La mujer me hace pasar por la puerta trasera de la cocina. Huele a ajo y a especias y en un sartén grande chisporrotea aceite de oliva. Coloco el paquete de cajas de pizza a un lado de la estufa y le entrego el ticket. En un español accidentado me comenta que su esposo tardará un poco: fue al banco, y me pide que tome asiento en una de las mesas del pequeño restaurante.
Abrió apenas hace un mes. Los dueños son una pareja de italianos que supieron del negocio de cajas por una revista de publicidad que se reparte en la zona, donde ellos también se anuncian.
La mujer pone sobre la mesa un plato con cuadritos de queso y palillos. Me dice que son de cortesía, que los pruebe, que se los acaban de mandar desde Italia. Eshe es di leche di búfala, dice señalando el queso de tono más blanco, esperando tal vez una mueca de asombro de mi parte. Nunca había probado queso más rico, le digo honestamente, y sonríe.
Su esposo la llama al celular. Le dice que tardará un poco más. La mujer cuelga y se disculpa. Le digo que no hay problema. Va a la cocina, menea el aceite del sartén, saca un libro de un cajón y me lo muestra. Esha esh nostra casha, me dice señalando la portada donde se aprecia un hermoso valle. Vuelve a la cocina, deja la puerta de vaivén abierta y todo el lugar se cubre de un exquisito aroma.
Hojeo las páginas mientras espero. Hay imágenes de gente recolectando uvas, ordeñando cabras, esquilando ovejas, bebiendo vino, bailando. También niños en bicicleta, caminos de terracería, horizontes verdes, arroyuelos y cielos azules.
Diez minutos después, llega el señor. Se disculpa por la tardanza y culpa al tráfico. Su español es mejor que el de su esposa. Al ver que hojeo el libro, sonríe: Ooooh, nostra casa, dice con tono nostálgico. Su esposa sale de la cocina y le entrega el ticket: observa el total, saca el dinero del bolsillo y me paga. Me ofrece más queso, le digo que no, pero insiste y me quedo.
Después de apuntarle en un papel los precios de otros productos del negocio de cajas, me platica cómo era su vida antes de llegar a México, a donde tuvieron que venirse porque su única hija se casó con un regiomontano al que conoció en España.
Allá en la parte norte de Italia se dedicaban a curtir pieles y a fabricar quesos. Están asustados por la violencia de la ciudad. Están sorprendidos de la cantidad de envases de plástico que hay, de la cantidad de platos desechables que se usan, de cómo conduce la gente y de los altos recibos de la luz. Allá usábamos celdillas solares y no existen los utensilios desechables: todo se reúsa, me dice el hombre.
Me confiesa que primero pensaron en abrir el restaurante en Playa del Carmen, pero no les gustó: mucho progreso y mucha droga. Después pensaron ponerlo en alguna playa de Nayarit, pero con esos nuevos proyectos “de desarrollo” que trae el gobierno –que hasta en las camisetas de un equipo pedorro de fútbol lo andan anunciando-, le van a dar en la madre a sus costas, cuyo mayor atractivo era precisamente eso: que no había desarrollo. Y total que terminaron abriendo el restaurante aquí en Monterrey, donde vive su hija.
Siento una pena profunda por él y su mujer. Quisiera pedirles disculpas por todo: por mi gente, por este país, por la barbarie. Quisiera meterme en las fotografías de su libro, que lo cierren y no me dejen salir nunca. Me conmueve ese amor de padre y madre, capaz de sacrificar el paraíso por venirse a vivir al infierno.
Le pregunto por qué mejor no se quedaron allá en Lombardía. Me responde que el yerno le dijo que "allá no había nada". Así es la gente de aquí: donde hay todo creen que no hay nada. Por eso el ristorante se iama "Ciao Italia", me dice ondeando la mano, porque no vamos a volver.
Salgo del lugar con un nudo en la garganta horrible. Los coches pitan y aceleran y sus conductores se rayan la madre. Las patrullas pasan con las sirenas encendidas. En el cerro construyen un nuevo edificio con departamentos y otro centro comercial. La gente sigue comentando el partido de fútbol del sábado. Es lo único que les interesa. La cifra de civiles asesinados aumenta con el paso de los días. El cáncer se propaga por todas partes.
De vuelta en el negocio busco noticias buenas en Internet: el 40% de la población de Copenhague usa la bicicleta como medio de transporte; Liberan a una veintena de linces boreales en la tundra sueca; El presidente de Uruguay sigue yendo a comer sin escoltas… y en México continúa la masacre.
