hombre aprovechaba para, discretamente, pedir una canción. Los músicos afinaban sus instrumentos, seguían alguna indicación del vocalista, hacían una prueba de sonido o de ritmo, y ejecutaban la melodía solicitada por el hombre. Blinded by rainbows, de los Rolling Stones, había sido la elegida por éste. 

Me sorprendió su selección musical. Pensé que no era común que la gente pidiera esas canciones o que una banda de covers de un bar de ese tipo se las supiera. Incluso llegué a sentir que el volumen de la música era el adecuado para que dos personas pudieran escucharse sin estarse gritando; por lo que abandoné la idea de cambiar de lugar la informal cita de trabajo.

A la canción de los Rolling Stones le siguieron Never marry a railroad man, I shot the sheriff y Philosopher. Pedí otra cerveza. El vocalista de la banda sonreía entusiasmado y agitaba la mano con el pulgar arriba cada que el hombre frente al escenario le murmuraba el nombre de una canción.

Todo iba muy bien hasta que llegó un grupo de personas. Eran como cuatro parejas en su mid-thirties, como dicen los gringos. Llegaron y se apoltronaron en otra de las mesas frente al escenario. Las mujeres jalaron sillas de otras mesas para poner sus bolsas; los hombres se remangaron las camisas, se aflojaron las corbatas, pidieron cervezas y también canciones. El bebedor solitario se limitó a observarlos dándole pequeños sorbos a su botella. La panda de oficinistas pidió La Planta, Lamento Boliviano, Mariposa Traicionera y "una de Nicho Hinojosa"también solicitaron algunas canciones más nuevas, de ésas que pasan a todas horas en el radio y que sólo me suena la tonada porque todas me suenan igual. El vocalista complació a los recién llegados con un par de sus demandas. 

Cantaban a todo pulmón y brindaban y pedían más cervezas. Por su actitud, deduje que eran los conocidos chavorrucos; o quizás sólo se sentían seguros de haber convertido el lugar y la situación en una extensión de su normalidad; en terreno conocido. Pensé que no había uno solo de ellos al que podría apostarle a que me sorprendería saliéndose del guión. Su barullo era excesivo. Era como si hubieran estado amarrados sin poder hablar por mucho tiempo y su venganza contra los demás era esa algarabía que inundaba todos los rincones del bar.

Yo también me limité a darle sorbos a mi cerveza y a observarlos. Cada uno de mis tragos era más largo que el anterior, pues había retomado la idea de cambiar la sede de mi reunión.
De pronto sentí un escozor en el pecho al percatarme que, al pensar lo que acababa de pensar sobre esos desconocidos, me reflejaba en mí mismo; pues, en el fondo, yo buscaba lo mismo que ellos llegaron buscando: un refugio, una extensión de mi mundo interior, terreno conocido. Cuando uno se ve desde afuera, son comunes esos aguijonazos en el pecho.

El bebedor solitario me dirigió una mirada. Sonrió ligeramente y con esa mueca fugaz fuimos cómplices por unos instantes del mismo vacío existencial que implica sentirse distinto y terminar siendo como los demás; por unos segundos fuimos partícipes del sentimiento que provoca el éxodo voluntario de todo aquello que nos es ajeno por considerarlo ordinario. El hombre volvió la mirada a su cerveza, dio un último trago, sacó un billete arrugado del bolsillo delantero del pantalón, se puso de pie y salió del lugar. 

En eso mi teléfono vibró. Era un mensaje. Una disculpa no pude desocuparme te parece si lo dejamos para mañana??? Mientras sonaba de fondo una canción de unos tales Jesse y Joy, le di un último trago a mi cerveza y la punzada en el pecho desapareció. Saqué un billete de mi cartera, me puse de pie y salí del lugar, buscando una extensión de mi supuesta excepcionalidad. Terreno conocido.