miércoles, abril 25, 2012

Onírica

A veces sueño con desconocidos.

Sé que algunos de ellos pudieran ser individuos que vi en algún lugar durante el día y no les puse mucha atención, y  que su imagen se me queda grabada en el subconsciente y brota mientras duermo

Pero también pudiera ser otra cosa: que sea en mis sueños donde veo por primera vez a esas personas.

Es fácil soñar más de una vez con alguien a quien conoces en vivo, pero volver a soñar con alguien que conociste en tus sueños es casi imposible. Por tal motivo ni siquiera nos tomamos la molestia de imaginar que pudiéramos coincidir en la vida real con alguien que sólo existe en sueños.

Yo quiero pensar distinto. Quiero pensar que cada que sueño con alguien que no conozco, existe. Que no es un invento mío. Que existe en algún lugar o tiempo remoto, pero existe.

Hace algunos meses soñé con una mujer de ojos grandes y cabellos negros. No volví a soñar con ella hasta hace poco. La reconocí en mi sueño, pero estoy seguro que nunca la he visto en la vida real. Apareció de repente en la copa de un árbol mientras me soñaba corriendo sobre las ramas entrelazadas de un bosque.  

Si ella existe quiero pensar que le ha pasado lo mismo: que de pronto tuvo un sueño donde apareció un extraño en el lugar más extraño y que, después de algún tiempo, volvió a soñar con él. Quiero pensar que mi sueño no fue mío, sino el sueño de ella, y viceversa.

Imagino que al despertar, después de soñarla, ella empieza a soñar donde yo me quedé. Imagino que se imagina que hubo alguien soñando lo mismo que ella y que ese extraño no existe nada más en su cabeza. Quiero imaginar que en el fondo siente que, así como coinciden en sueños, podrían coincidir fuera de ellos.

jueves, abril 19, 2012

Las piedras chocando se encuentran

Ya empezó el curso de primavera en la escuela de artes y el primer día de clases tuvimos enfrente a una modelo encuerada que posaba de muchas formas.

Sí, yo sé que esto suena tan  glamoroso como una película de Hollywood y que quisieran que hubiera tomado fotos y que me imaginan como a Leonardo Di Caprio dibujando a capela a Kate Winslet en Titanic; o, mejor aún: como a Ethan Hawke dibujando en pelotas a Gwyneth Paltrow en Great Expectatios, pero la realidad fue más triste, ¡snif! La modelo era una señora como de unos 45 años, toda gordilla y aguada, pero le echaba ganas y se encueraba sin pena y posaba como si fuera la vieja más buena del universo. Ese día fui el primero en llegar -pensé que la clase era más temprano- y me aventé como treinta dibujos y me encargaron hacer otros tantos. 

Las clases terminan a las diez de la noche y la modelo siempre se retira con la frente en alto. No sé si sea la novia o esposa del maestro o nomás sean buenos amigos, porque siempre se van juntos. A veces yo me quedo un poco más tarde, corrigiendo algunos ejercicios o pendejeando en los estudios hasta que cierran el edificio. Al salir compro un té frío en un local que está a un lado de la escuela y camino sobre la avenida Spadina. Cruzo el barrio chino hasta llegar a la estación del metro que hace interconexión con la línea que corre de este a oeste. Sólo tomo el tranvía rumbo al norte cuando traigo algo para leer en la mochila o cuando de plano ya es muy tarde y quiero llegar a dormir.

También ya empezó el taller literario en la Universidad de Toronto, en un campus que está frente a la biblioteca más grande del país, según me dijeron. El edificio está en una calle muy arbolada donde la mayoría de la gente anda en bicicleta y se antoja andar en bicicleta ahora que el clima está mejorando. De hecho, ya me metí al Internet a buscar bicicletas usadas en venta. No están tan caras: rondan entre los 50 y los 100 dólares. A ver si para mayo me hago de una. 