No puedo sentir más que desprecio. Es el mismísimo infierno.
Ciao México... aunque sea por unos días.
Abrió apenas hace un mes. Los dueños son una pareja de italianos que supieron del negocio de cajas por una revista de publicidad que se reparte en la zona, donde ellos también se anuncian.
La mujer pone sobre la mesa un plato con cuadritos de queso y palillos. Me dice que son de cortesía, que los pruebe, que se los acaban de mandar desde Italia. Eshe es di leche di búfala, dice señalando el queso de tono más blanco, esperando tal vez una mueca de asombro de mi parte. Nunca había probado queso más rico, le digo honestamente, y sonríe.
Su esposo la llama al celular. Le dice que tardará un poco más. La mujer cuelga y se disculpa. Le digo que no hay problema. Va a la cocina, menea el aceite del sartén, saca un libro de un cajón y me lo muestra. Esha esh nostra casha, me dice señalando la portada donde se aprecia un hermoso valle. Vuelve a la cocina, deja la puerta de vaivén abierta y todo el lugar se cubre de un exquisito aroma.
Hojeo las páginas mientras espero. Hay imágenes de gente recolectando uvas, ordeñando cabras, esquilando ovejas, bebiendo vino, bailando. También niños en bicicleta, caminos de terracería, horizontes verdes, arroyuelos y cielos azules.
Diez minutos después, llega el señor. Se disculpa por la tardanza y culpa al tráfico. Su español es mejor que el de su esposa. Al ver que hojeo el libro, sonríe: Ooooh, nostra casa, dice con tono nostálgico. Su esposa sale de la cocina y le entrega el ticket: observa el total, saca el dinero del bolsillo y me paga. Me ofrece más queso, le digo que no, pero insiste y me quedo.
Después de apuntarle en un papel los precios de otros productos del negocio de cajas, me platica cómo era su vida antes de llegar a México, a donde tuvieron que venirse porque su única hija se casó con un regiomontano al que conoció en España.
Allá en la parte norte de Italia se dedicaban a curtir pieles y a fabricar quesos. Están asustados por la violencia de la ciudad. Están sorprendidos de la cantidad de envases de plástico que hay, de la cantidad de platos desechables que se usan, de cómo conduce la gente y de los altos recibos de la luz. Allá usábamos celdillas solares y no existen los utensilios desechables: todo se reúsa, me dice el hombre.
Me confiesa que primero pensaron en abrir el restaurante en Playa del Carmen, pero no les gustó: mucho progreso y mucha droga. Después pensaron ponerlo en alguna playa de Nayarit, pero con esos nuevos proyectos “de desarrollo” que trae el gobierno –que hasta en las camisetas de un equipo pedorro de fútbol lo andan anunciando-, le van a dar en la madre a sus costas, cuyo mayor atractivo era precisamente eso: que no había desarrollo. Y total que terminaron abriendo el restaurante aquí en Monterrey, donde vive su hija.
Siento una pena profunda por él y su mujer. Quisiera pedirles disculpas por todo: por mi gente, por este país, por la barbarie. Quisiera meterme en las fotografías de su libro, que lo cierren y no me dejen salir nunca. Me conmueve ese amor de padre y madre, capaz de sacrificar el paraíso por venirse a vivir al infierno.
Le pregunto por qué mejor no se quedaron allá en Lombardía. Me responde que el yerno le dijo que "allá no había nada". Así es la gente de aquí: donde hay todo creen que no hay nada. Por eso el ristorante se iama "Ciao Italia", me dice ondeando la mano, porque no vamos a volver.
Salgo del lugar con un nudo en la garganta horrible. Los coches pitan y aceleran y sus conductores se rayan la madre. Las patrullas pasan con las sirenas encendidas. En el cerro construyen un nuevo edificio con departamentos y otro centro comercial. La gente sigue comentando el partido de fútbol del sábado. Es lo único que les interesa. La cifra de civiles asesinados aumenta con el paso de los días. El cáncer se propaga por todas partes.
De vuelta en el negocio busco noticias buenas en Internet: el 40% de la población de Copenhague usa la bicicleta como medio de transporte; Liberan a una veintena de linces boreales en la tundra sueca; El presidente de Uruguay sigue yendo a comer sin escoltas… y en México continúa la masacre.
No puedo sentir más que desprecio. Es el mismísimo infierno.
Ciao México... aunque sea por unos días.