jueves, agosto 25, 2011

Hace poco más de 6 horas hubo una masacre en un casino de Monterrey. Más de 50 personas inocentes murieron asesinadas a sangre fría.

Me vienen a la mente todos esos comentarios de las personas a las que alguna vez les menté la madre por ir a jugar a esos congales, al igual que lo hago con los que van a los estadios de fútbol:

“Ay, es sólo una distracción: todos tenemos una”, “ay, mientras no se haga vicio no pasa nada”, “ay, lo hago nada más para pasar el rato”, “ay, si yo nomás le invierto 200 pesitos, no más”, bla bla bla.

Y ya los veo mañana, los casinos abarrotados y la gente diciendo:

“Ay, los casinos no tienen la culpa de lo que está pasando en la ciudad; ya ves Las Vegas, tan seguro que es”, “dejando de ir a jugar a los casinos no se va a acabar el problema de la inseguridad”, "es que ese casino era de los malitos del otro bando", “si me toca una balacera en un casino, pues bueno, ya me tocaba; si no, pues no", "ay, uno no puede vivir con miedo y dejar de hacer lo que le gusta” y bla bla bla.

Y así seguirá una bola infinita de argumentos mediocres, dignos sólo de descerebrados.

Hagan lo que quieran, hijos de la verga: ya no les voy a decir nada. No quieren tomar medidas radicales para tener cambios radicales, pues bueno, no las tomen. Sigan con sus vidas chidas: vayan a los casinos, vayan a los estadios de fútbol, vayan a la verga si quieren. Al parecer otros ya están tomando esas medidas drásticas, y con resultados terroríficos.

miércoles, agosto 24, 2011

La fraternidad de la cheve

Di con la imprenta del señor Manzanares por una casualidad que provocó una urgencia. Nuestra amistad, por consecuencia, fue también accidental.

Era un sábado por la mañana y necesitaba imprimir lo antes posible unos recibos fiscales. Tenía que entregárselos a un cliente el martes por la tarde para poder cobrar mi cheque ese mismo viernes y liquidar el lunes un adeudo pendiente que tenía con la mueblería que me había facilitado un crédito para comprar una sala de color beige que combinara con mi apartamento.

Los últimos 15 recibos fiscales que tenía se habían echado a perder porque la caja de cartón donde los guardaba se había mojado tres días antes: el día del aguacero que duró toda la noche, tapó alcantarillas, hizo que se fuera la luz en mi colonia y se inundaran algunas calles de la ciudad.

Aquel sábado el cielo amaneció despejado después de casi toda una semana con nubarrones negros. Desde temprano me puse a recorrer en mi coche las calles del centro de Monterrey esperando encontrar una imprenta autorizada para imprimir documentos fiscales. Pensé que sería difícil, pues pocos negocios abren los sábados y todas las imprentas que veía al pasar estaban cerradas. Después de manejar por casi una hora me acordé que mi amigo el Rodo alguna vez mencionó la imprenta de un conocido suyo -o de su papá- en la que se juntaban los fines de semana a asar carne. Me acordé de eso porque el Rodo se había referido a la imprenta como “la que está en contra esquina de los masajes LeBaron”, una famosa casa de citas a la que llegué a ir con mis amigos de la prepa, pero sólo a dar lástimas, pues entre todos no pudimos completar el dinero para pagar una puta.

Conduje un par de minutos más hasta dar con los “masajes LeBaron”, y, en contra esquina, efectivamente había una imprenta abierta.

El negocio se llamaba “MegaPrinter”. Al frente tenía un anuncio impreso en lona con el nombre en letras muy grandes y azules. Me pareció gracioso que la letra “pe” tuviera una manzana mordida en el centro. Como la de Apple. Hasta después entendí que ese detalle hacía referencia al apellido del dueño del negocio, no a las computadoras.

Estacioné el coche en la entrada de la imprenta y bajé con la memoria usb donde tenía guardado el archivo con el diseño de mis facturas. Cuando crucé la puerta, que estaba abierta de par en par, me llegó el característico olor de la leña de mezquite cuando arde.

