Entubada, con la piel amarillenta y los labios contraídos a causa de una enfermedad terminal, mi abuela todavía tuvo los ánimos de organizar a la gente que rodeaba su cama para cantarme Las Mañanitas, hace un par de semanas. Es el mejor regalo que he recibido en 34 años de vida, a pesar que de niño hacía berrinche y lloraba cuando me las cantaban.
Volví a visitar a mi abuela tres días después. El color de su piel me impactó. Parecía un personaje sacado de las caricaturas de Los Simpson. La besé –olía a sus cremas para la cara- y le tomé la mano –la tenía fría-. Me dijo que ya no querían darle comida china ni camarones de Don Leo, que pura papaya licuada. Ahorita mismo los regaño y te traigo tu cóctel, le dije sonriendo, ante la mirada compasiva de una enfermera y una tía.
Ya me duele mucho mi panza, mijito… se me hace que no llego a mañana. Pensé que con sus palabras se me helaría la sangre, pero no. No supe qué decirle. Me quedé callado. Sólo sonreí y le acaricié el cabello. ¿Qué puede decir un ateo en esas situaciones? Un ateo que la disfrutó 34 años.
Mi tía y la enfermera se le acercaron y le dijeron que no pensara eso, que se iba a poner bien, que le echara ganas, que se pusiera en manos de Dios, que el cuadro del Sagrado Corazón colgado en la pared siempre la había cuidado. No sé si su intención era mentirle o mentirse ellas mismas, contagiadas por las mentiras que hemos escuchado toda la vida y nos enseñan a repetir como cotorritos amaestrados. Cuando mi tía y la enfermera salieron de la habitación, mi abuela me miró como si supiera algo que nadie más sabía. Se le veía en los ojos. Fue como si acabaran de revelarle un secreto que los demás sólo conoceremos cuando lleguemos a ese momento.
Que sea la voluntad de Dios, ¿verdad mijito?, dijo con un suspiro ahogado. Así va a ser, abuelita, le respondí haciendo a un lado mi ateísmo.
Cinco días después, mi abuela murió. Llegué justo cuando dejó de respirar, después de recibir una llamada desesperada de mi madre. No quise hacer bulto en el cuarto, donde había varios familiares histéricos, hablándole y queriéndola arrebatar de lo inevitable. La tocaban, la movían, decían que todavía tenía pulso, que sentían que respiraba, que aún los escuchaba. La enfermera hacía su trabajo y les seguía la corriente, como queriendo alargarles la ilusión de la vida. ¿Qué diferencia hay entre un cuerpo vegetativo y consciente a uno muerto? Las personas no saben de calidad de vida, pero la pregonan cada que pueden y no respetan a quien ya la ha perdido.
La gente enloquece un poco cuando muere un ser amado. Mis tías veían ángeles en el cuarto, había comadres que rezaban y lloraban y se arrodillaban en el piso, primas que se aventaban al cuerpo inerte para abrazarlo y decirle que no se fuera, vecinas que veían escarcha dorada sobre su piel, como si la virgen de no sé dónde la hubiera tocado. Todo mundo le buscaba el lado mágico a la muerte, el aspecto sobrenatural a la garantía más natural de la vida. Yo, me limité a recargarme en el marco de la puerta de la habitación, a contemplar la escena. Desde ahí, mi abuela me pareció la muerta más hermosa del mundo.
Pensé mucho ese día, antes de que se llevaran su cuerpo, y también los días siguientes. Sobre todo en la misa, oyendo las pendejadas que decía el padre. Ni siquiera la conocía y se sentía con derecho a hablar de ella. Dijo que tena 13 hijos, cuando tuvo 11; se refirió a ella como la señora Leticia, no Alma. Nadie le decía Leticia a mi abuelita. Ni eso pudo hacer bien el pendejo, y hasta cobró el muy cabrón por frases tan trilladas como: "guerrera incansable", "madre ejemplar", "flor que con su perfume lo impregnaba todo", "Dios la necesitaba en sus filas", "ya está descansando"... eso todos los sabemos, imbécil. Es increíble que un emisario de alguien supuestamente celestial no tenga la capacidad para decir cosas bellas por un semejante. Al igual que tanta gente. Muertos en vida que siguen un formato.
Obviamente, las tías que vieron ángeles, las comadres que rezaron y las vecinas que vieron escarcha dorada sobre su rostro, dijeron que la misa había estado hermosa y que el padre había hablado divino, y empezó de nuevo la competencia por ver quién lloraba más, porque, para muchos, quien más llora es quien más la quería.
