jueves, marzo 24, 2011

Toc, toc...

No sé a ustedes pero a mí me encabrona mucho que llamen a la puerta de mi casa. Si no estoy esperando a que venga alguien, nadie tiene por qué tocar. No son bienvenidos; si lo fueran pondría un tapete en la entrada, de ésos con florecitas de colores que dicen: “Bienvenidos”. Pero no, no hay tal tapete, por lo tanto no tienen una razón válida para acercarse a mi puerta, a menos que sean conocidos míos o gente como mi vecina anterior, que cada que timbraba era para darme frijoles charros, rebanadas de pastel o algún guiso. Pero insisto: si no los conozco o no son la vecina que me daba comida: ¡no vengan!, ¡júchile de aquí!

Es que la verdad he tenido muy malas experiencias las pocas veces que he abierto la puerta cuando tocan. El problema es que no tengo una ventana por la que pueda ver quién chingados es y decidir si abro o no. Bueno, sí hay una ventana, pero si me asomo por ella quedo a la vista de la persona que toca y ya no me da tiempo de esconderme y fingir que no estoy. Es por esto que desde que me cambié de casa he tenido que lidiar con testigos de Jehová, mujeres haciendo encuestas de refrescos dietéticos, vendedores de calculadoras y señores que piden dinero con el pretexto de tener a un familiar en el hospital.

Lo que hago ahora es simplemente hacerme pendejo. Al momento de escuchar golpes en la puerta, me bloqueo. Viajo mentalmente a la zona del silencio o a alguna playa en la que sólo se percibe el murmullo del oleaje. Ya no me asomo ni pregunto “¿quién es?” o “¿qué chingados quieren?” ni nada. Nomás aguanto la respiración lo más que puedo y procuro no hacer algún movimiento brusco que delate mi presencia. Si quien toca resulta ser alguien que conozco, pues me llama a mi teléfono y me dice que está afuera y le abro la puerta y asunto arreglado.

Pero ayer… oh, nooo… ayer fue una pesadilla…

Estaba yo muy a gusto rascándome las criadillas en la cama, cuando de pronto escuché golpes en la puerta. Me hice pendejo un rato, pensando que el inoportuno que había osado llamar se retiraría al no recibir respuesta. Pero no. Tocó con más fuerza la segunda vez, lo que provocó que retirara la vista de mi interesantísimo libro “Cañitas”, de Carlos Trejo. Después de percibir un silencio continuo volví a mi lectura, pero quien golpeaba a mi puerta se dio cuenta que había un timbre, y se puso a timbrar. Y ahí estuvo un buen rato, chingue y jode el muy cabrón, golpeando la puerta y timbrando al mismo tiempo. Y yo queriendo acabar esa obra literaria que tenía entre mis manos.

Hasta que la necedad de quien tocaba pudo más que yo y me tuve que parar a abrir, pues llegué a pensar que era alguna emergencia o que era la Fabi que me caía de sorpresa o algún conocido que me visitaba para echarnos unas cervezas. Pero no. Abrir la puerta fue como recibir un cubetazo de agua fría. Del otro lado del umbral se encontraba al que considero mi mayor enemigo: ¡el vendedor de manzanas con chocolate!

¿Cómo supo dónde vivo?, ¿por qué sigue vendiendo manzanas con chocolate en vez de conseguir una profesión más varonil?, ¿por qué chingados si no le abro sigue tocando y timbrando el hijo de puta?

Al ver mi cara de horror, el hombre me dijo:

-¿Qué cree, vecino? Vengo a invitarle una manzana con chocolate.

¡Qué novedad! Ya ni le sonreí ni nada; mas bien puse un gesto de hartazgo. Siempre va al negocio de cajas y por más que le digo que “no, gracias”, me dice: “Bueno, mañana vengo otra vez”. Y la neta ya es muy incómodo para mí estarle diciendo que no.

-No, muchas gracias. No como dulces –le dije.

-Usted no, pero qué tal su mamá o sus hermanas o alguna amiga suya, o su novia?, ¿eh?. ¿Verdad que sí? Ándele, invítele una a esa persona especial.

Ya. Ya no pude. Y traté de ser lo más educado y mamón posible.

-Mira, compadre: no tengo ni mamá, ni tías, ni novia, ni hermanas, ni amigas, ni abuelas ni a nadie. Estoy solo en el mundo. Solo. Soy el peor cliente al que pudiste ofrecerle tus manzanas. No tengo a nadie a quien regalárselas. Pierdes tu tiempo cada que me ofreces tu producto.

El güey se me quedó viendo con incredulidad. Noté cómo un chispazo de entendimiento brilló en sus ojos. Se puso la caja en el hombro y se despidió con un gesto de “ok, ya lo entendí”. Pero antes de salir de la cochera, se volteó y me dijo:

-Le puede regalar la manzana a la muchacha que le ayuda en el negocio de cajas. ¿Ya ve que no está del todo solo?

Hijo de la chingada... No se da por vencido.

Chale… estoy pensando seriamente en cerrar el negocio y en mudarme de casa para que este cabrón ya no me moleste... o tal vez sería más fácil y menos radical estacionar mi coche todos los días en la cuadra de atrás, para que la gente piense que no hay nadie en casa y no vengan a joderme.

Sí, eso haré...