Caminé por un pasillo que tenía dos puertas del lado derecho. En una había una oficina con una computadora y un pizarrón de corcho donde colgaba publicidad de todo tipo –negocios de tacos, de tortas, tintorerías y talleres mecánicos-, y en la otra puerta se apreciaba una habitación más grande, con algunas máquinas de rodillos, montones de paquetes con hojas de papel y botes de tinta. Al fondo había otra puerta. Era una puerta metálica negra con una ventana con algunos barrotes horizontales, por la que se escuchaban voces y risas y se colaba un humo espeso. Me asomé a través de los barrotes y vi a tres hombres que rondaban los 50 o 60 años. Uno estaba de pie, iba muy bien vestido, con la camisa fajada en unos pantalones de tela café y los zapatos boleados; los otros dos estaban sentados en unas cubetas de plástico puestas al revés. Tenían manchas de grasa y tinta de colores en casi toda su ropa. Entre sus piernas, los hombres manchados resguardaban cada uno un par de cartones con envases de cerveza.

-Buenas tarde –dije golpeando con suavidad el metal negro de la puerta, y los tres hombres me voltearon a ver.

-Buenas tardes –contestaron en coro.

-¿En qué puedo ayudarlo, joven? –dijo el hombre que vestía ropas pulcras, quien, supuse, era el dueño del lugar.

-Disculpe que lo moleste en sábado, señor, pero vi que el negocio estaba abierto. Lo que pasa es que necesito unas facturas de urgencia y quería ver si usted me las podía imprimir… soy amigo del Rodo.

-¿Eres amigo del Pedorro? -dijo, y todos rieron.

-De Rodo, de Rodolfo Fontanery –respondí sonriendo.

-¡Ah, eres amigo del pinche Pedorro del Nery! Pásale y sírvete una cerveza, que nos hace falta un jugador para el dominó. Al rato vemos lo de tus facturas.

Titubeé un poco, ya ven cuánto viejo mañoso hay en esta ciudad; pero el semblante de sus rostros era más bien bonachón. Atravesé la puerta y me presenté diciendo mi nombre. El hombre de ropas limpias me extendió su mano y me dijo que se llamaba Mateo Manzanares. Era el dueño del lugar. El señor Manzanares me presentó a sus empleados mientras me daban un apretón de manos.

-Ese güey es el Chatanuga.

-Mucho gusto, señor Chatanuga –dije sacudiendo su brazo, y todos se rieron.

-Y ese otro cabrón es el Hogan.

-Mucho gusto, señor Hogan –dije, y soltaron una risa más escandalosa.

El Chatanuga y el Hogan eran los impresores de Megaprinter y, obviamente, así no se llamaban. El Chatanuga era el barrigón de lentes. Así le decían por su parecido físico con Pedro Weber Chatanuga, el cómico mexicano. El Hogan era el que usaba un bigote largo que terminaba en punta, era calvo y el poco pelo blanco que tenía le colgaba por encima de los hombros, como el luchador norteamericano Hulk Hogan.

El Chatanuga agarró una cerveza del cartón que tenía entre sus piernas, le quitó la corcholata y me la dio. Le di un largo sorbo mientras contemplaba un naranjo repleto de frutas enormes y un asador con varios troncos de leña ardiendo.

-Así que eres amigo del Pedorro del Nery…- dijo el señor Manzanares sonriendo

Fue así como conocí a la Fraternidad de la Cerveza.




martes, agosto 23, 2011

De fut, balazos y pendejos

Reforzarán la seguridad en los estadios de fútbol después de la balacera en Torreón. Eso sí: no esperes que hagan lo mismo en tu calle o en tu colonia. Tú no eres tan importante como un partido de fútbol. Entiéndelo. No generas ese dinero. Los pocos impuestos que pudieras estar pagando no te garantizan una vida tranquila y plena.

Tú estás aquí para partirte el lomo y gastar lo poco que ganas en esos juegos de pelota. Y así como tú hay muchos. Y así como muchas personas inteligentes harían la diferencia, muchos enajenados son los que producen las jugosas ganancias que impiden ese cambio. Por eso, si es necesario poner policías, militares, guerreros medievales y hasta un dragón en los partidos de fut, lo harán con tal de que vayas con la otra bola de alienados a seguir tirando tu dinero sin temor a que te maten. Pero que te quede bien claro que no lo hacen porque les importes tú o tu familia o tu seguridad o el deporte: lo hacen porque les importa no ver mermadas sus ganancias.

