Sería en la secundaria o en la prepa cuando por primera vez medí mi mano con la de una chava. Es el primer y mejor pretexto para tocar a la mujer que te gusta o de la que estás enamorado en secreto.
“Uy, qué chiquita tienes la mano”, le dije, y se río mucho, para después tomar una actitud retadora. Me tomó por la muñeca y la puso palma a palma con la suya. “Ay, pero si nomás me sacas una puntita”, dijo, y encorvé mis dedos como garras retractiles de felino para doblar los suyos. Ella hizo lo mismo sonriendo y gruñendo; como jugando luchitas. Me doblé y me dejé ganar. Reímos mucho y efervescí de los pies al pecho. Fue un instante eterno.
Así quisiera sentir a diario, porque así me sentí por muchos años: instantes inmortales, inocentes y espontáneos cargados de pasión.
Y espero que ese largo corredor que se pierde con la noche -alguna metáfora de la vida- siga iluminado; aunque tenga que recorrerlo solo... siempre con la esperanza de que otra vez se crucen nuestros caminos.