Sin el patrocinio millonario de televisoras, bancos, teléfonos, alimentos, refrescos, cervezas o tiendas de conveniencia.
Sin los “pensamientos positivos” o “buenas vibras” de 50, 70 o 90 millones de habitantes.
Sin jugadores inflados al nivel de superestrellas ni salarios obscenos.
Sin campañas de “sí se puede”, “es nuestro momento”, “es ahora o nunca”, “hay que cambiar la historia”, etcétera.
Sin comentaristas lamehuevos y tendenciosos ni el mejor equipo de comediantes y viejas buenas.
Sin todo lo anterior, Uruguay llegó a semifinales. ¿Cuánto tiempo seguirán soñando los fieles enajenados mexicanos con que su país llegue -de perdido- al quinto partido? ¿Por qué un país diminuto y charchino -para muchos- sí puede lograr eso; y una rica superpotencia como México -según otros-, no puede?
Un país enfermo, lo está de todas partes. No puede estar enfermo de la mitad pa´ rriba y sano de la mitad pa´ bajo. Las enfermedades se expanden y lo infectan todo.
Algo tan insignificante como el fútbol viene siempre a recordarnos nuestra condición agónica, los males que arrastramos desde hace tiempo y los males actuales. Con un país enfermo, al que se le receta por años el mismo medicamento que no lo cura pero lo mantiene vivo, no hay más que hacer dos cosas: o se le cambia el medicamento de manera radical (como cambiarle las quimios por veneno de alacrán volador a un enfermo de cáncer) o se le deja morir, porque mantenerlo vivo, la verdad, sale muy caro.
Un país sin cambios no es un país sano.
Siempre pongo de ejemplo a Uruguay porque se que es un país en el que ha habido verdaderos cambios. Cambios tan profundos en su esencia que el resultado se refleja de manera positiva en cosas tan superficiales como su fútbol.
Ya lo dije una vez: no pido que México sea ordenado, austero, limpio, culto, equilibrado o tolerante como lo es Uruguay; me conformo con que Monterrey y su área metropolitana lo sean.
¿Qué nos falta? O será: ¿qué nos sobra?
Sin los “pensamientos positivos” o “buenas vibras” de 50, 70 o 90 millones de habitantes.
Sin jugadores inflados al nivel de superestrellas ni salarios obscenos.
Sin campañas de “sí se puede”, “es nuestro momento”, “es ahora o nunca”, “hay que cambiar la historia”, etcétera.
Sin comentaristas lamehuevos y tendenciosos ni el mejor equipo de comediantes y viejas buenas.
Sin todo lo anterior, Uruguay llegó a semifinales. ¿Cuánto tiempo seguirán soñando los fieles enajenados mexicanos con que su país llegue -de perdido- al quinto partido? ¿Por qué un país diminuto y charchino -para muchos- sí puede lograr eso; y una rica superpotencia como México -según otros-, no puede?
Un país enfermo, lo está de todas partes. No puede estar enfermo de la mitad pa´ rriba y sano de la mitad pa´ bajo. Las enfermedades se expanden y lo infectan todo.
Algo tan insignificante como el fútbol viene siempre a recordarnos nuestra condición agónica, los males que arrastramos desde hace tiempo y los males actuales. Con un país enfermo, al que se le receta por años el mismo medicamento que no lo cura pero lo mantiene vivo, no hay más que hacer dos cosas: o se le cambia el medicamento de manera radical (como cambiarle las quimios por veneno de alacrán volador a un enfermo de cáncer) o se le deja morir, porque mantenerlo vivo, la verdad, sale muy caro.
Un país sin cambios no es un país sano.
Siempre pongo de ejemplo a Uruguay porque se que es un país en el que ha habido verdaderos cambios. Cambios tan profundos en su esencia que el resultado se refleja de manera positiva en cosas tan superficiales como su fútbol.
Ya lo dije una vez: no pido que México sea ordenado, austero, limpio, culto, equilibrado o tolerante como lo es Uruguay; me conformo con que Monterrey y su área metropolitana lo sean.
¿Qué nos falta? O será: ¿qué nos sobra?