Y todo hizo click. O corto circuito. En el cerebro y en el alma, o lo que sea que tenemos adentro. Varias noches se me fue el sueño. Agarraba un libro pero me ganaban las ganas de pensar. Abro los ojos y paso de los 34; mañana los abro y tengo lo doble. Si acaso los abro. Siempre supe lo anterior. Es un razonamiento sencillo, lógico, pero nunca lo sentí tan profundo. Derramé pocas lágrimas en la iglesia –algunas por las pendejadas que decía el padrecito- y estando a solas, en la penumbra de mi cuarto. Lloré más por lo que significa la vida que por perder a alguien que nunca sentí que perdí a pesar de su ausencia. Comprendí que la vida es memoria. A eso se resume todo. Tengo treinta y tantos años de recuerdos con mi abuela. Un tesoro. Compadecí a quienes no tienen desarrollada esa capacidad y a quienes no han tenido tanto tiempo una abuela. Comprendí que la vida no es esto en sí. Esto que está aquí. Y me dio coraje. También me dio risa que tantos presuman estar vivos. Que tantos vivan sin vivir. Y que yo tenga que vivir junto a ellos. La vida es sentir, no respirar; inspirar, no pasar inadvertido. Reafirmé mi postura a no estar donde no quiero estar, a no hacer lo que no quiero hacer, a creer lo que creo, a decir lo que pienso y siento como lo pienso y lo siento; a no perder mi tiempo ni en cosas ni en gente ni en emociones que no me dejan nada en el pecho –donde a veces sentimos miles de alas de mariposas- ni en la memoria. Lloré porque me di cuenta de muchas cosas que antes no veía. Del tiempo que sentí perdido y nunca lo fue, pero me hicieron creer que lo era. También del tiempo que posiblemente me quede por vivir y no quiero perder. Me di cuenta de todas las cosas que no hice por falta de dinero, de pantalones, de acompañante o de tiempo… y ahora me doy cuenta que no se necesitaba ni tanto dinero ni tantos pantalones ni acompañante ni tiempo. Sólo tomar una decisión. Seguir una corazonada. Conocerme a mí mismo. A fondo. Y dejar que las cosas fluyeran.
Antes fingía un poco -lo confieso- que nada me importaba. Ahora en realidad nada me importa. Y no lo digo porque todo para mí haya perdido su valor, sino porque ahora he encontrado su valor verdadero. Gracias a mi abuela y a su ausencia física.
En el refri aún tengo dos bolsas con habas y lentejas congeladas. Las últimas que preparó, pero no he querido comérmelas. No sé qué estoy esperando.
La gente enloquece un poco cuando muere un ser amado.
Volví a visitar a mi abuela tres días después. El color de su piel me impactó. Parecía un personaje sacado de las caricaturas de Los Simpson. La besé –olía a sus cremas para la cara- y le tomé la mano –la tenía fría-. Me dijo que ya no querían darle comida china ni camarones de Don Leo, que pura papaya licuada. Ahorita mismo los regaño y te traigo tu cóctel, le dije sonriendo, ante la mirada compasiva de una enfermera y una tía.
Ya me duele mucho mi panza, mijito… se me hace que no llego a mañana. Pensé que con sus palabras se me helaría la sangre, pero no. No supe qué decirle. Me quedé callado. Sólo sonreí y le acaricié el cabello. ¿Qué puede decir un ateo en esas situaciones? Un ateo que la disfrutó 34 años.
Mi tía y la enfermera se le acercaron y le dijeron que no pensara eso, que se iba a poner bien, que le echara ganas, que se pusiera en manos de Dios, que el cuadro del Sagrado Corazón colgado en la pared siempre la había cuidado. No sé si su intención era mentirle o mentirse ellas mismas, contagiadas por las mentiras que hemos escuchado toda la vida y nos enseñan a repetir como cotorritos amaestrados. Cuando mi tía y la enfermera salieron de la habitación, mi abuela me miró como si supiera algo que nadie más sabía. Se le veía en los ojos. Fue como si acabaran de revelarle un secreto que los demás sólo conoceremos cuando lleguemos a ese momento.
Que sea la voluntad de Dios, ¿verdad mijito?, dijo con un suspiro ahogado. Así va a ser, abuelita, le respondí haciendo a un lado mi ateísmo.
Cinco días después, mi abuela murió. Llegué justo cuando dejó de respirar, después de recibir una llamada desesperada de mi madre. No quise hacer bulto en el cuarto, donde había varios familiares histéricos, hablándole y queriéndola arrebatar de lo inevitable. La tocaban, la movían, decían que todavía tenía pulso, que sentían que respiraba, que aún los escuchaba. La enfermera hacía su trabajo y les seguía la corriente, como queriendo alargarles la ilusión de la vida. ¿Qué diferencia hay entre un cuerpo vegetativo y consciente a uno muerto? Las personas no saben de calidad de vida, pero la pregonan cada que pueden y no respetan a quien ya la ha perdido.