Lo peor para ellos sería que de repente pensaras y dejaras de ir a ese pseudo espectáculo deportivo y dejaras de poner en tu Facebook: “Vamos por 3 goles, mis Tigres” o en tu Twitter: “Vamos a dar todo en la cancha, Rayados”. Pero saben que eso nunca va a suceder mientras te den más fútbol.

Saben que es más fácil que se pongan de acuerdo 45 mil personas para ir a ver un partido de soccer a que 100 personas tengan los suficientes huevos para dejar de ir en protesta para exigir vivir en paz. Saben que aunque esos 45 mil individuos se manifestaran con pancartas frente a palacio de gobierno, no los escucharán. Les pondrían atención y tal vez los escuchen el día en que esos 45 mil dejen de ir a un estadio y hagan saber las razones por las que ya no van.

¿Algunas vez has visto o sabido que le roben el coche a un jugador de fútbol famoso; o que se roben algún camión de Carta Blanca, de la Coca Cola, de la leche Lala, de Bimbo, de Televisa, de TV Azteca? Sin embargo a cada rato escuchas que le robaron el coche a un amigo, que le quitaron su negocio a una tía, que le quitaron su casa a un primo, que dejaron en la calle a un conocido. Esto es porque tú no les importas. Mientras a los poderosos no les pase eso, nada va a cambiar. Mientras les sigas entregando tu dinero, nada va a cambiar.

Por eso recemos por que haya más sucesos violentos en los estadios de fútbol. Que se recrudezcan las balaceras para que la gente deje de ir aunque los pinches jugadores salgan con sus mamadas de que “la afición debe de estar unida y no se debe dejar amedrentar” y bla bla blaaa. Eso lo dicen porque tienen miedo de perder sus privilegios. Privilegios que tú les das. Sólo pegándole a los dueños del dinero y a los enajenadores de masas nos van a escuchar. Dejen que haya más atentados y que la gente deje de ir por miedo a los estadios y que dejen de tener su ganancias millonarias las refresqueras, las televisoras y las cerveceras, y van a ver cómo se ponen las pilas las autoridades. Así como se las están poniendo con el sector turístico (echando un chingo de mentira y promoviendo imágenes de un país que no existe), así se las pondrán para todo.

Recuérdalo: tú no les importas. Mientras les des tu dinero, no les importas. Al único que deberías de importarle, es a ti mismo. Ya desapendéjate, por favor. No te pierdes de nada con dejar de seguir a un equipo de fútbol. No va a pasar nada nuevo. Es una monotonía que tú mismo te has creado que no te hace mejor persona y sí te degrada a niveles de bruto. Deja de ir y le harás mucho bien a ese país que tanto dices amar; ese país que está en manos de estas empresas criminales. Deja de ir y ahí sí se van a cagar. Ahí sí los vas a hacer temblar. Ahí sí se van a poner a jalar parejo para todos. Ya desapendéjate. Deja de venerar los colores de una camiseta a la que no le debes nada y deja ya de coger a lo pendejo para no seguir trayendo niños que “hereden tu pasión por un equipo”. Ya córtales la chichi para que dejen de mamarse. Sólo tú puedes hacerlo… siempre y cuando te desapendejes.


jueves, agosto 18, 2011

Retiro espiritual

Cuando vi el documental Jesus Camp –una de las películas más aterradoras que he visto en mi vida-, me vino a la mente mi época de preparatoria, cuando “la sociedad de alumnos maristas” organizaba esas mamadas llamadas “retiros espirituales”.

Lo que más me cagaba de los retiros espirituales es que eran obligatorios. Si llegabas a faltar, te jodían con faltas –valga la rebusnancia- o con alguna calificación baja en alguna materia de ésas sin importancia pero que te jodía el promedio general.