En el taller literario me encargan leer y escribir muchas cosas y a veces se me tapa el cerebro porque estoy pensando en todo lo que tengo que hacer para la escuela de idiomas, para la escuela de artes, para el taller literario y para el periódico en el que sigo trabajando en México. Entonces aprovecho los espacios y tiempos muertos para destaparme el cerebro y pensar y sentir otra cosa que no sea en lo que tengo que hacer. Algo que reacomode mis ideas y emociones fuera del mundo real y los mande a una utopía aunque sea sólo por unos minutos. Y siempre me funciona.

Por ejemplo, hace poco, mientras viajaba en el vagón del metro y ocupaba mi cabeza pensando en alguien, se me ocurrió que eso de “las parejas perfectas” era algo tan primitivo –y a la vez tan lógico- como dos piedras que necesitan chocar para hacer fuego. No con cualquier par de piedras se puede hacer lumbre. Una piedra tiene que ser un sílex y la otra tiene que ser ferrosa, para que salten chispas. Y pensé que así pasa cuando dos personas creen enamorarse y deciden estar juntas. Pasa que a veces, por más que froten y froten y lo quieran y lo deseen, no sacarán ni una chiribita de luz. Y que la naturaleza es tan sabia que hasta ese principio lo aplicó en nosotros y no podemos torcerlo ni forzarlo. Somos tan primitivos y tan básicos en algo que creemos tan complicado e irracional como lo que llaman “amor”.

Y también pensé que aparte de primitivos y básicos, somos ignorantes y antinaturales, pues casi nadie sabe de dónde viene ni para dónde va ni de qué está hecho. Y entonces buscamos lo que no debemos porque nos olvidamos de nuestra esencia y encontramos lo que creemos que andamos buscando y queremos forzar las cosas a que tomen un curso que creemos natural cuando hemos olvidado ese curso. 

Yo lo que creo es que todo está en el aire. No arriba ni abajo, sino rodeándonos. Que no importa si está lejos, o detrás de un monitor, o detrás del aparador de una boutique, o del vidrio en la caja de un banco. Ahí siempre hay algo esperando hacer chispas. Incluso puede estar a tu lado, pero si olvidaste algo tan básico como dos minerales que chocan para hacer fuego, nunca lo verás, y te la pasarás tratando de hacer fuego con dos pedruscos de lodo endurecidos por el sol.

Uno tiene que ser sabio, como la naturaleza -como su naturaleza-, y despertar ese principio mineral de percusión. Porque cuando esté despierto, las cosas simplemente sucederán, y, cuando sucedan, lloverán centellas. Si sospechabas esto que digo, sabrás que estás a punto de ser abrazado por un fuego tan intenso que no consume y que no querrás que se extinga jamás.

viernes, abril 13, 2012

La historia de amor que jamás pudo ser

Es la estación más fría del año y Jaime Jiménez no tiene el valor de meterse en la regadera.

Se olfatea los sobacos, se pone mucha loción y la chamarra azul de plumas de ganso. Se prepara un bocadillo, lo mete en la mochila y camina hacia la estación de trenes más cercana. Nunca imaginó estar tan lejos de casa.

El sándwich de atún ya tiene humedecida una de sus tapas. Jaime desprende con cuidado y a pedacitos la servilleta pegada al pan. Le da varias mordidas y tira el resto en el contenedor de basura en donde hurga una ardilla. El tren llega un minuto antes de lo anunciado en la pizarra.

Jaime toma asiento junto a la ventana, de espaldas al paisaje. Él dice que lo hace para sentir que va dejando todo atrás, pero la verdad es que siempre ha tenido miedo a un choque frontal. Según las estadísticas tienen más probabilidad de sobrevivir los pasajeros que se sientan como él. Se escucha el ruido de los mecanismos hidráulicos y los vagones avanzan.

Es la estación más calurosa del año y Jimena Jaimes se da el segundo regaderazo del día.

