Ayer por la tarde vino al negocio de cajas un cabrón que vendía manzanas cubiertas de chocolate. ¿Manzanas cubiertas de chocolate? ¿Qué hombre que se jacte de ser bien hombre anda vendiendo manzanitas con chocolate? “Aaaay, aaay, lleve la manzanaaa, llévela, llévelaaa, tiene chocolatito encimaaa bien ricooo, aaayyy, me duelen las nalgaaas”… ¡No mamen! Me veo más hombre yo vendiendo bolsitas de Blanca Nieves y de Winnie Pooh que este vato de las manzanas; pero bueno…
El caso fue que llegó este cabrón al negocio y me “frikió” todo. Lo que me aterró no fue que vendiera la fruta cubierta de dulce ensartada en un palo, sino los métodos macabros que empleaba para concretar sus ventas. Si antes odiaba con odio jarocho a los vendedores, gracias a este hijo de su manzanera madre los odio aún más. ¡Los aborrezco!
Ora verán por qué, no crean que mi odio es sin fundamentos. Resulta que el güey llegó, abrió la puerta del negocio, entró muy pinche sonriente y me dijo:
-Hola, amigo, mire: vengo a invitarle una deliciosa manzana con chocolate –y me extendió la mano con su producto, en un ademán que me pareció delicado y elegante.
Yo, pendejamente, al escuchar “vengo a invitarle”, pensé: “Qué a toda madre: ¡son gratis!”, y de volada agarré la manzana y le di las gracias. Peeero, el muy cabrón me respondió:
-Estas manzanas valen 50 pesos, amigo; pero yo le pongo la mitad. Usted nomás me va a dar la cantidad de 25 pesitos.
¡¡¡Mira qué verga salió!!! “Vengo a invitarle”... sí, cómo no... ¿Cómo pude ser tan menso para caer en su trampa?
Confieso que me quedé todo trabado, sin saber qué hacer, como cuando al chavito del 8 le da la garrotera. Con manzana en mano tardé en asimilar en qué momento me había arrinconado y chingado este güey. Después de como un minuto de silencio incómodo, le dije, devolviéndole la manzana:
-No, muchas gracias, amigo: yo no como de éstas.
-¿Entonces por qué me la aceptó, amigo?
-Porque dijiste que “me la invitabas”… pensé que eras de alguna campaña para niños hambrientos y me viste cara de niño hambriento.
Se rió como si mi chiste hubiera estado bien chingón.
-Si usted no come de estas manzanas, llévesela a su mamá, o a su esposa, o a su hija, o a su abuela, o a alguna amiga… no falta a quien sí le gusten. ¿A poco no se ven deliciosas? –me dijo mirándola con orgullo.
Saqué del cajón 25 pesos y se los di no muy contento. Ya me había chingado, ya qué. El vato me devolvió la manzana, me dio la mano, me la sacudió con fuerza y se fue con la misma sonrisota que había entrado.
No me he comido la manzana nomás por puro pinche orgullo, snif.
El caso fue que llegó este cabrón al negocio y me “frikió” todo. Lo que me aterró no fue que vendiera la fruta cubierta de dulce ensartada en un palo, sino los métodos macabros que empleaba para concretar sus ventas. Si antes odiaba con odio jarocho a los vendedores, gracias a este hijo de su manzanera madre los odio aún más. ¡Los aborrezco!
Ora verán por qué, no crean que mi odio es sin fundamentos. Resulta que el güey llegó, abrió la puerta del negocio, entró muy pinche sonriente y me dijo:
-Hola, amigo, mire: vengo a invitarle una deliciosa manzana con chocolate –y me extendió la mano con su producto, en un ademán que me pareció delicado y elegante.
Yo, pendejamente, al escuchar “vengo a invitarle”, pensé: “Qué a toda madre: ¡son gratis!”, y de volada agarré la manzana y le di las gracias. Peeero, el muy cabrón me respondió:
-Estas manzanas valen 50 pesos, amigo; pero yo le pongo la mitad. Usted nomás me va a dar la cantidad de 25 pesitos.
¡¡¡Mira qué verga salió!!! “Vengo a invitarle”... sí, cómo no... ¿Cómo pude ser tan menso para caer en su trampa?
Confieso que me quedé todo trabado, sin saber qué hacer, como cuando al chavito del 8 le da la garrotera. Con manzana en mano tardé en asimilar en qué momento me había arrinconado y chingado este güey. Después de como un minuto de silencio incómodo, le dije, devolviéndole la manzana:
-No, muchas gracias, amigo: yo no como de éstas.
-¿Entonces por qué me la aceptó, amigo?
-Porque dijiste que “me la invitabas”… pensé que eras de alguna campaña para niños hambrientos y me viste cara de niño hambriento.
Se rió como si mi chiste hubiera estado bien chingón.
-Si usted no come de estas manzanas, llévesela a su mamá, o a su esposa, o a su hija, o a su abuela, o a alguna amiga… no falta a quien sí le gusten. ¿A poco no se ven deliciosas? –me dijo mirándola con orgullo.
Saqué del cajón 25 pesos y se los di no muy contento. Ya me había chingado, ya qué. El vato me devolvió la manzana, me dio la mano, me la sacudió con fuerza y se fue con la misma sonrisota que había entrado.
No me he comido la manzana nomás por puro pinche orgullo, snif.