Domingo, nueve treinta de la noche.
- Mira, mija: ya llegó el muchacho que te gusta.
La niña se sonroja mientras se esconde detrás de la falda de su madre, quien acaba de delatarla. Hago como que no escucho y doy las buenas noches.
Una vez por semana voy a ese puesto de tacos. Los de trompo con queso en tortilla de harina están muy buenos; además de baratos.
- ¡Ándale!, atiende al joven –dice la madre, y la niña asoma el rostro con las manos tapando su boca para ocultar que sonríe.
No tiene más de 12 años. Siempre que posa su mirada en mí es celestial. Le sonrío meneando la mano y por fin sale de atrás de su madre, riendo aún, pero ya sin mirarme. Es morena, de ojos grandes -casi saltones- y muy espigada. De mayor será una belleza.
La pequeña toma una vasija con cebolla y cilantro bien picados, los botes de las salsas y un plato con limones que deja sobre mi mesa.
- Gracias, chula –le digo, y corre hacia su madre para abrazarla riendo, posando de nuevo su mirada en la mía cuando se le pasa la pena.
Es curioso gustarle a una niña. Quién sabe qué pensarán o cómo lo verán a uno. Es un halago inocente que no nos genera ego ni vanidad.
Pero es más curioso que una niña de no más de 12 años tenga que atender un puesto de tacos. Siempre está ahí, sin remilgar, ayudando a su mamá en lo que puede. Ignoro si tenga muñecas, tacitas de té o planchita para jugar. Tal vez el haberla empujado hacia el mundo adulto de las responsabilidades debido a las carencias económicas le haya borrado el recuerdo de su mundo infantil. O tal vez nunca tuvo mundo infantil. Tampoco sé si tenga padre. No sé si tenga bicicleta o patines, pero aunque los tuviera: las calles del barrio son transitadas y peligrosas. Ignoro si vaya a la escuela, aunque ¿qué educación podría recibir en una escuela de gobierno gratuita con maestros mal pagados? Las veces que le he preguntado alguna de estas dudas, ríe y se va corriendo.
Pido la cuenta. Son 28 pesos. Pago con un billete de 50 y le digo a la señora que así lo deje.
- Adiós, chula –me despido de la niña.
- Dile adiós al muchacho, mija –y la niña se esconde detrás de su madre, riéndo, como siempre.
Sé que mis 30 pinches pesillos de más no hacen la diferencia, pero son tiempos en que Dios –si es que existe- le teme a los humanos, por eso no hace acto de presencia.
Dios se ha acobardado, y con justa razón. Teme presentarse y ser denigrado; humillado. Teme ser llamado naco, jodido o pinche barbón chancludo, porque el humano se ha vuelto despectivo y prejuicioso con sus semejantes. Le atemoriza presentarse y darse cuenta el mierdero en que hemos transformado el mundo, por eso mejor hace oídos sordos. Teme quebrarse en llanto por las grandes diferencias que se hemos creado entre nosotros y teme volverse loco ante tanto loco, por eso mejor se hace pendejo.
Por eso, si Dios es un cobarde y no hace su trabajo, pues uno tiene que armarse de huevos y hacerlo, ayudando en lo que pueda, aunque sean 30 pinches pesillos. Así, a falta de Dios, uno se convierte en el Dios de otras personas.