martes, mayo 26, 2015

Nido de colibrí

Regreso de vacaciones y me entero que una colibrí decidió anidar en una de las ramas del bambú de la cochera.
La pueden ver al mero centro de la foto.
Una tarde llegué a casa y escuché un zumbido. Cuando me giré, vi al ave flotando a un par de metros de mí. Zigzagueaba, se acercaba, se alejaba; pero permanecía en la cochera. Se me hizo extraño verla ahí, pues la mayoría de las veces veo a estos pajaritos aleteando en el patio, donde tengo cuatro árboles frutales y algunas macetas con flores. Ese día me quedé inmóvil, contemplándola, hasta que fue a posarse sobre su nido.

La verdad, me siento honrado de tener un nido de colibrí en casa.

Cada que llego o salgo, escucho el batir de sus alas. Ayer la tuve como a sesenta centímetros del rostro, pero esta vez, en lugar de regresar a la rama con la pajarera, salió de la cochera y se paró en un cable, haciendo sonidos, como chasquidos; después, voló y la perdí de vista.

Me preocupa que haya hecho el nido ahí, tan a la vista, en una rama tan delgada, que se agita al menor soplido del viento. Pero La Naturaleza es sabia, dicen. Supongo que la ventaja es que los depredadores naturales de estas aves no pueden trepar o reptar por un tallo tan fino. Supongo también que tengo que empezar a apagar la luz de la cochera por las noches, para no molestar a la colibrí. Incluso pienso dejar el coche afuera, para no importunarla con el crujir de la reja o el humo del escape al encender el motor.

Creo que también limitaré las salidas del Chocorrol a la terraza -de ahí nunca baja-, para evitar que pueda hacerle algún daño -saltándole cuando vuele bajo- al pajarillo; sólo mientras nacen los polluelos y aprenden a volar.

Quiero comprar uno de esos bebederos para colibrí, pero no sé qué tan buena idea sea. Ignoro si a la larga el brebaje colorado ése les haga daño a estos animalitos.

Por lo pronto, cada que salgo de casa y no veo a la pajarita, me gana la curiosidad, me acerco despacito al nido y le tomo una foto desde arriba, para ver si ya hay algún huevito.

Hoy no fue la excepción y, al no ver a la colibrí, aproveché para ver si había huevos. Y, pues, ¡ya hay!
Según lo que encontré en Google, en menos de 20 días habrá crías. No puedo esperar a verlas. 
Y como diría Hubert Reeves: "El hombre venera un Dios invisible y masacra una naturaleza visible, sin saber que la naturaleza que masacra es el Dios invisible que venera". Estos sí son milagros, no las fantasías ridículas que inventan la religiones.

lunes, mayo 25, 2015

Otra expo

Por si se la perdieron, estaré exponiendo "Verde vs. Gris" en el Café Amátle hasta el 28 de junio. El Amátle es un lugarcito muy peculiar sobre la calle Diego de Montemayor, entre Abasolo y Matamoros, en el mero Barrio Antiguo. Vayan y platiquen con los dueños, Pepe y Andrés: traen una responsabilidad social y unos proyectos ecológicos muy interesantes. Aparte, me gusta la onda de que, cada que pides un café o un té, debes de compartir un sueño, y lo escriben en tu taza.
Hay algunas impresiones seriadas de mi obra a la venta. Aquí están más baratas que en la expo pasada ($25 pesos) porque el porcentaje que me piden de retribución en este lugar es simbólico. Si en la expo pasada compraron una a mayor precio y compran alguna en este lugar, yo les regalo otra en agradecimiento, para compensar la diferencia del precio; nomás me mandan un correo a guffo76@hotmail.com y nos ponemos de acuerdo.
El lugar abre todos los días desde las 9 am hasta las 9 pm. También hay sándwiches.

lunes, mayo 18, 2015

Aztlán: un buen lugar para morir

Confieso avergonzado que nunca había escuchado hablar de Mexcaltitán; mucho menos de la importancia histórica –o mística– que tiene. 

Mexcaltitán es una isla localizada en el municipio de Santiago Ixcuintla, en el estado mexicano de Nayarit. Algunos historiadores creen que se trata de la mítica Aztlán, lugar de origen de los aztecas, que en náhuatl significa "lugar entre las garzas".

