martes, noviembre 20, 2007

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Tropezar en lo más alto de un acantilado y caer sobre lajas afiladas y cactus de todo tipo para ser devorado horas después por animales carroñeros, moscas y gusanos amarillentos que palpitan mientras engullen. Desplomarse al instante de ser decapitado por la lámina de un anuncio panorámico que fue arrancada y lanzada por los aires por un furioso huracán. Estrellarse de cara contra la escollera de un hotel durante un maremoto que nadie previno. Estar sentado debajo del árbol que atrae el rayo. Chocar de frente contra un trailer en una carretera que no es de cuota. Tener la mala suerte de estar en medio de un tiroteo entre policías y policías que se hicieron delincuentes. Ser rebanado como sushi por las aspas de un helicóptero militar. Ser ese uno en mil millones al que golpea fatalmente en la cabeza un pedazo de planeta. Tener el agua hasta el cuello rodeado de cables de alta tensión. Nadar contra corriente -y de noche- en un mar infestado de sangre, vísceras y tiburones. Romper la superficie de un lago congelado y hundirse hasta el fondo con las extremidades inutilizadas por el frío. Volarse la mano con una granada, volarse los brazos con una dinamita, partirse a la mitad con una mina terrestre, quedar hecho papilla después de una manada de elefantes, rinocerontes y búfalos.

De todo lo anterior, moriríamos irremediablemente, pero dicen que uno se repone de todo cuando existe el “verdadero amor”. Hablar del amor verdadero es como hablar de fantasmas y chupacabras; es como platicar que vimos un ovni o hicimos un viaje astral: nadie cree en eso hasta que lo vive o cree vivirlo, y a nadie le gusta no creer en nada de eso, sobre todo cuando de amor verdadero se trata.

La mayoría preferiríamos todas esas formas de morir -y hasta algunas más crueles- antes que perder el amor verdadero. Es la realidad de algo que muchas veces pareciera ficticio. Suena absurdo optar por la muerte, pero perder ese amor y la muerte son sinónimos; sólo que en el primero hay más posibilidades de volver a empezar y renacer. No muchas, pero existen.

De todas las fatalidades anteriores, uno se recupera y revive, porque así lo dicen los cuentos con finales felices que nos gustan, nuestras canciones favoritas y las películas que quisiéramos fueran nuestra vida. Nos lo dice el pecho y -a veces- hasta la razón. Nos lo dice el temblor en las piernas, las fotografías de toda una historia juntos, los oscuros secretos compartidos e incluso los demonios que no nos dejan dormir por las noches. Nos lo dice la intensidad del primer encuentro accidental: intensidad que no desapareció con los años; nos lo dice la sabiduría de la primera mirada y el registro perfecto de un rostro más perfecto en la memoria; me lo recuerda la efervescencia que provocó tu aroma esa primera noche que, sin conocerte y por pura corazonada, decidí que el resto de mi vida quería que oliera así; que a diario quería que me burbujearan las tripas con esa fuerza que el corazón está seguro nadie más logrará.

El corazón no es pendejo; no es como el niño al que se le engaña con otro perrito similar cuando le atropellan el suyo. Las historias de amor no son como las columnas y muros de una ciudad griega, o como los enormes bloques de una pirámide que se desgastan con el viento y el tiempo. Una historia de amor perfecta dura más que la piedra y el olvido.

Cuando el corazón late por alguien como nunca lo hizo por nadie, seguirá latiendo irremediablemente por esa persona, así estemos desmembrados a causa de errores, placebos, hartazgos, peleas, rutinas, rencores, mil defectos, pocas virtudes y falsas esperanzas; así estemos despedazados -en cachitos- y el corazón sea lo único que quede... seguirá latiendo... siempre y cuando no hayamos confundido las luces de un avión con un platillo volador o una sombra nocturna con un fantasma.