martes, abril 26, 2016

Volver al centro II

Como les platicaba, desde hace tiempo tenía la inquietud de mudarme a vivir al centro de la ciudad. Distintas razones -compartir un espacio/casa/taller con La Fabi, usar menos el coche, andar más en bicicleta, estar cerca de los mercados, del movimiento cultural, de las estaciones del metro, del "río" Santa Lucía, de la Cineteca, etc.- hicieron que por más de un año buscara vivienda por estos rumbos, hasta que hace un mes, se dieron las cosas, por decirlo de algún modo. Aunque para que se dieran, fue toda una epopeya.

Después de haber peinado varias veces el centro de Monterrey, calle por calle, no encontraba nada: algunas casas estaban en ruinas; otras, muy caras; otras no cumplían con las necesidades y proyectos. Hasta que salió una oportunidad que parecía de lujo: el departamento de un familiar se había desocupado después de algunos años de estar rentado. ¿Por qué digo era una oportunidad de lujo? Pues porque era un espacio muy bien cuidado, en primera planta, a muy buen precio, justo a espaldas del Santa Lucía. Cuando me enteré de esto, de inmediato le propuse a mi familiar que me rentara el depa, a lo cual accedió. Ya me veía yo viviendo como turista: todos los días pedaleando a orillas del Santa Lucía, mi nuevo patio, o caminando a todas horas hacia la Cineteca, los restaurantes, cafés, librerías, galerías y lugares con ondita. Total que di los meses de renta y depósito correspondientes y comencé a llevarme cosas que me cupieran en el coche. En ese tiempo renté mi casa: una vivienda que agradezco a mis padres haber heredado en vida casi a las afueras de Monterrey, cerca del municipio de García, en donde trabajé tres años y me quedaba muy cómoda la ubicación para ese propósito.

Pero la vida a veces es gacha, y lo demostró justo un día antes de que el camión de la mudanza fuera a mi casa por el resto de mis pertenencias. Llegué al departamento bien emocionado a dejar más cajas y a acomodar chácharas, ¡y que escucho un goteo! Volteé a ver el techo, luego la llave de la cocina, después las paredes y el piso; y naaada. Agucé el oído y seguí el ruido, que me llevó hasta el baño. Al encender la luz, el foco tronó; di un paso en la oscuridad y un chapoteo me anunció que el baño estaba inundado. Abrí las cortinas para que entrara luz, para ver por dónde estaba saliendo el agua, y me di cuenta que el techo del baño chorreaba por todas partes, snif.

Resulta que había una fuga en el tercer piso del edificio y los estragos ya había llegado hasta la planta baja. Había que arreglar el departamento de una señora que tiene fama de estar medio loca -fama que comprobé al entrar a su departamento y ver que tenía ¡seis conejos! y ropa tirada por todas partes-; el problema era que Lady Bunnies no quería arreglar la bronca porque no tenía el dinero. Para componer el desperfecto había que levantar todo el piso de su baño y cambiar las tuberías. Ante la negativa de La Loca del Edificio, y con tal de no dejar caer su departamento por el deterioro que ocasiona el agua, mi familiar le propuso pagar el arreglo, y pues aceptó encantada; pero tendría que ser cuando ella pudiera, pues serían dos días -mínimo- sin poder usar el baño, por lo que la ñora loca tenía que ver a dónde se mudaría con sus conejos (no es broma: tenía seis conejos) los días de trabajos de plomería. La bronca -sí, otra- era que -como les mencioné antes- yo ya tenía rentada mi casa, y pues tenía que conseguir dónde vivir lo antes posible.