La gente enloquece un poco cuando muere un ser amado. Mis tías veían ángeles en el cuarto, había comadres que rezaban y lloraban y se arrodillaban en el piso, primas que se aventaban al cuerpo inerte para abrazarlo y decirle que no se fuera, vecinas que veían escarcha dorada sobre su piel, como si la virgen de no sé dónde la hubiera tocado. Todo mundo le buscaba el lado mágico a la muerte, el aspecto sobrenatural a la garantía más natural de la vida. Yo, me limité a recargarme en el marco de la puerta de la habitación, a contemplar la escena. Desde ahí, mi abuela me pareció la muerta más hermosa del mundo.
Pensé mucho ese día, antes de que se llevaran su cuerpo, y también los días siguientes. Sobre todo en la misa, oyendo las pendejadas que decía el padre. Ni siquiera la conocía y se sentía con derecho a hablar de ella. Dijo que tena 13 hijos, cuando tuvo 11; se refirió a ella como la señora Leticia, no Alma. Nadie le decía Leticia a mi abuelita. Ni eso pudo hacer bien el pendejo, y hasta cobró el muy cabrón por frases tan trilladas como: "guerrera incansable", "madre ejemplar", "flor que con su perfume lo impregnaba todo", "Dios la necesitaba en sus filas", "ya está descansando"... eso todos los sabemos, imbécil. Es increíble que un emisario de alguien supuestamente celestial no tenga la capacidad para decir cosas bellas por un semejante. Al igual que tanta gente. Muertos en vida que siguen un formato.
Obviamente, las tías que vieron ángeles, las comadres que rezaron y las vecinas que vieron escarcha dorada sobre su rostro, dijeron que la misa había estado hermosa y que el padre había hablado divino, y empezó de nuevo la competencia por ver quién lloraba más, porque, para muchos, quien más llora es quien más la quería.
Y todo hizo click. O corto circuito. En el cerebro y en el alma, o lo que sea que tenemos adentro. Varias noches se me fue el sueño. Agarraba un libro pero me ganaban las ganas de pensar. Abro los ojos y paso de los 34; mañana los abro y tengo lo doble. Si acaso los abro. Siempre supe lo anterior. Es un razonamiento sencillo, lógico, pero nunca lo sentí tan profundo. Derramé pocas lágrimas en la iglesia –algunas por las pendejadas que decía el padrecito- y estando a solas, en la penumbra de mi cuarto. Lloré más por lo que significa la vida que por perder a alguien que nunca sentí que perdí a pesar de su ausencia. Comprendí que la vida es memoria. A eso se resume todo. Tengo treinta y tantos años de recuerdos con mi abuela. Un tesoro. Compadecí a quienes no tienen desarrollada esa capacidad y a quienes no han tenido tanto tiempo una abuela. Comprendí que la vida no es esto en sí. Esto que está aquí. Y me dio coraje. También me dio risa que tantos presuman estar vivos. Que tantos vivan sin vivir. Y que yo tenga que vivir junto a ellos. La vida es sentir, no respirar; inspirar, no pasar inadvertido. Reafirmé mi postura a no estar donde no quiero estar, a no hacer lo que no quiero hacer, a creer lo que creo, a decir lo que pienso y siento como lo pienso y lo siento; a no perder mi tiempo ni en cosas ni en gente ni en emociones que no me dejan nada en el pecho –donde a veces sentimos miles de alas de mariposas- ni en la memoria. Lloré porque me di cuenta de muchas cosas que antes no veía. Del tiempo que sentí perdido y nunca lo fue, pero me hicieron creer que lo era. También del tiempo que posiblemente me quede por vivir y no quiero perder. Me di cuenta de todas las cosas que no hice por falta de dinero, de pantalones, de acompañante o de tiempo… y ahora me doy cuenta que no se necesitaba ni tanto dinero ni tantos pantalones ni acompañante ni tiempo. Sólo tomar una decisión. Seguir una corazonada. Conocerme a mí mismo. A fondo. Y dejar que las cosas fluyeran.
Antes fingía un poco -lo confieso- que nada me importaba. Ahora en realidad nada me importa. Y no lo digo porque todo para mí haya perdido su valor, sino porque ahora he encontrado su valor verdadero. Gracias a mi abuela y a su ausencia física.
En el refri aún tengo dos bolsas con habas y lentejas congeladas. Las últimas que preparó, pero no he querido comérmelas. No sé qué estoy esperando.
La gente enloquece un poco cuando muere un ser amado.