Así se llama el escrito extra que hice para la segunda edición de Diarios del Fin del Mundo. Algunos lectores me han pedido que suba un fragmento. Aquí está:
El Gordo pasó por mí a las siete de la noche para ir a espiar a la señora Carmona. La señora Teresa Carmona de Vargas vive a tres casas de mi casa, pero en la banqueta de enfrente. Ése es su verdadero nombre, pero en el barrio todos la conocemos como “La Señora Nalgona de Vergas”.
Teníamos ya rato de no balconearla porque la última vez su esposo casi nos descubre. No nos dimos cuenta que había llegado más temprano que de costumbre, y de seguro escuchó nuestros murmullos en el pasillo que da a la ventana de su cuarto. Corrimos todos espantados y brincamos por la barda que da al monte cuando gritó: “¡¿Quién chingados anda ahí?!”. Mi amigo el Chompi cayó sobre un block quebrado y se torció un pie. Al siguiente día se le hinchó bien feo y se le puso morado. Tuvo que decirle a sus papás que se había lastimado jugando fútbol, pero el Chompi está tan güey que ni jugar al fútbol sabe.
Esa noche el Chompi no pudo acompañarnos porque había reprobado dos materias y su papá lo tenía castigado. El Gordo y yo entramos como si nada por la cochera de la señora Nalgona. Sabíamos que su esposo andaba de viaje. Recorrimos el pasillo que rodea la casa y llegamos al patio donde está la ventana de su habitación. Y ahí estaba doña Tere acostada en la cama, viendo tele, pero tapada hasta arriba con las sábanas. ¡Qué mala suerte!
“Tu mamá es bien amiga de doña Tere, güey”, me dijo el Gordo. “Ve a tu casa y márcale por teléfono”. “¿Y qué le voy a decir?”, le pregunté. “No seas pendejo: marcas y cuelgas; para que se pare y poder verle las nalgas”. Me cae que al Gordo siempre se le ocurren las mejores ideas.
Corrí a mi casa lo más rápido que pude. Me gusta tomarme el tiempo en mi cabeza: hice 48 segundos. Un nuevo récord. Mi mamá y mi abuela no se dieron cuenta cuando entré. Estaban viendo la televisión con un rosario entre sus manos, como casi todos los días. Abrí el cajón de la mesita del teléfono, saqué la libretita azul y busqué el nombre de la señora Nalgona. Aparecía como “Tere la vecina de enfrente”, y entre paréntesis, con letra de la abuela, decía: “(la vieja puta)”. Cuando levanté la bocina del teléfono, las manos me temblaron y batallé para marcar los números. Por los nervios no me di cuenta que el teléfono no daba línea, “estaba muerto”, como dicen los adultos.
Volví corriendo con el Gordo, pero se me olvidó tomarme el tiempo para ver si rompía mi nuevo récord. El Gordo seguía asomado por la ventana, rascándose los huevos. Le dije que el teléfono de mi casa no funcionaba. Le pregunté que si le había visto las nalgas a doña Tere y me dijo que no. “¿Entonces por qué te estás agarrando los huevos, pinche cochino?” El Gordo se sacó la mano del pantalón y acercó sus dedos a mi nariz. Pinche Gordo es un ojete. No le pude decir nada ni meterle un chingazo porque si no, la señora Tere nos podía cachar.
En eso, el cielo tronó fuertísimo y se iluminó, como si fuera a haber una tormenta. Doña Tere volteó a la ventana y muy apenas alcanzamos a agacharnos. Se asomó entre las cortinas rojas un buen rato y después se fue. Volvimos a asomarnos con cuidado. La vimos caminando por el cuarto con el teléfono en la mano. Traía puesto un camisón floreado que le tapaba las nalgas a medias. De pronto, volvió a tronar y a encenderse el cielo...
El Gordo pasó por mí a las siete de la noche para ir a espiar a la señora Carmona. La señora Teresa Carmona de Vargas vive a tres casas de mi casa, pero en la banqueta de enfrente. Ése es su verdadero nombre, pero en el barrio todos la conocemos como “La Señora Nalgona de Vergas”.
Teníamos ya rato de no balconearla porque la última vez su esposo casi nos descubre. No nos dimos cuenta que había llegado más temprano que de costumbre, y de seguro escuchó nuestros murmullos en el pasillo que da a la ventana de su cuarto. Corrimos todos espantados y brincamos por la barda que da al monte cuando gritó: “¡¿Quién chingados anda ahí?!”. Mi amigo el Chompi cayó sobre un block quebrado y se torció un pie. Al siguiente día se le hinchó bien feo y se le puso morado. Tuvo que decirle a sus papás que se había lastimado jugando fútbol, pero el Chompi está tan güey que ni jugar al fútbol sabe.
Esa noche el Chompi no pudo acompañarnos porque había reprobado dos materias y su papá lo tenía castigado. El Gordo y yo entramos como si nada por la cochera de la señora Nalgona. Sabíamos que su esposo andaba de viaje. Recorrimos el pasillo que rodea la casa y llegamos al patio donde está la ventana de su habitación. Y ahí estaba doña Tere acostada en la cama, viendo tele, pero tapada hasta arriba con las sábanas. ¡Qué mala suerte!
“Tu mamá es bien amiga de doña Tere, güey”, me dijo el Gordo. “Ve a tu casa y márcale por teléfono”. “¿Y qué le voy a decir?”, le pregunté. “No seas pendejo: marcas y cuelgas; para que se pare y poder verle las nalgas”. Me cae que al Gordo siempre se le ocurren las mejores ideas.
Corrí a mi casa lo más rápido que pude. Me gusta tomarme el tiempo en mi cabeza: hice 48 segundos. Un nuevo récord. Mi mamá y mi abuela no se dieron cuenta cuando entré. Estaban viendo la televisión con un rosario entre sus manos, como casi todos los días. Abrí el cajón de la mesita del teléfono, saqué la libretita azul y busqué el nombre de la señora Nalgona. Aparecía como “Tere la vecina de enfrente”, y entre paréntesis, con letra de la abuela, decía: “(la vieja puta)”. Cuando levanté la bocina del teléfono, las manos me temblaron y batallé para marcar los números. Por los nervios no me di cuenta que el teléfono no daba línea, “estaba muerto”, como dicen los adultos.
Volví corriendo con el Gordo, pero se me olvidó tomarme el tiempo para ver si rompía mi nuevo récord. El Gordo seguía asomado por la ventana, rascándose los huevos. Le dije que el teléfono de mi casa no funcionaba. Le pregunté que si le había visto las nalgas a doña Tere y me dijo que no. “¿Entonces por qué te estás agarrando los huevos, pinche cochino?” El Gordo se sacó la mano del pantalón y acercó sus dedos a mi nariz. Pinche Gordo es un ojete. No le pude decir nada ni meterle un chingazo porque si no, la señora Tere nos podía cachar.
En eso, el cielo tronó fuertísimo y se iluminó, como si fuera a haber una tormenta. Doña Tere volteó a la ventana y muy apenas alcanzamos a agacharnos. Se asomó entre las cortinas rojas un buen rato y después se fue. Volvimos a asomarnos con cuidado. La vimos caminando por el cuarto con el teléfono en la mano. Traía puesto un camisón floreado que le tapaba las nalgas a medias. De pronto, volvió a tronar y a encenderse el cielo...