Y pues resulta que por azares del destino La Fabi recibió una llamada de una persona a la que tenía tiempo de no ver: una chica que había conocido en una clase de tambores africanos (que es algo así como tener seis conejos en tu departamento). Entre la plática salió lo de la mudanza y lo del centro de la ciudad, y la gotera del baño del depa y bla bla bla; y esta persona le dijo que ella rentaba una casa en el centro, cerca del Santa Lucía, a tres hermanas ya grandes que tenían varias propiedades en los alrededores. Según la chava, estas señoras eran muy especiales para rentar sus propiedades, por eso nunca las anunciaban. Decía que creían en algo así como que la persona correcta llegaría de algún modo sin necesidad de poner anuncios de Se Renta. Total que le pasó el teléfono de una de ellas a La Fabi y ese mismo día llamé. He de confesar que mi primer encuentro telefónico con una de Las Hermanas del Centro, fue algo curioso:

-Si, buenas tardes, me comunica con la señora Cuquita.

-Sí, ella habla.

-Buenas tardes, señora. Hablo de parte de X, ella me pásó su teléfono para ver si me puede mostrar la casa que tiene en renta.

-¿Cuál de todas?

-La que está en la calle Y.

-Tengo muchas en esa calle. ¿Cuál?

-Pues... no sé... muéstremelas todas.

-Pues mira: no puedo ni hoy ni mañana ni pasado mañana. Si después de todo, todavía le interesa verla, hábleme el lunes y a ver qué.
 
Y me colgó. Así de huevos. U ovarios...

Llegó el lunes y le volví a marcar a Cuquita.

-Buenas tardes, señora, habla la persona que le llamó el viernes. Me dijo que le hablara hoy para ver si me pudiera mostrar...

-Aquí estoy en una de las casas. Véngase.

-Ah, ok, excelente. Deme media hora porque estoy acá por...

-No, en media hora yo ya me voy. Hábleme otro día si todavía le interesa.

Y me colgó, snif. Total que le llamé casi al finalizar la semana, por tercera vez. Ya si se ponía muy difícil, lo dejaría por la paz.

-¿Señora Cuquita?, habla Gustavo, el que quiere ver sus casas.
 
-Ah, sí. Pues aquí estoy. ¿Todavía le interesa?

-Sí.

-¿En cuánto tiempo llega?

-En 20 minutos.

-Ta bueno, aquí lo espero en la casa de color azul con número tal.

Y que me lanzo de volada.

Al llegar me recibió una señora de unos 70 ó 75 años, un poco encorvada y con el cabello blanco; muy amable, nada qué ver con la Cuquita del teléfono. La mujer nos mostró la casa pero nos pareció algo pequeña. Le pregunté por las demás casas y me dijo que casi todas las tenía rentadas, pero que una de sus hermanas tenía una a la vuelta que estaba desocupada.

-Mire, vaya y toque en esa casa y pregunte por Luly, dígale que yo lo mandé, a ver si le quiere enseñar la casa.

Total que fuimos a tocar a donde nos dijo. Abrió la puerta y se asomó por el umbral una señora un poco más joven que Cuquita y le preguntamos por la casa que tenía desocupada.

-¿Cómo se enteraron?

-Nos dijo X. Ella le renta una casa a su hermana.

-Ah, sí... Dejen voy por las llaves.

Salió la mujer de su casa. Se presentó amablemente con un delicado saludo de mano. Nos dijo que la siguiéramos. Caminamos a paso lento por la banqueta, entre unos fresnos enormes. Cruzamos la calle y de pronto metió una llave larga en el cerrojo de una fachada apenas perceptible de lo pequeña que aparentaba. Al abrir la puerta, quedamos maravillados.

Continuará...

miércoles, abril 13, 2016

Volver al centro

Es cierto eso de que no conoces un lugar hasta que lo recorres a pie o lo pedaleas. Incluso suele pasar con nuestra ciudad de origen: a veces no reparamos en sus rincones a pesar de que hemos vivido toda la vida en ella.

Recorrí cientos -o miles- de veces las calles del centro de mi ciudad y, hasta que me mudé para acá, apenas siento que lo conozco. Señal de ello es que he ido adquiriendo la habilidad de dar -o comprender- referencias basadas en sus calles "no tan conocidas"; referencias que, hasta hace poco, me parecían indescifrables.

