martes, enero 08, 2008
Entre barrancas del norte y la película de trenes más corta del mundo
Empezaré diciendo lo que diría cualquier adolescente que se siente intenso: Yo no acostumbro dar gracias por el año que se fue ni tampoco por las cosas buenas que en él sucedieron. Hablando en un contexto general y no en plano personal, son muy pocas cosas buenas las que suceden de un tiempo a la fecha, lo que hace pensar que el mundo gira para un lado que no es el correcto. En otras palabras: el mundo anda pedo y nos va a cargar la fregada a todos con la resaca.
Es un hecho que con el par de huevos que traía colgando -y digo “traía” porque ya no los traigo colgando por el frío de la chinchurria que ha estado haciendo, snif- me es suficiente para enumerar lo positivo del 2007. Ya ni los dedos de las manos sirven para contar lo bonito que sucedió en los 365 días que se fueron el fin de semana antepasado. A ver si este año no termino utilizando nada más medio huevo para enumerar media cosa buena que va a suceder. Eso sí: para contar balaceados, robos, choques, decomisos, corruptelas, mentiras y conductores ebrios que se parten la madre siempre hacen falta manos, dedos, pies y huevos.
Tampoco acostumbro hacer propósitos o pedir deseos, pues soy hombre de poca fe. A veces –y me da pena aceptarlo- hasta pierdo la fe en mí mismo, pero la recupero al día siguiente, o un sábado con cielo añil o un mes después que se me pasa el azote. Algunas veces recupero esa confianza con la misma intensidad que un motivador profesional siente al vender sus libros a los gutierritos de una empresa; y otras veces, con no muchas expectativas sobre un próspero futuro. Lo bueno es que siempre hay algo que me mantiene a flote, y ese sueño, esa meta o esa persona (en mi caso, las tres cosas) se convierten en nuestras balsas anti mordidas de tiburones y anti volcaduras por olas de ojetería social.
Pero son más las veces que pierdo la fe en los demás y es ahí cuando concluyo que, el hecho de perder la esperanza en uno mismo es algo natural y no debemos reprochárnoslo o sentir vergüenza de ello, pues es consecuencia de nuestra condición humana; de ser uno más de todos esos individuos en los que uno no cree ni creerá jamás y que no le quitan el curso erroneo ni la peda al mundo, sino se la fomentan. Habitar un mundo que se ha convertido en el matadero de la razón y los ideales no ayuda en mucho.
El año pasado y el antepasado reafirme que la mayoría de la gente es puro pedo. Todos sin excepción. Que los que predican optimismo son los más negativos de todos; que los que predican amor son los menos aptos para amar; que los que se dicen hombres de paz son los más belicosos. Los que presumen ser buenos esposos no lo son; los que se dicen revolucionarios terminan siendo borregos. Y ni mencionar a los hombres de fe; esos son los más hipócritas de todos. Tal vez por eso de repente me saco de onda y prefiero perder la fe en todo, para ser más congruente conmigo mismo y tener la conciencia tranquila.
He comprendido que la gente que te dice que vivas la vida al máximo es la que menos sabe vivirla; que la gente que te dice que hay que ser feliz es la más infeliz. Que esos que hablan de libertad son quienes tienen más ataduras mentales, espirituales y físicas. Que nunca han sido felices, ni libres y en sus vidas han inhalado una partícula microscópica de lo que predican porque se la pasan perdiendo el tiempo en pendejadas: en celos absurdo, en ambiciones desmedidas, rencores, venganzas, temores… Odian a gente que ni conocen, se ahogan en vasos de agua, prohíben, calculan, prejuzgan, se vuelven obsesivos, se toman demasiado en serio, creen que el amor dura cien años, no creen que el amor puede durar 100 años, quieren ser amados a la fuerza, cumplen patrones sociales que dicen valerles madre pero en el fondo les pesan y calan hondo; buscan complacer a gente que no deben de complacer, quedan bien con gente con quien no deben de quedar bien. Etcétera.
La gente no le da espacio a la sabiduría del tiempo ni a lo que susurran al oído las experiencias cuando se viven realmente y con intensidad. La gente no vive; vive para los demás. No están a gusto si no poseen y controlan algo o alguien, si no son dueños de la situación y, también, si no tienen un amo que les diga qué hacer y cómo hacerlo. Creen que poseer les da seguridad, pero no se dan cuenta que se crean ataduras mentales y grilletes con cadenas espirituales. Que pierden su libertad. Pero dicen ser felices y estar en calma. Allá ellos. El problema es cultural y, por lo que veo, seguiremos empinados porque nuestra cultura está empinada. La liberación es acá, en la cabecita (o cabezota, en mi caso), es en el corazón y en el espíritu. Si no, estoy seguro que nos llevará el pinche tren...