Los retiros espirituales no tenían nada de espirituales. No sé por qué la gente se empeña en relacionar a la fe católica con “lo espiritual”. No tiene nada que ver una cosa con la otra. La fe católica es una locura adoctrinamensos y el espíritu ni siquiera se ha comprobado si existe o no. Lo mismo pasa con los valores: siempre los relacionan con Dios. “Quien se aleja de Dios no tiene valores”. Puras pendejadas, pero bueno…

Les decía que llegaba uno –a la fuerza- al retiro espiritual y se topaba con que las viejas más buenonas y los güeyes más galanes (menos yo) eran quienes lo impartían. Ya desde ahí uno se ganchaba con tal de ver nalgas.
Después de un pequeño discurso de introducción, cursi y chantajista, empezaban las actividades mamonas. Especialmente recuerdo dos:

En la primera, colgaban una piñata con forma de marrano en el salón y pasaban al frente al más pendejo del grupo o al que tuviera cara de ser el más débil mental. Las viejas y los vatos que impartían el “retiro” empezaban a decirle al pendejo que esa piñata representaba todo lo que odiaba: el maestro que lo había reprobado, el castigo que le había impuesto su padre, el permiso que le habían negado, la fiesta que se perdió, la chava que no quiso ser su novia, el amigo que alguna vez lo ofendió, etcétera. Total que el acoso de los oradores era tanto que el pendejo empezaba a golpear la piñata con odio y con lágrimas en los ojos. Después, otros pendejos se paraban de su asiento y también se ponían a golpear la piñata llorando. Total que al final, cuando la piñata quedaba hecha mierda, de entre los residuos de papel de colores, periódico y varas de carrizo, sacaban una imagen de Diosito, ay, snif… Y una de las viejas pendejas que impartía el curso la elevaban al cielo y decía: “¡Miren lo que le han hecho a Jesúuuuus! ¡Esto que acaban de hacer se lo hicieron a Jesús, Nuestro Señooor! ¡Porque Jesús está hasta en nuestro peor enemigooo!”, y toda la bola de pendejos resentidos se ponía a berrear y a tirarse al suelo y a hacer un circo, juajuajuajua… ¡qué pinche risa! Me acuerdo que no aguanté y ahí mismo se me salió una carcajada, y un puñetas me dijo: “¿Te crees perfecto o qué? Cuando estés frente a Dios te vas a cagar, hermano, ¡te vas a cagaaarrr!”. “Ta bueno, pendejo”, dije entre dientes.

La otra actividad estaba todavía más mamona. Después de todo el show lagrimal, los que impartían el curso se ponían a leer pasajes de la Biblia con voz dulce y a preguntarnos lo que habíamos entendido. A mí me preguntaron varias veces, como que para humillarme enfrente del grupo por haberme reído de los pinches chillones de la piñata; total que respondía cualquier pendejada para que ya no me estuvieran chingando. De entre los pasajes que leyeron estuvo ése donde Chuy les lava los pies a sus discípulos. Y que empiezan las pinches viejas mamonas con el chantaje: “¿Serían ustedes capaces de ser tan humildes como Jesús, Nuestro Señor, y lavarle los pies a los pobres?”. Y todos como pinches borreguitos: “Síiii, a huevo, yo sí le lavaría los pies a los pobres, beehehehe”. Y nomás dijeron eso y que entra al salón una bola de indigentes apestosos y haraposos que habían agarrado debajo de un puente; ¡y pues órale!, a lavarles los pinches pies. Los indigentes no sabían ni qué pedo: volteaban a ver para todos lados con cara de hambre, imaginándose que cada uno de nosotros era un filete o una pierna de pollo o algo así. Obviamente muchas pinches viejas hociconas, de ésas que habían dicho que ellas sí les lavarían los pies a los pobres, saltaron de su asiento del asco y se pusieron a llorar y a decir que ellas no lo iban a hacer. Otras, con tal de quedar bien con los demás y sentirse bien con ellas mismas, de volada se pusieron a tallar con estropajo las callosidades de esos pobres cabrones, que no entendían ni puta idea aquel circo estúpido.

Yo, me quedé sentado, y se me acercó uno de los jefecillos y me dijo: “Ándale Gustavo, ¿o qué, no te atreves?”. Y le respondí: “Me parece una pendejada lavarle los pies a unos indigentes. Mejor cómprenles comida o regálenles unas cobijas”. Y el puñetas me respondió: “Claro que vamos a hacer eso. Esto es sólo una metáfora de la palabra del Señor”. Y yo me quedé sentado y le dije: “Pues a ver si por mojarles los pies no les da una pinche pulmonía y se mueren y se van al cielo con Nuestro Señor”. Y nomás se me quedó viendo con cara de “no me gusta tu actitud”.