Antes, mis vueltas al downtown eran por motivos laborales y, casi siempre, a los mismos lugares, a los que llegaba por la misma ruta. Venía en coche -malamente-, pues me quedaba "lejos" de donde vivía, y pues a veces sí me daba harta hueva meterme a esta parte de la ciudad debido al tráfico vehicular, al amontonadero de gente y a la falta de lugares para estacionarse; pero como que en el fondo disfrutaba recorrer el Monterrey primigenio. Me fascinaba esa sensación de tenerlo todo a la mano: frecuentar sus restaurantes, aprovechar su oferta cultural, sus mercados tradicionales, sus tienditas de la esquina, fotografiar sus iglesias escondidas, sus casonas de fachadas caprichosas y la posibilidad de andar en bicicleta en algunos de sus parques y vías menos transitadas. Confieso que me sentía como un turista recorriendo por primera vez el otro lado del mundo, y vivir como turista me gusta; siento que aligera la carga del día a día, aunque sea una falsa sensación de "estar de pisa y corre". En serio que uno ve las cosas con otros ojos; va más despierto; con los sentidos alerta.

Ahora, cada paso que doy me tiene una sorpresa, una postal memorable, un tesoro de formas extintas y colores olvidados; mares de historias golpeando contra los muros se sillar derruidos.

Dicen que uno siempre vuelve al origen. Yo nunca había vivido en el centro de la ciudad, pero desde hace tiempo siento que "me llama", por decirlo de alguna forma. Y sí, me consta que me trajo de vuelta a mi núcleo, sobre todo los fines de semana, cuando recorro sus calles en bicicleta: como lo hacía de niño en el barrio que me vio nacer.   


viernes, abril 01, 2016

Confesiones de un alcaide 2

Sigo con el post anterior, enumerando algunas de las cosas que viví -y me hicieron perder un poquito la esperanza- mientras trabajé como alcaide en las celdas municipales del municipio de García, en el estado de Nuevo León.

-Reafirmé lo que pienso sobre ese mito de "El que quiere puede". No siempre. No todos. Aunque quieran, hay factores externos que a veces nomás no lo permiten. Posiblemente si el día tuviera más de 24 horas. Y a veces ni así. Les pongo un ejemplo de lo que digo. Había un policía que estaba empezando a estudiar su carrera: una licenciatura en derecho. Quería ser juez calificador para ganar más y arriesgarse menos. Era uno de los pocos polis -si no es que el único que conocí- que habían terminado la preparatoria. Era un oficial de unos 30 años, casado y con tres hijos. Como no tenía computadora -por lo tanto, tampoco servicio de Internet- tenía que ir a diario al campus de una modesta universidad en Monterrey a tomar clases. Se despertaba a las 5 am, tomaban un camión a las seis de la mañana para llegar a las ocho a la escuela, salía a la una del mediodía, llegaba a las tres a su casa para atender esposa, hijos, hacer tarea -suya y de sus hijos- y prepararse para entrar a trabajar a las 9 pm; turno del que salía a las 9 de la mañana del día siguiente sólo para llegar tarde a la escuela, tomar nota en clases, entregar tareas, volver a casa, y así todos los días. El oficial no pudo acabar ni el primer semestre. Tantos compromisos -familia, tareas, desvelos, turnos de 12 por 24 que a veces se convertían de 24 por 24- hicieron que tronara. Era una cosa o la otra, no todo. Me sentí mal por él cuando me dijo que había dejado la escuela. Muchas veces, antes de acabar su guardia, iba a mi oficina a pedirme la computadora; entusiasmado. En un principio me la pedía para que le enseñara a usar el correo electrónico o a subir tareas al servidor de la universidad; después, para terminar de redactar trabajos en Word, a los cuales le checaba la redacción y ortografía. Después le llamaron la atención por entrar a mi oficina estando en turno. Se dieron cuenta por las cámaras. A mí también me dijeron cosas. Aparte, no podían usar las computadoras de "Los Licenciados" para cuestiones personales, y "Nosotros Los Licenciados" no podíamos permitirles acceso a nuestra oficina. Supongo que los polis son una cosa y Los Licenciados otra. Comprar una computadora y contratar Internet en casa estaba fuera del alcance de este oficial.  ¿No pudo porque no quiso? ¿Le faltaron ganas? ¿Si hubiera querido, hubiera podido? ¿Le faltó levantarse más temprano y acostarse más tarde? ¿La culpa es sólo de él? No lo creo, pero es una manera cómoda de señalar a quienes no tienen las mismas oportunidades que uno, para así poder tacharlos de huevones, explotarlos más sabroso y juzgarlos sin remordimientos, diciendo que "Están así porque quieren". Como dato adicional, y a manera de contrapeso: otro alcaide treintón también estaba estudiando su carrera. Iba en turno vespertino. Podía ir a sus clases en Monterrey y regresar a seguir cubriendo el turno sin pedos. Tenía coche y era amigo de uno de los directores. Pero obvio va a ser más bonito contar la historia diciendo que estudiaba y trabajaba al mismo tiempo, y que se la peló bien duro y  salió adelante "porque quiso", no como el policía huevón ése, que se dio por vencido. 