Se viste de prisa, bebe los restos de un jugo de naranja con hielos, desconecta todos los aparatos eléctricos y sale de casa arrastrando una enorme maleta para tomar un taxi al aeropuerto. Nunca imaginó tener el valor para emprender un viaje tan largo.

Jimena pide un sándwich de pavo en el restaurante de la terminal C. Derrama accidentalmente su vaso y el agua moja una de las tapas del pan. El mesero pasa un trapo por la mesa y le retira el plato sin antes preguntar si seguirá comiéndolo. Se pone de pie, paga la cuenta y se mete en el baño un minuto antes de que anuncien su vuelo por los altavoces.

Jimena se sienta a un lado de la ventanilla, atrás de una de las salidas de emergencia. Según las estadísticas, los pasajeros que se sientan cerca de éstas tienen las mismas probabilidades de morir que el resto. Se escucha el ruido de las turbinas y los timbres que indican abrocharse el cinturón y no fumar. Jimena mira hacia abajo y piensa en todo lo que está dejando atrás; levanta la vista y piensa en todo lo que la puede estar esperando.

En algún momento ese día, Jaime y Jimena coinciden en el mismo aeropuerto. Él tomará su primer avión y ella tomará un taxi a la estación de trenes más cercana. No se conocen. Nunca se han visto. Coinciden un par de segundos cuando pasan uno a un lado del otro. Se ven a los ojos cuando el aroma de su loción le trae un recuerdo. Y cada quien sigue su camino.

Si la vida fuera más justa en cuestión de coincidencias, quizás la suya habría sido la historia de amor más bonita del mundo.

jueves, abril 12, 2012

Vlatko y Max Phillipe son los primeros amigos que hice cuando llegué a Toronto. Los conocí en la clase de las diez el primer día de clases. Vlatko es de Croacia y Max Phillipe es de Benín.  El martes fue su último día en la escuela de idiomas. Vlatko posiblemente se case con su novia canadiense y se vayan a vivir a un poblado a dos horas de Toronto. Max Phillipe se regresa a Paris -donde vive su familia- este fin de semana.

Pareciera que aquí no se pueden hacer amistades duraderas porque casi todos vienen de paso. Apenas empiezas a conocer y a apreciar a alguien y se va. “Así lleves 5 años viviendo aquí, aclimatado a la mezcla de culturas y con amigos de todas partes del mundo, terminas regresando al suelo en que naciste”, me dijo un amigo –así quiero llamarlo aunque tenga poco de conocerlo- que lleva un lustro viviendo en este país y se regresa a México en agosto. “Yo lo veo como si me hubiera pasado lo mismo que le pasó a Siddhartha, el del libro de Hermann Hesse: enfrenté al mundo para encontrar que lo que buscaba estaba dentro de mí y lo que está dentro de mí está en mi origen”.  Platicamos un rato sobre el libro -uno de nuestros favoritos- sobre la metáfora del río y sobre la búsqueda de uno mismo. Y prosiguió: “Me tomó 5 años darme cuenta que lo que buscaba estaba dentro de mí. Quizás en México no lo hubiera descubierto. Tenía que venir hasta acá para darme cuenta de eso y ahora que lo sé es tiempo de regresar, estén como estén las cosas, porque  ahora soy más sabio al haberlo descubierto”. Tal vez tenga razón. Sus palabras me recordaron a las del Filósofo de Cantina y el Filósofo de Cantina siempre tiene razón.

He comenzado a hacer nuevos amigos. Desde que empezó la temporada de béisbol, hace una semana, las clases de mi maestro Peter son en el bar que está a un lado de la escuela. Peter dice que si aprendemos la terminología del béisbol aprenderemos a hablar mejor el inglés, pues ésta se aplica todos los días en cualquier contexto: first base, homerun, off base, strike, swing, etcétera. También hemos ido a sus shows de stand-up comedy. La última vez se presentó en The Hot Box, un pequeño lugar en Kensington Marquet donde está prohibida la venta de tabaco y alcohol, pero se puede fumar marihuana siempre y cuando cada quien lleve lo suyo. Suena escabroso viniendo de un país donde se supone que están matando por plantitas prohibidas y drogas sintéticas, pero el lugar es tan tranquilo que raya en lo aburrido.