Mexcaltitán es un poblado de pescadores cuyo principal atractivo turístico radica en sus casas con techo de doble agua de tejas; pero, sobre todo, que en temporada de lluvias las calles de la isla se inundan, por lo que pueden ser recorridas en canoas, como en Venecia. 

James nos confesó que había decidido morir en ese lugar.

Al escuchar sus palabras nos quedamos helados. Volteamos a vernos de reojo, como si no hubiéramos comprendido lo que acabábamos de escuchar, pero ninguno de los dos nos atrevimos a pedirle que repitiera lo que había dicho.

Me hubiera gustado ahondar en el tema, pero sus palabras me ofuscaron. Una persona que habla con extraños sobre su propia muerte, con esa naturalidad, no es cosa de todos los días. Me hubiera encantado preguntarle sus motivos, para aprender a lidiar con las muertes que me tocará enfrentar antes de la mía –y con la mía–, pero el tabú alrededor de este tema me hizo creer que, si lo hacía, sería una falta de respeto para el señor, pues podría considerar que no era algo de mi incumbencia.

O tal vez James estaba dispuesto a platicarnos sus razones, pero guardó silencio al ver nuestra reacción. O quizá inconscientemente no quise que profundizara en ellas: la muerte nunca es un tema agradable para pensar. Menos en vacaciones.

Desconozco si James tendría alguna enfermedad terminal o simplemente había decidido acabar con su vida. Pudiera ser que tuviera tal comunión con su cuerpo y espíritu que estaba consciente de que, por su edad, era hora de partir.

No pude decir nada el resto del camino. Ni siquiera articular un diálogo cualquiera con mi acompañante para romper aquel silencio incómodo. Aunque tal vez para James no lo era tanto, pues por el espejo retrovisor alcancé a ver cómo se recargaba en el asiento y miraba el paisaje con una sonrisa dibujada en el rostro.

Al llegar al pueblo, James señaló el cruce de una calle. Nos pidió que lo dejáramos frente a una casa color amarillo yema de huevo. Cuando quise bajarme del coche para abrirle la puerta, posó sus manos sobre mis hombros y dijo que no me molestara. Obedecí, sintiendo un escalofrío. El hombre abrió la puerta, bajó del coche con dificultad, cerró la puerta y se acercó a mi ventana.

 –Fue un placer conocerlos –dijo, levantando el sombrero, tembloroso, dejando que el sol iluminara sus ojos del mismo color de la laguna.

Lo vimos perderse en una calle y seguimos nuestro camino en silencio.

Aquel día en Santa María del Oro, el agua cambió de color. Un día antes tenía destellos azul turquesa. Aquel día amaneció de un tono verde brillante. También aquel día mi forma de ver la vida cambió de color. Un día antes pensaba que era color rosa. Aquel día supe que la muerte también podía serlo.  

jueves, mayo 14, 2015

James en busca de Aztlán

Aquel día el agua cambió de color. Un día antes, mientras descendíamos por el angosto camino, pudimos apreciar, entre la maleza, los destellos azul turquesa de la imponente laguna de Santa María del Oro. Pero, al día siguiente, el agua amaneció de color verde brillante. “Es por el volcán que está abajo”, nos comentó un lugareño que vendía chicharrón de pescado en una pequeña palapa. “Es el chan del agua”, mencionó otro, refiriéndose a una especie de criatura fantástica que, según leyendas locales, "mantiene viva" la laguna.

Antes de tomar el camino de regreso al pueblo de Santa María del Oro –una pequeña carretera de unos 10 kilómetros de longitud, pavimentada y llena de curvas– nos detuvimos en una tiendita para comprar un par de botellas con agua. Al volver al coche y ponerlo en marcha, un anciano enjuto, de vestimenta blanca, impecable, se acercó a mi ventana. Bajé el vidrio para ver qué se le ofrecía. El hombre, en perfecto español con tonito agringado, me dijo que si podía llevarlo al pueblo, pues el taxi colectivo bajaba a la laguna hasta las cuatro de la tarde, y eran apenas las tres. Accedí con gusto quitando el botón de la puerta trasera. El hombre se despojó del elegante sombrero que portaba e intentó subir al coche. Vi de reojo cómo se sostenía de la puerta con una sola mano, tembloroso, y se apalancaba con dificultad para acomodarse en el asiento. Me sentí un poco mal por no haberme bajado a ayudarlo. Como que no reaccioné a tiempo, pues, a simple vista, el hombre no me pareció taaan mayor; supongo que fue por la lucidez con la que se expresaba. Ya para cuando reaccioné, estaba adentro. Y entonces, comenzamos el ascenso.