Y ya. Se acabó el pinche retiro y todos salieron sintiéndose mejores personas. Yo salí de ahí sin poder creer que estuviera rodeado de tantos pendejos enajenados.Tal vez por eso no tuve muchos amigos, snif.

martes, agosto 16, 2011

El lamentable caso de un lector, segunda parte.

El martes 19 de abril del presente año di a conocer el caso de Édgar Avena, un lector de este blog -y otros tantos- que perdió una pierna al quedar en medio del fuego cruzado entre bandas rivales de delincuentes.

Mandé su caso a Hazme el Chingado Favor y a algunos otros contactos, para que lo leyeran y lo reenviaran en dado caso de conocer a alguien en la misma situación que está Édgar.

Hoy, el periódico El Universal le dedicó un artículo a Édgar y, de rebote, a todas las víctimas de la violencia en este país.


Aquí el enlace para que lean el artículo completo.





lunes, agosto 15, 2011

El yoga y el cartón van de la mano

Ahora sí que se la jaló una clienta que vino en la mañana.

A simple vista parecía una señora normal, de ésas que piden lo que hay en la tienda: cajas de cartón, moños, bolsas para regalo, etcétera; pero no: resultó ser uno de esos clientes orates.

La señora me pidió unas cajas pequeñas para meter unos "regalitos" que les iba a dar a las clientas de sus clases de yoga. Cuando le entregué las cajas, me dijo:

-¿Y de pura casualidad no vendes tapetes para hacer yoga?

“Claro que sí, señora. No se imagina la cantidad de personas que vienen a un negocio de cajas de cartón a pedir tapetes para hacer yoga. Me los piden mucho porque el yoga y las cajas de cartón son dos mercados idénticos. ¿Cuántos tapetes para hacer yoga va a querer?: ¿cien?, ¿doscientos?, ¿mil?; ahorita mismo se los traigo, señora”.

Obviamente lo anterior es un sarcasmo. Le respondí que “no manejábamos ese producto” y, como si me leyera la mente, me dijo:

-Pues deberías de manejarlo. Es muy buen negocio.

Qué poca visión de negocios tengo. Cajas de cartón y tapetes para hacer yoga: ¿cómo no se me ocurrió antes? Después pondré un negocio de azulejos para baño y paseos en globo aerostático; porque cuando uno entra a un negocio de azulejos para baño lo primero que piensa es en globos aerostáticos.

Aaaay, no… y apenas es lunes, snif.

viernes, agosto 12, 2011

Perra infancia

En mi casa siempre hubo perros. Es la ventaja de tener papá veterinario. Otra de las ventajas es que te ahorras mucho dinero en doctores.

Una vez a mi hermana menor le tronó un agua mineral de vidrio en el suelo y le rajó toda la pierna. Mi papá se la llevó a su consultorio llorando y sangrando y, en la plancha metálica donde operan a los perros, ahí le cosió la pierna. Le quedó una cicatriz blanca, como una larva que le sube por el chamorro, pero no hubo necesidad de gastar en médicos para humanos. A mi otra hermana le enyesó un brazo cuando se cayó del librero jugando a que era un chango y, como broma, le dijo que la iba a meter en una de las jaulas donde meten a los perros hospitalizados, a ver si así ya se portaba bien. Yo no llegué a tanto: mi padre solamente me checaba los oídos –con los que siempre tuve problemas- o me ponía yodo en los raspones.

Pero volviendo a lo de tener perros en casa: casi siempre tuvimos Chihuahuas o French Poodles, porque los patios de nuestras casas nunca fueron muy amplios.

Una vez tuvimos un Whippet, que es como un Galgo Inglés, pero más chaparro. También tuvimos un Gran Danés, pero ése estaba en el patio de la clínica veterinaria, que era más grande y, aparte, servía para ahuyentar a los ladrones. El único perro grande que tuvimos en casa fue una Boxer que existía antes de que yo naciera y murió un par de años después de que nací.

Mi perro favorito de todo el mundo siempre ha sido el Saluki, o Galgo Persa. Después le siguen el Borsoi, o Galgo Ruso y el Mastín Napolitano. Con este último soñaba que lo montaba y recorríamos el barrio brincando bardas y coches.