Al terminar el show de mi maestro, salimos del lugar y caminamos calle arriba buscando algún bar donde pudiéramos beber algunas cervezas. Cuando algunos alumnos le preguntaron a Peter cómo en un lugar que tiene revocada su licencia para vender alcohol y cigarros, en un país donde está prohibida la marihuana, se puede fumar marihuana; ni él mismo supo cómo explicarlo. “Aquí en Canadá no necesitamos mafia”, nos dice con las manos en los bolsillos de su chaqueta. “El gobierno es la mafia; lo controla todo: el juego, el sistema de salud, las bibliotecas, el transporte público, el alcohol, las drogas e incluso a los indigentes, a quienes prefiere darles dinero porque sale más barato eso a que anden delinquiendo. Y así funciona casi a la perfección este sistema; y así nos respetamos unos a otros y así vivimos en paz y, a pesar de ese control gubernamental, somos libres. Es una libertad curiosa, pues sabes que siempre hay alguien ahí viéndote, vigilándote; pero eso te da tranquilidad y la tranquilidad te da libertad”.

Llegamos al bar, pedimos un par de jarras de cerveza y bebemos y platicamos hasta las 2 de la madrugada. Tomamos el tranvía hacia el sur, rumbo al lago Ontario. A mí me da flojera regresar hasta el cuarto que rento y me quedo a dormir en el departamento de dos nuevos amigos que tal vez se vayan en 3 meses. Despierto y me topo con esta vista que me trae más preguntas que respuestas.

martes, abril 10, 2012

Su última foto juntos

Nemesio recibió el teléfono mientras barría la banqueta de adoquines frente al Palacio Municipal.

-Y ya sabes: si ves al ejército patrullando o algo sospechoso, nos mandas una alerta en chinga -le dijo el copiloto de la lujosa camioneta negra.

Nemesio asintió con un “sí, mi comandante”. El hombre subió la ventana polarizada y el vehículo arrancó rechinando las llantas.

En todo el día Nemesio no vio ni al ejercito ni algo que le pareciera “sospechoso”. Cuando estaba oscureciendo marcó el número de Catalina y quedaron de verse en el kiosco de la plaza a las ocho.

Se besaron en los labios cuando se vieron y, al desprenderse, Nemesio le presumió su nuevo teléfono a su novia.

Catalina posó para Nemesio. Algunas veces le ganaba la risa porque sus poses le recordaban a las modelos de los catálogos de zapatos. Nemesio hizo lo mismo y se recargó en coches estacionados que le parecían lujosos, mientras Catalina capturaba el momento.

Nemesio la besó de nuevo en los labios, la abrazó por la espalda y se tomaron la penúltima foto en la que saldrían juntos, pues la última sería dos días después.

Su última foto juntos salió en la sección local de varios periódicos. Nemesio aparecía tirado sobre un charco de sangre y a Catalina se le veía al fondo de la imagen, llorando histérica, tratando de acercarse al cuerpo de su amado mientras un policía se lo impedía.

lunes, abril 09, 2012

La mirada del búfalo

No sé cuántos de ustedes hayan estado frente a un búfalo africano. Yo lo estuve antes de cumplir los diez años.

Mi padre trabajaba como veterinario en el zoológico del Parque España, que en aquel tiempo comenzaba a hacerse de una vasta colección de animales.
A mi padre -junto a otros dos médicos y dos cazadores experimentados- le habían encomendado la tarea de capturar a una pareja de búfalos negros para ponerlos en cautiverio en el parque.

Era sábado y salimos muy temprano de casa. Mi padre manejó durante tres horas por carretera y veredas sin pavimentar, siguiendo a una camioneta que arrastraba un enorme remolque gris que levantaba nubes de tierra, hasta que llegamos a una cabaña en un rancho cinegético donde se criaban especies que no eran nativas del estado de Nuevo León.

