
La piel del rostro siempre cuarteada por las inclemencias del tiempo. Pómulos cuadriculados como cuaderno de matemáticas donde el sol podría escribir la ecuación que soluciona el caos infinito. Mocos secos y petrificados por la tierra y el aire que corre entre laderas, acantilados y voladeros por los que quisiera volar. Ojos profundos y rasgados; a veces llorosos, tal vez por la alegría, la tristeza, el humo del fuego que calienta la cueva o alguna infección sin importancia del monte. Corretear detrás de gallinas y huir cuando se acerca una cámara fotográfica: esa arma que dispara incómodas ráfagas de luz que devoran la esencia. Vivir donde alguien –o algo- dejó caer desde el cielo un gigantesco manto verde, cuyas arrugas, relieves e imperfecciones son las que embellecen el paisaje y recortan la lejanía del filo del mundo. Quisiera tener una mano larga y enorme para pasearla al ras de la hierba que cubre los valles y terrenos perfectamente accidentados. También quisiera conocer el nombre de cada árbol; nombres que aquí son necesarios para hacerles reverencia, pero que en la ciudad son inútiles porque ahí sólo importan los nombres de las empresas, de los coches de modelo reciente y los apellidos influyentes.
Allá en la ciudad nadie sonríe así. Allá en mi ciudad la gente tiene de más y ese peso extra que cargan en lujos, pendejadas innecesarias y todo lo que tener eso acarrea, les estira el rostro hasta el suelo y les borra cosas tan sencillas como la risa. De qué sirve tener tanto si en el fondo no se tiene nada... Si yo pudiera tener tanto, lo tendría todo. Y heme aquí, sin nada y con todo... bueno, casi todo.
Continuará...
