“Trejo”, “Lagunes”, “Palomo”, “Ruvalcaba”, “Pacheco”, “Bortoni”. Acostumbrábamos a llamarnos por nuestro apellido. De esos son de los que me acuerdo porque eran los que me parecían chidos. Aparte, a los “Pérez”, “Garza” o “Sánchez” nunca los llamaban así.
Llamarnos por nuestro apellido –el paterno la mayoría de las veces- nos hacía sentir mayores. A quienes llamaban por su apellido tenían la seguridad que no se les pondría un apodo durante los tres años que duraba la secundaria. Era una ley intrínseca que siempre se cumplía.
Algunos apellidos se prestaban para ser apodos, como le sucedió a Rodolfo Pompa, al que llamábamos “Pinche Nalgón”, o a Mauricio Minakata, que le decíamos “Minacaca”. Yo era de este tipo de alumnos con el apellido deformado a apodo y el único al que llamaban por su apellido materno. Me decían “Calavera”, por flaco y por el Talavera. Me dijeron “Caballero” como por dos días, pero al enterarse del Talavera les pareció más gracioso y me lo cambiaron. Pero bueno, eso era mejor y menos cruel que otros apodos.
Recuerdo que a Edmundo, un estudiante chilango, muy moreno, le pusieron "el Caníbal", y en prepa, cuando nuestro humor era más agudo y mordaz, se lo modificaron por "Viernes", el nombre del amigo salvaje de Robinson Crusoe. Yo siempre le dije “Mundo”, pues notaba su mirada de tristeza cada que le decían “Caníbal”, aparte, cargar con el estigma del chilango en un colegio marsita de Monterrey no creo que fuera fácil para él.
La raza es muy cruel en la secu.