En la cabaña ya nos esperaba un ranchero que conocía el terreno como la palma de su mano. Mi padre y yo subimos en la caja de su camioneta junto a uno de los cazadores, que cargaba un rifle de dardos tranquilizantes con una solución que minutos antes habían preparado basándose en el peso promedio de los búfalos que habitaban en el lugar.

Sentí una punzada eléctrica en la espalda cuando a lo lejos vi la manada. El ranchero que piloteaba la camioneta hizo una señal con la mano para que nos mantuviéramos sentados, y aceleró a fondo. Mi padre me abrazaba y yo sólo veía nubarrones de tierra roja que revoloteaban y se me metían en la boca. De pronto el suelo comenzó a retumbar, como cuando el cielo ruge anunciando que caerá una tormenta. Sin quitarme el brazo de encima, mi padre me gritó que mirara hacia afuera con mucho cuidado, sin ponerme de pie. Al alzar la cabeza vi pasar una marejada de cornamentas de búfalos negros.

El cazador estaba postrado en un pie y en una rodilla, tratando de mantener el equilibrio, apuntando con el rifle hacia el rebaño. De pronto el estruendo del galope fue disminuyendo a la par de la velocidad del vehículo, que se detuvo entre dos pequeñas lomas con árboles muy altos y matorrales. Atrás de nosotros llegó la camioneta con el remolque gris y más gente. Todos se bajaron de los vehículos gritando y dando indicaciones. Algunos búfalos cambiaron de dirección y empezaron a correr hacia nosotros para tratar de escapar. Todos brincamos de nuevo en las cajas de las camionetas. Mi padre me tomó del brazo y corrimos hasta uno de los montículos donde había una especie de escondite entre la maleza y las ramas de los árboles. Mi papá me dijo que ahí me quedara y que no me moviera y lo vi descender de nuevo para unirse al grupo de hombres que jalaba una soga mientras un búfalo forcejeaba.

De pronto el crujir  de unas ramas secas me advirtió que algo estaba a escasos metros de mí.

Miré hacia la izquierda y, del otro lado de un enorme tronco caído, estaba un búfalo negro. Traté de agazaparme, pero su mirada ejerció sobre mí un poder aterrador y fascinante al mismo tiempo. Le escurría baba  del hocico y de vez en cuando algunas moscas se posaban alrededor de sus ojos. Miré hacia donde estaba mi padre, que seguía forcejeando con el grupo que sostenía la soga, y miré de nuevo al animal, que no me quitaba la vista de encima; imponente.
Yo estaba petrificado. Había leído en un tomo de la enciclopedia Salvat que teníamos en casa que los búfalos eran animales de muy mal carácter y sin depredadores naturales, salvo el león y el cocodrilo.  

La bestia también permanecía inmóvil. Viéndome del otro lado de las raíces del tronco caído con unos ojos tan negros que brillaban como las bolas de boliche. Ahí estábamos los dos observándonos con un silencio cómplice, como si fuéramos de la misma especie. De pronto todo fue paz y el miedo se me quitó. Incluso puedo jurar que el animal me sonrió.

Después, el búfalo hizo un sonido, como un estornudo, y se dio la vuelta y se internó entre los árboles moviendo la cola un par de veces. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi padre subió de nuevo por la colina y me empezó a quitar con las manos unas hojas que se me habían adherido al pantalón. 

Bajamos la pequeña pendiente y corrí al remolque para asomarme. Vi a uno de los búfalos adormecido, pero bufando agitadamente. Sentí mucha pena por él.

Mire hacia la loma, hacia el pequeño escondite con el tronco caído y hacia los alrededores, para ver si veía  otra vez al búfalo que me había enfrentado, pues acababa de comprender lo que me había querido decir con su mirada.

jueves, abril 05, 2012

Tuve otro sueño extraño

Soñé que corría por las calles de la ciudad cargando un montón de papeles entre los brazos. Que no tenía internet en la casa y que por eso había tenido que escribir desesperadamente a mano todo lo que quería decir antes de que se me anudara más tiempo en la garganta.