Mis amigos de la escuela no sabían mucho de perros. Para ellos, los mejores perros eran el Pastor Alemán y el Dóberman, pues siempre han sido algo así como que “los más famosos” o "de los más comunes". Pero cuando les enseñaba algunos libros donde venían fotos de lebreles y otros perros de caza, cambiaban sus gustos.

Con los niños del barrio jugaba a que cada quien era un perro. Imaginábamos que éramos un grupo de perros con poderes que salvaba a la ciudad después de que se escapaban unos leones de un zoológico galáctico. La única regla era que no se podía ser el mismo perro que alguien más. Yo, obviamente, siempre escogía ser un Saluki, y dos amigos siempre se peleaban por ser el San Bernardo. Dejaron de pelear hasta que a uno de ellos le enseñé una foto del Mastín Napolitano, y prefirió ser ése perro a ser el San Bernardo. Lo que no me gustaba era cuando jugaba el hermano mayor del Pollo, porque siempre quería ser "un perro de pelea” –ni sabía la raza ni nada, sólo "un perro de pelea"- y se la pasaba de mamón, dándonos patadas o manotazos en la cabeza. Cuando le reclamábamos, nos decía: "¿Quéeeee? Soy un perro de pelea". Me cagaba que jugara con nosotros.

Hace poco llegó un hombre al consultorio y dejó a un Rottweiler moribundo. Al checarlo, se dieron cuenta que el perro estaba machacado por dentro. Lo habían golpeado salvajemente y lo tuvieron que dormir para que no sufriera más. El supuesto dueño del perro no volvió a contestar el teléfono ni volvió a aparecerse. Es curioso que uno no sienta lo mismo cuando en las noticias dicen que le hicieron lo mismo a una persona. Es curioso que uno quiera buscar al dueño de ese perro y hacerle lo mismo sin ningún remordimiento.

Qué ironía: los perros nos hacen más humanos; en cambio el prójimo nos roba esa humanidad.

miércoles, agosto 10, 2011

Una finísima persona

Si son mis lectores desde hace tiempo, sabrán que soy una finísima persona. Finísima e importante. Mi profesión –bloguero famoso- me mantiene ocupado las 38 horas del día los 1743 días del año.

Entre los compromisos que uno debe de soportar, están las invitaciones de los fans a comer, cenar o beber. En efecto: la gente me invita a salir para escucharme hablar o simplemente para contemplar a alguien tan pinche guapo como yo.

Un día normal en mi vida es recorrer restaurantes lujosos –sí, aquí puro lector pudiente-, donde bebo martinis de manzana, cervezas importadas y cócteles variados; ordeno platillos de comida tailandesa, afgana o mariscos exóticos: como la langosta albina, el pepinillo de mar al chipotle, celacanto al mojo de ajo o algún aguachile de fauna abisal. Aquí les muestro unas fotos, para que vean que no miento:



A pesar de ser una buena vida –ya que yo no pago ni madres-, es una vida vacía; una rutina sin sentido que me plantea muchas dudas existenciales y me mantiene en la búsqueda de algo más sustancioso para mi espíritu.

Y la solución la he encontrado en la lectura. Por eso después de una jornada de invitaciones a comer, cenar o beber con mis lectores, me refugio en la lectura. Pero no en cualquier lectura. Yo pura lectura de primer nivel. Porque si son mis lectores desde hace tiempo, sabrán que soy una finísima y cultísima persona.



viernes, agosto 05, 2011

Aquellos fines de semana


Aquellos fines de semana, en vez de ir a un restaurante, antro o cantina -como acostumbraban distraerse los jóvenes de esta ciudad antes de la ola de inseguridad y violencia que se vino-, nos juntábamos en la carnicería Santa Martha, un negocio de carnes y abarrotes propiedad de la familia paterna de Pedro, un amigo de la universidad.

Los viernes a las seis de la tarde, después de la última clase, Erick, Lacho, Chuy y yo corríamos al estacionamiento para montarnos con todo y mochilas a la caja de la pick up roja de Pedro.
En el trayecto a la carnicería –que era largo- cantábamos, fumábamos y bebíamos algunas cervezas que comprábamos en el Oxxo. Recuerdo que Pedro siempre nos decía: “¿Para qué compran cerveza, si allá en la tienda tengo?”.
Ésa era una de las razones por las que nos gustaba ir a la carnicería de Pedro: podíamos agarrar la cerveza que quisiéramos, al igual que bolsas de papas, chicharrones y carnitas de puerco.