El anciano se llamaba James. James era de Nueva York, pero vivía desde hacía 30 años en la ciudad de Guadalajara. Vivía de su pensión y hacía trabajo voluntario: daba clases de inglés y fungía como traductor para grupos de turistas que visitaban la ciudad. Decidió venirse a vivir a México porque, según nos comentó, con su pensión no le alcanzaba para seguir viviendo en Nueva York.

A mitad del camino James nos platicó que acababa de regresar de Estados Unidos: su hermano mayor había fallecido apenas la semana pasada, a los 94 años de edad. Ahí fue donde calculé que, si James era el hermano menor de una familia numerosa, debía de tener, mínimo, 85 años; máximo, 92.

Ya entrados en confianza, gracias a su personalidad tan desenvuelta, le ofrecimos nueces, almendras, pasas cubiertas con chocolate y uno de los botes de agua que habíamos comprado, pero James, dando las gracias, no aceptó nada. "Acabo de comer", dijo.
Le preguntamos si andaba solo, pues su edad y condición nos llamó la atención. "Sí. Siempre ando solo". Nos confesó que nunca se había casado ni tenido hijos; que tenía varios sobrinos, pero no los frecuentaba. De hecho, en el velorio de su hermano, uno de sus sobrinos le dijo que quería hacerse cargo de él, pero James se negó, y regresó a Guadalajara para venir hasta Santa María del Oro en autobús, como hacía cada mes: a rentar una pequeña casa en el pueblo, por $2000 pesos, sin aire acondicionado.

De pronto, James se puso serio, como si reflexionara.

–De aquí voy a Mexcaltitán –dijo.

–¿A dónde? –pregunté, pues no lo escuché bien, ya que llevábamos las ventanas abiertas.

–A Mexcaltitán. ¿Sí saben? –negamos con la cabeza. –Dicen que Mexcaltitán es Aztlán, la ciudad perdida de los aztecas.

–¡Órale!, no sabía de ese lugar. Y ¿cómo es? ¿Qué hay ahí?

–Pescadores. Mucha agua. Y mucha paz.

–¿Va a conocer? ¿O ya conoce? –preguntó mi acompañante.

–Voy a morir -respondió.

Continuará...

martes, mayo 12, 2015

Fragilidad

El hombre tiende a destruirlo todo. A veces lo hace por accidente. Otras, por atrabancado. Pero casi siempre por ignorante o porque siente un placer enfermizo al hacerlo. Lo curioso es que en la fragilidad de lo que destruye nunca ve reflejada la propia.  

Por eso, donde veas que ha permanecido lo endeble, ¡alégrate!: es señal de que el hombre no ha pisado aún ese lugar. O, quizá, hay mejores noticias: llegó, pero era un hombre nuevo, que podía comprender lo frágil de su existencia con tan sólo mirar el entorno.

Caminando por una playa nos encontramos varios cangrejos ermitaños. Éste fue el que más llamó nuestra atención por el color de su concha: un lila radiante, con puntos de color gris y blanco. 
Si hubieran llegado hombres atrabancados, ignorantes o con cierto placer enfermizo por la destrucción, supongo que no nos hubiéramos topado con estos crustáceos. Posiblemente los hubieran pisado sin darse cuenta o se los hubieran llevado para tenerlos como mascotas o venderlos como joyas exóticas con patas.

Quiero pensar que estas playas han sido visitadas por más hombres; hombres que han visto la cantidad de cangrejos ermitaños que nosotros hemos visto, y que, como nosotros, pudieron ver su propia fragilidad reflejada en sus conchas. 

¿Qué quieren que haga? Por más que digo que pierdo la fe en la humanidad a cada rato, hay algo que siempre me hace recobrarla. Hoy fue este pequeño cangrejo ermitaño en esta playa desierta.