Alguna vez un maestro me dijo que las hojas de papel son la piel de los árboles que se sacrifican para que nuestras almas se liberen en forma de poemas o garabatos. Me gustó mucho lo que dijo sobre la libertad y los poemas y los garabatos; pero no me gustó esa parte de que los árboles se sacrificaran para eso. Mi maestro notó que se me entristecía el semblante y remató diciendo que ésa también era la forma en que los árboles se liberaban de estar toda su vida en un mismo lugar. Y eso me gustó más.

Seguía corriendo lo más rápido que podía, pues me urgía que mis sentimientos plasmados en papel llegaran a su destino. Corría y corría y de entre las axilas se me escapaban de pronto algunos garabatos y poemas que los árboles recogían con sus ramas y con ellos se cubrían los pedazos donde no tenían corteza.

En eso llegaba a una estación del metro y me tropezaba en las escaleras y todos los papeles se me caían. El convoy del tren subterráneo llegaba envuelto entre chirridos y chispas. Sólo uno de los vagones abría sus puertas y, en el momento en que lo hacía, succionaba con un remolino todas las hojas de papel hacia su interior. Las puertas del vagón se cerraban y el convoy avanzaba hasta perderse en la oscuridad del túnel.

Esperaba el próximo tren para ir detrás de mis pensamientos, pero nunca llegaba. Quise caminar por las vías y cruzar el túnel por donde se habían ido mis sentimientos, pero en ese momento recordé lo que alguna otra vez me dijo el mismo profesor: “Deja tus pensamientos y sentimientos volar. Deja que fluyan y se vayan. No los sigas. Ellos sabrán llegar a quien pertenecen y a quien le pertenecen dará con ellos”.

En eso me desperté. Quise volver a dormirme y soñar lo mismo sólo para estar seguro de que al menos había una persona en la siguiente estación esperando recibirlos.

lunes, abril 02, 2012

Ah, pinchi vieja preguntona

¡Ah, qué pinche preguntona es la señora que me renta el cuarto donde vivo! En serio que es bieeen pinche preguntona. Antes se me hacía bien gacho que su marido y su propio hijo le sacaran la vuelta o le respondieran con cierto hartazgo en su tono de voz cuando la ñora les preguntaba algo, pero neta que ahora los comprendo y hasta los compadezco. 

Y es que uno no puede decirle o preguntarle algo a Mamá Fratelli -recuerden que es idéntica a la villana de la película Los Goonies- porque todo lo responde repitiendo la misma pregunta que uno le hace y, aparte, haciendo más preguntas, pero bien pendejas.

Por ejemplo, la vez pasada necesitaba un trapo húmedo para limpiar una chamarra que se me había manchado y cometí el error de pedirle uno a Mamá Fratelli. Una interacción que pudo haber durado un minuto se tornó una pesadilla de media hora. Esto fue lo que pasó:

-Disculpe, señora: ¿tendrá un trapo que me preste?

 -¿Necesitas un trapo? ¿Para qué necesitas un trapo?

 -Es que se me manchó mi chaqueta.

-¿Se manchó tu chaqueta? ¿De qué se manchó tu chaqueta?

-De comida.

-¿Comiste tacos? (obvio: soy mexicano y para ella debo de comer tacos todos los días)

-Eh… no, sólo se me manchó de comida.

-¿No comiste tacos? ¿Entonces qué comiste para que se te haya manchado?

-Comí sushi.

-¿Sushi? ¿Comiste sushi? ¿Se te manchó de sushi?

-Sí señora, comí sushi… Tendrá un trap…

-¿En dónde comiste sushi?

-Eh… en un restaurante japonés… podría prestarm…

-¿O sea que ya comiste? ¿Ya no vas a cenar?