Al fondo del pasillo de la Santa Martha –que casi siempre estaba resbaloso porque por ahí deslizaban los trozos de carne congelados para meterlos al cuarto frío-, había una oficina acondicionada con televisión, estéreo y reproductor de devedes, que era donde pasábamos el resto de la tarde y toda la noche, hasta la madrugada. Recuerdo que en una de las paredes de la oficina había un par de calendarios con fotos de viejas bien chichonas y algunos recortes de revistas con escenas de películas -a todos nos gustaba el cine- y de conciertos de rock, pues Pedro soñaba con ser "rockstar".

De las cosas más folclóricas que tenía el lugar, eran sus empleados, que después de las 10 de la noche, cuando cerraban la tienda, se ponían a beber cerveza y a platicar con nosotros: “los amigos fresillas, pero chidos, de Pedro”.

Estaba el Toris, un güey que despachaba la carne y que en vez de decir “güey” decía “wa”; la Chiva, un cholillo con dos aretes en las orejas, que le ayudaba al Toris a cortar carne con la sierra y soñaba con comprarse unos tenis de Michael Jordan; El Botija, un niño gordo de 13 años que metía lo que los clientes compraban en bolsas de plástico y al que se la pasaban asustando diciéndole que en el cuarto frío se aparecían fantasmas; y el más chingón de todos: el Cuino, un cabrón que hacía de todo en la tienda -barría, trapeaba, cocinaba las carnitas, picaba barras de hielo- y se la pasaba hablando de sexo sucio. Una vez nos cagamos de la risa como por una hora porque el Cuino nos dijo que cada que pasaba por una alcantarilla, se le paraba el pito nomás con el olor, jajajaja. Otra vez nos dijo que le gustaba cogerse a las viejas después de que barrían todo el día, que porque así estaban "sudaditas". Por eso le decíamos el Cuino: por cerdo. Pero, ah, cómo nos hacía reír.

Y así pasábamos las horas: platicando y riendo. Confesando anhelos y miedos. Todo fluía perfecto, como las cervezas a través del gaznate.

No teníamos laptops ni blackberrys ni iPhones ni nada. Dependíamos muy poco del teléfono móvil y sus mensajitos. Ninguno era fan de los videojuegos. No necesitábamos otra cosa más que nuestra compañía, música de fondo, cerveza, anécdotas y ganas de vivir y recordar ese momento. A veces nos quedábamos a dormir en casa de Pedro -que vivía a 5 cuadras- o dormíamos ahí en la oficina en unos tendidos improvisados. Cuando hacíamos esto, despertábamos al mediodía, comiendo barbacoa y planeando el resto del sábado. A veces regresábamos a casa en taxi.

En el trayecto de la Santa Martha a mi casa –que era largo- ya estaba pensando en el sábado y en el próximo viernes. Me ponía triste que se acabara ese día; que se acabara el fin de semana. Me ponía triste tener que irme a dormir y que tuvieran que pasar otros 5 o 6 largos días para volver a hacer lo mismo: una rutina que nunca hartaba como la rutina de los días entre semana, que comoquiera era llevadera, pues nos veíamos en el salón de clases.

Pero esos viernes y sábados... Sabía que esos viernes y sábados no durarían toda la vida. Y eso me entristecía. El trabajo, el matrimonio, los hijos, las responsabilidades, crecer, madurar, cuidarse... todo eso.
También sé que aquellos fines de semana durarán por siempre en mi memoria, pero la memoria nunca se comparará con haber vivido un presente que ya no es.

miércoles, agosto 03, 2011

Cag-arte

Cuando me doy la oportunidad de viajar -ya sea a una ciudad cosmopolita o a un pueblo bicicletero- procuro visitar museos. Mis museos favoritos son los de historia natural y los de arte.

No es que sea yo un chango en busca de sus orígenes, un artista, un bohemio o me considere una persona muy culta; no. A veces simplemente voy a los museos en busca de esculturas de viejas encueradas o maniquís de aborígenes en taparrabos, jejeje.

Pero la realidad es que cada que visito los museos de arte –sobre todo los de arte moderno- y observo lo que ahí exponen, no puedo evitar encabronarme y ponerme como Hulk: verde del puro pinche coraje.

