Soñar es como tener una nube que va cambiando de forma adentro de tu cabeza.
Nunca he soñado que vuelo, pero sí he soñado que puedo brincar muy alto y descender flotando si agito los pies y las manos, como si pedaleara o nadara. Es casi como volar. Esos sueños son mis favoritos porque me la paso brincando casas, edificios, parques y árboles toda la noche. Soy tan bueno saltando que incluso puedo pasar entre los cables de la luz y del teléfono sin tocarlos. Cuando hago esto, brinco como si fuera un delfín: con los brazos hacia el frente, en forma de flecha; desciendo de la misma forma, me doy una maroma y caigo de pie sobre la banqueta, suavemente, como si me envolviera un humo muy espeso que amortigua el golpe.
Anoche soñé bien chido. Soñé que caminaba entre unas calles muy largas y muy amplias buscando una ciudad de la que me habían hablado mucho pero no encontraba. El problema era que nadie sabía dónde estaba, que todos los trenes se me iban antes de tiempo y que ya no traía un centavo en la bolsa del pantalón. De repente la estación de trenes se quedaba sola y veía que enfrente de mí había un lago que parecía un espejo y tenía un puente flotante en medio.
Crucé las vías del tren y caminé por el puente hasta llegar a una puerta de tela mosquitera muy alta, que estaba cerrada con candado. Entonces me acordé que tenía el poder de saltar bien alto y salté bien alto y me impulsé moviendo las piernas como si pedaleara y las manos como si nadara porque la puerta estaba tan larga que pensé que de un salto no la iba a poder sobrepasar. Pero pude pasar por encima de ella y descendí muy lento y al caer del otro lado vi la ciudad más bonita que he visto en toda mi vida.
Había casas tipo chalet, con muchas molduras de colores en las fachadas. Las calles estaban limpias, el pavimento era de color beige. No había carros y había poca gente caminando en ellas, casi todos con sus perros o con sus gatos. Había muchos árboles y puentes empedrados y canales con patos, grullas y nutrias. Las ventanas de los edificios y de las oficinas eran acuarios con muchos peces de muchos colores. En los pisos más altos podía ver tiburones y ballenas como si fueran en miniatura. Pero lo que más recuerdo de la ciudad, es que el viento no dejaba de soplar. Era como llevar la cabeza afuera de la ventana de un coche todo el tiempo. Era un aire fresco, una brisa agradable que olía a algo que me hacía sentir mucha tranquilidad, como si se me limpiaran los pensamientos o se me purificaran los sentimientos y olvidara todo y volviera a empezar sin saber ni sentir nada. No recuerdo haber soñado con olores. Tampoco haber sentido esa paz alguna vez. Por eso digo que soñé chido.
Y el viento soplaba y soplaba y la gente me saludaba, los perros me lamían las piernas, las grullas hacían sonidos extraños, las nutrias nadaban muy gracioso en los canales y los peces de los acuarios se pegaban al vidrio. Los árboles se mecían como si cada rama y cada hoja pensaran. En eso, un hombre se puso a mi lado cuando se dio cuenta que miraba sorprendido la hilera infinita de árboles que se mecían, y me dijo: “Buenas tardes. Aquí nadie brinca. Aquí todos volamos. Por eso el viento...”. Se quitó el sombrero, lo tomó como si fuera el volante de un coche y esperó a que se llenara de aire. Después, se elevó.
Desperté, me vine a la oficina, leí los diarios, vinieron algunos clientes, imprimí tickets, escuché ambulancias, hice facturas, vi patrullas de policías pasar. Curiosamente, el viento está soplando desde muy temprano en la ciudad. Lo pueden comprobar quienes vivan en Monterrey. El problema es que en esta ciudad nadie salta tan alto como en mis sueños y, mucho menos, pueden volar. Ni siquiera con este viento.
Las pesadillas siempre son reales. Los sueños siempre serán sueños.
Nunca he soñado que vuelo, pero sí he soñado que puedo brincar muy alto y descender flotando si agito los pies y las manos, como si pedaleara o nadara. Es casi como volar. Esos sueños son mis favoritos porque me la paso brincando casas, edificios, parques y árboles toda la noche. Soy tan bueno saltando que incluso puedo pasar entre los cables de la luz y del teléfono sin tocarlos. Cuando hago esto, brinco como si fuera un delfín: con los brazos hacia el frente, en forma de flecha; desciendo de la misma forma, me doy una maroma y caigo de pie sobre la banqueta, suavemente, como si me envolviera un humo muy espeso que amortigua el golpe.
Anoche soñé bien chido. Soñé que caminaba entre unas calles muy largas y muy amplias buscando una ciudad de la que me habían hablado mucho pero no encontraba. El problema era que nadie sabía dónde estaba, que todos los trenes se me iban antes de tiempo y que ya no traía un centavo en la bolsa del pantalón. De repente la estación de trenes se quedaba sola y veía que enfrente de mí había un lago que parecía un espejo y tenía un puente flotante en medio.
Crucé las vías del tren y caminé por el puente hasta llegar a una puerta de tela mosquitera muy alta, que estaba cerrada con candado. Entonces me acordé que tenía el poder de saltar bien alto y salté bien alto y me impulsé moviendo las piernas como si pedaleara y las manos como si nadara porque la puerta estaba tan larga que pensé que de un salto no la iba a poder sobrepasar. Pero pude pasar por encima de ella y descendí muy lento y al caer del otro lado vi la ciudad más bonita que he visto en toda mi vida.
Había casas tipo chalet, con muchas molduras de colores en las fachadas. Las calles estaban limpias, el pavimento era de color beige. No había carros y había poca gente caminando en ellas, casi todos con sus perros o con sus gatos. Había muchos árboles y puentes empedrados y canales con patos, grullas y nutrias. Las ventanas de los edificios y de las oficinas eran acuarios con muchos peces de muchos colores. En los pisos más altos podía ver tiburones y ballenas como si fueran en miniatura. Pero lo que más recuerdo de la ciudad, es que el viento no dejaba de soplar. Era como llevar la cabeza afuera de la ventana de un coche todo el tiempo. Era un aire fresco, una brisa agradable que olía a algo que me hacía sentir mucha tranquilidad, como si se me limpiaran los pensamientos o se me purificaran los sentimientos y olvidara todo y volviera a empezar sin saber ni sentir nada. No recuerdo haber soñado con olores. Tampoco haber sentido esa paz alguna vez. Por eso digo que soñé chido.
Y el viento soplaba y soplaba y la gente me saludaba, los perros me lamían las piernas, las grullas hacían sonidos extraños, las nutrias nadaban muy gracioso en los canales y los peces de los acuarios se pegaban al vidrio. Los árboles se mecían como si cada rama y cada hoja pensaran. En eso, un hombre se puso a mi lado cuando se dio cuenta que miraba sorprendido la hilera infinita de árboles que se mecían, y me dijo: “Buenas tardes. Aquí nadie brinca. Aquí todos volamos. Por eso el viento...”. Se quitó el sombrero, lo tomó como si fuera el volante de un coche y esperó a que se llenara de aire. Después, se elevó.
Desperté, me vine a la oficina, leí los diarios, vinieron algunos clientes, imprimí tickets, escuché ambulancias, hice facturas, vi patrullas de policías pasar. Curiosamente, el viento está soplando desde muy temprano en la ciudad. Lo pueden comprobar quienes vivan en Monterrey. El problema es que en esta ciudad nadie salta tan alto como en mis sueños y, mucho menos, pueden volar. Ni siquiera con este viento.
Las pesadillas siempre son reales. Los sueños siempre serán sueños.