-Eh… sí, sí voy a cenar… faltan casi 4 horas para la cena. 

-¿Tienes hambre? ¿No comiste suficiente sushi?

-Ahorita no tengo hambre pero en 3 horas tal vez tenga.

-Ok… ¿En México tienen restaurantes japoneses?

-Sí… eh, me podría pres…

- ¿Sí tienen restaurantes japoneses?

-Sí, tenemos muchos… ¿Podría prestarme un tra...

-¿Son igual de costos que aquí, o en México son más baratos?

-Son más baratos. Eeeeh… señora: ¿podría prestarme el trapo que le pedí para limpiar mi chaqueta?

-Oh, sí, deja te lo doy.

Y así hasta el infinito. Todos los días a todas horas. Incluso cuando no le pido nada ella empieza a preguntarme cosas y más cosas. Incluso las más obvias. Por ejemplo, la vez pasada me vio con chamarra de plumas de ganso, orejeras, gorro, bufanda y botas de nieve puestas; y todavía me pregunta: “¿Vas a salir?”. No señora, lo que pasa es que me encanta andar vestido con un chingo de ropa adentro de su casa para cagarme de calor nomás por puro gusto.

Ah, pero ahí no para el asunto. Cuando le respondo que sí, que voy de salida, y ve que tengo mis manos cubiertas con guantes de fibra térmica especial sosteniendo la perilla de la puerta, la señora remata con un: “Está haciendo mucho frío allá afuera”. ¿En seeerio, señora? Yo pensé que estábamos a 40 grados, por eso traigo puestas mis bermudas floreadas, mis chanclas Old Navy de 5 dólares y mi toalla blanca colgando en los hombros, cual suéter de Julio Iglesias.

Confieso que ya de plano perdí la paciencia y trato de evitar a toda costa a Mamá Fratelli. Por eso siempre antes de salir del cuarto abro tantito la puerta y pongo un sombrero en un palo de escoba y lo asomo como carnada, para que Mamá Fratelli se ponga a platicar con el palo con sombrero en lo que yo me escabullo por otro lado. Si todo es silencio en la casa al asomar el palo con sombrero, eso significa que el camino está libre de peligro.

Pero a veces es imposible evitarla. A veces llego a casa después de la escuela y su marido y su hijo están escondidos para no aguantarla, y soy yo el que tiene que hacerla de carne de cañón. Como ya la situación es extrema, lo que ahora hago es fingir que no entiendo lo que me pregunta o le respondo cualquier pendejada, para que pierda la paciencia antes que yo. Por ejemplo, hoy llegué después de la 6 a casa. Al llegar, Mamá Fratelli me esperaba en la cocina, que queda de paso a mi cuarto, y me empezó a bombardear con sus preguntas idiotas:

-Oh, llegaste tarde. ¿A qué se debe que hayas llegado tarde?

-Wachumara la papaya –le respondí.

-¿Cómo?

-Shaka Zulu.

-¿Te fuiste con los amigos de la escuela?

-Shaka kaka titi kaka.

-¿Eh? ¿Qué dices? ¿Te fuiste con los de la escuela?

-Burundango guango.

-¿Entiendes lo que te estoy preguntando?

-Claro que sí, señora.

-Te preguntaba que si te fuiste con tus amigos de la escuela.

-Ah, mis amigos Bunga chaka unga bunga.

-¿Cómo?

-Sí, jajajajaja… así fue. Gracias por preguntar.

-¿Eh? ¿Qué dices?

-….. -y entonces me le quedé viendo en silencio y ella se me quedó viendo con cara de “a este güey ya se le botó la canica o no ha aprendido ni madres de inglés”. Y ya nomás se dio la media vuelta y me dijo:

-La cena va a estar lista en una hora.

Y mi triunfo lo celebré con un grito de guerra digno de un Apache, palmeándome los labios: “¡Ou-ou-ou-ou-ou-ou-ou!”.

Y fue así como me libré de Mamá Fratelli. Por hoy....