Me encabrono porque pienso humildemente que deberían ser mis dibujos los exhibidos en esas paredes; que debería ser yo quien estuviera cotizando sus pinturas en millones de dólares; que debería ser yo quien se la pasara rascándose las pelotas con una mano y pintando con la otra; dando cátedras en universidades y exhibiendo mi trabajo en todos los países del mundo. No esos mamarrachos.

Esto no es arrogancia, lo que pasa es que uno se encuentra con cada cosa...

Por ejemplo: hace poco paseaba por un museo de Austin, Texas, y me topé con un lienzo que tenía pintada una pinche bola amarilla sobre una mancha azul y otra verde; todo dibujado bien al chile. A un lado del lienzo había un papel que explicaba que "eso no era un círculo amarillo, ni un sol, ni una luz, ni un limón, ni una lima, ni el ojo de un gato ni nada; que simplemente era lo que era: una bola amarilla sobre un fondo azul con verde… o lo que el espectador quisiera que fuera”. Madre mía. ¡Qué chingón salió el autor de ese esperpento con la justificación! Niega lo que es pero a la vez es lo que es pero no es lo que a la vez es… ¡Wow! He aquí “la obra de arte” de la que hablo:


¡Qué mamadas!, ¿no creen? Ahora resulta que el arte es burlarse del propio arte; que el arte es tan relativo que ya cualquier pendejada puede llamarse arte. Ahora resulta que con un papelito que justifique o explique lo que el autor quiso plasmar, ya todo se vale.

Pero ahí no acabó la cosa, pues entré a otro recinto del museo y vi un par de mamadototototas (perdonen mi francés): dos cuadros en blanco. Sí, señoritas y señoritos, dos cuadros en blanco colgados de las paredes del mueso de arte más importante de Austin. He aquí la prueba:


Pero ¿saben qué es lo más irónico del caso? Que este trío de mierdas artísticas me inspiraron. Me duele aceptarlo, pero me inspiraron. Me inspiraron para hacer las tiras de esta semana del Capitán Cooltura. Esas obras insípidas, “creadas” por un par de artistas huevones y sin talento, me inspiraron, snif.

Nada más que no lo sepan sus autores, porque entonces justificarán su mierda diciendo que “el arte cumplió su misión inspiradora”.
Los odio.

lunes, agosto 01, 2011

Cliente loco

Hoy llegó al negocio un cliente muy extraño. Era una mezcla de un cotorro con un zombie con un loquito. Una persona muy curiosa.

Era un viejo setentón que iba con una mujer que parecía veintitantos años menor que él y que, por como se hablaban, deduje que era su hija.

Total que ya, les di las buenas tardes y les pregunté que qué se les ofrecía. Y el señor me dijo:

-Es que el sábado vinimos… el sábado aquí estuvimos –y me miró directamente a los ojos.

Y yo: “… ah, ok… ¿y buscaba algo en especial?”. Y el viejo nomás me seguía viendo y su hija seguía viendo las cajas. Después de un silencio largo e incómodo, la mujer me dijo que buscaba una caja de ciertas medidas, y el señor dijo:

-Sí, es que el sábado aquí estuvimos… el sábado vinimos aquí...

Y yo: “… ok… señor… esteee…”, y no me quitaba la mirada de encima el viejo cochino. Total que busqué las medidas de la caja que quería la señora y encontré una similar y la saqué de la bodega; se la mostré y le dije el precio. La señora asintió y se le quedó viendo un rato, y el señor dijo:

-Sí, es que el sábado aquí vinimos... y nos llevamos unas cajas… el sábado aquí anduvimos…

Y pos yo ya de plano no supe a qué chingados se refería el señor con eso de que “el sábado aquí vinimos”. No comprendía tanta insistencia, y entonces le pregunté:

-El sábado yo no estuve aquí en la mañana, señor, pero ¿qué pasó?: ¿lo atendieron mal, no encontró algo que buscaba, la caja era distinta, era otra medida, se la dieron en algún otro precio, le hicieron algún descuento… o por qué me dice eso?

Y el señor:

-No, nomás… es que el sábado aquí vinimos…

Pinche viejo loco... No supe si quería que le agradeciera, que lo felicitara o qué pedo.