-Aunque suene extraño, muchas veces al policía le sale peor -o contraproducente- actuar con rectitud. ¿A qué me refiero? Pongo otro ejemplo de una de las tantas cosas que vi. Un par de policías agarraron a un hombre que estaba tirando escombro en un río. El hombre, para no ser detenido, les ofreció $1000 pesos. Los policías tomaron el dinero, lo metieron en una bolsita de plástico -como evidencia- y llevaron al hombre ante el juez, a quien le comentaron lo sucedido con el escombro y le mostraron la bolsa transparente con los dos billetes de 500. El hombre fue puesto a disposición del ministerio público por lo del escombro y por cohecho. Los policías perdieron casi por completo su día de descanso en papeleo, traslados del detenido, llamados a declarar y todo ese rollo. Llegaron "en vivo" (o sea, sin haber dormido) a su siguiente turno. Me enteré que el hombre del escombro y el soborno de $1000 terminó pagando $10,000 para salir libre en menos de 48 horas. Uno de los polis, con quien llevaba buena relación, me dijo: "Imagínese, Lic., que por no aceptarle mil pesos al güey ése no pude ir a mi casa a ver a mis hijos y a descansar. Ya ni la chinga que se mete uno al detenerlos y los insultos que tenemos que aguantar por cumplir con nuestro trabajo, para que los suelten luego luego y ni las gracias nos den". Y pues tiene razón. Podría justificar que a la otra, en una situación similar, el poli prefiera agarrar el soborno que actuar "con honestidad" o "conforme a la ley", pues las multas no son otra cosa que sobornos más caros que las mordidas, y van a otros bolsillos. Es triste. Es raro. Son situaciones que te confrontan contigo mismo. Con tus valores. En fin.

-Otra cosa horrible y muy frecuente: mujeres golpeadas. La cosa es que todas las mujeres -TODAS- que llegaban golpeadas por el marido, el novio o pareja en turno, se negaban a denunciarlos; o, si lo hacían, terminaban retirando la denuncia. ¿La razón? El hombre era el proveedor: si lo encerraban, ni ella ni sus hijos comían. ¿Trabajar los dos? Imposible. ¿Dónde o con quién dejarían encargados a los tres, cuatro o cinco niños? Guarderías no hay. Programas para facilitarles la vida, tampoco. Y, cuando ambos padres trabajaban -que eran raros los casos-, les salía peor, pues los vecinos, en vez de ofrecerse a cuidar a los pequeños, llamaban a una patrulla, reportando menores abandonados encerrados en una vivienda. La patrulla iba por los niños, los ponía a disposición del DIF y metían en un broncón a los padres nomás por estar tratando de sobrevivir. Total que por todos lados estaban jodidos, y eso me pesaba un chingo y me sentía cómplice de algo que me parecía absurdo.

Pero no todo fue negativo. También vi algunas cosas que no me hicieron perder del todo la esperanza, aunque la hayan dejado pendiendo de alfileres. Esas anécdotas se las cuento la próxima semana. Muchas gracias por seguir leyéndome y que tengan buen fin.