Nunca he sentido orgullo de ser mexicano. Mucho menos ahora. Es más, si tuviera la oportunidad o los medios, renunciaría a esta nacionalidad.
Para mí, todos esos conceptos intangibles de “ay, la patria”, “ay, la tierra que me vio nacer”, “ay, nuestras raíces históricas”, "ay, qué bonito suena el himno", no son más que burdas mamadas.
Hoy en la madrugada hubo una balacera en el Tecnológico de Monterrey y otra en la avenida que pasa por detrás de mi casa. Muertos todos los días. No existe la ley. El crimen es la autoridad. Cualquier sueño o ideal se topa con cuernos de chivo. Es tanta la apatía que ya ni ganas dan de trabajar para no tener algo por lo que puedan matarnos.
Siguen dándome vueltas en la cabeza las palabras de Pepe Mujica, presidente de Uruguay, al ser cuestionado por un fotógrafo sobre su seguridad mientras comía sin escoltas en un bar: “Dígale al mundo que aquí somos distintos", respondió el mandatario. Sus palabras me calaron hondo. Sentí rabia y envidia. También gusto.
Quizá nuestro error siempre ha sido querer parecernos a Estados Unidos y no a Uruguay; o que hay mucha gente como yo: incapaz de sentir orgullo por una patria. Transa y asesina, pero patria a fin de cuentas.
Y sí, ya sé que me dirán: “Pues si no te gusta llégale a la verga de aquí”, “allá son socialistas”, “allá están peor”, "allá no hay trabajo", "aquí necesitamos gente valiente, no cobardes que quieran huir”. ¿Será?
Todos esos argumentos me suenan a las soluciones estúpidas que dan las autoridades a la ciudadanía: “Si no quieren que les toque una balacera, no salgan en las madrugadas”, “si no quieren que los maten, no se resistan cuando les quiten su coche”, “si les toca una balacera, tírense al suelo y aléjense de las ventanas”. Bonitas medidas de seguridad.
Incluso un conocido sacerdote de la localidad, dijo: "Hay que agradecer a Dios estar vivos en tiempos como estos". Ahchinga... ¡ahora resulta que tengo que agradecer que no me hayan matado!
Dios, si es que existes: ¡rechingas a tu puta madre!
Ya no es vergüenza. Tampoco miedo. Es una tristeza profunda la que siento. Algo contradictorio en mí, que nunca me he sentido orgulloso de ser mexicano.
Para mí, todos esos conceptos intangibles de “ay, la patria”, “ay, la tierra que me vio nacer”, “ay, nuestras raíces históricas”, "ay, qué bonito suena el himno", no son más que burdas mamadas.
Hoy en la madrugada hubo una balacera en el Tecnológico de Monterrey y otra en la avenida que pasa por detrás de mi casa. Muertos todos los días. No existe la ley. El crimen es la autoridad. Cualquier sueño o ideal se topa con cuernos de chivo. Es tanta la apatía que ya ni ganas dan de trabajar para no tener algo por lo que puedan matarnos.
Siguen dándome vueltas en la cabeza las palabras de Pepe Mujica, presidente de Uruguay, al ser cuestionado por un fotógrafo sobre su seguridad mientras comía sin escoltas en un bar: “Dígale al mundo que aquí somos distintos", respondió el mandatario. Sus palabras me calaron hondo. Sentí rabia y envidia. También gusto.
Quizá nuestro error siempre ha sido querer parecernos a Estados Unidos y no a Uruguay; o que hay mucha gente como yo: incapaz de sentir orgullo por una patria. Transa y asesina, pero patria a fin de cuentas.
Y sí, ya sé que me dirán: “Pues si no te gusta llégale a la verga de aquí”, “allá son socialistas”, “allá están peor”, "allá no hay trabajo", "aquí necesitamos gente valiente, no cobardes que quieran huir”. ¿Será?
Todos esos argumentos me suenan a las soluciones estúpidas que dan las autoridades a la ciudadanía: “Si no quieren que les toque una balacera, no salgan en las madrugadas”, “si no quieren que los maten, no se resistan cuando les quiten su coche”, “si les toca una balacera, tírense al suelo y aléjense de las ventanas”. Bonitas medidas de seguridad.
Incluso un conocido sacerdote de la localidad, dijo: "Hay que agradecer a Dios estar vivos en tiempos como estos". Ahchinga... ¡ahora resulta que tengo que agradecer que no me hayan matado!
Dios, si es que existes: ¡rechingas a tu puta madre!
Ya no es vergüenza. Tampoco miedo. Es una tristeza profunda la que siento. Algo contradictorio en mí, que nunca me he sentido orgulloso de ser mexicano.