sábado, enero 05, 2008

Por las barrancas del norte


La piel del rostro siempre cuarteada por las inclemencias del tiempo. Pómulos cuadriculados como cuaderno de matemáticas donde el sol podría escribir la ecuación que soluciona el caos infinito. Mocos secos y petrificados por la tierra y el aire que corre entre laderas, acantilados y voladeros por los que quisiera volar. Ojos profundos y rasgados; a veces llorosos, tal vez por la alegría, la tristeza, el humo del fuego que calienta la cueva o alguna infección sin importancia del monte. Corretear detrás de gallinas y huir cuando se acerca una cámara fotográfica: esa arma que dispara incómodas ráfagas de luz que devoran la esencia. Vivir donde alguien –o algo- dejó caer desde el cielo un gigantesco manto verde, cuyas arrugas, relieves e imperfecciones son las que embellecen el paisaje y recortan la lejanía del filo del mundo. Quisiera tener una mano larga y enorme para pasearla al ras de la hierba que cubre los valles y terrenos perfectamente accidentados. También quisiera conocer el nombre de cada árbol; nombres que aquí son necesarios para hacerles reverencia, pero que en la ciudad son inútiles porque ahí sólo importan los nombres de las empresas, de los coches de modelo reciente y los apellidos influyentes.
Allá en la ciudad nadie sonríe así. Allá en mi ciudad la gente tiene de más y ese peso extra que cargan en lujos, pendejadas innecesarias y todo lo que tener eso acarrea, les estira el rostro hasta el suelo y les borra cosas tan sencillas como la risa. De qué sirve tener tanto si en el fondo no se tiene nada... Si yo pudiera tener tanto, lo tendría todo. Y heme aquí, sin nada y con todo... bueno, casi todo.

Continuará...