lunes, abril 09, 2012

La mirada del búfalo

No sé cuántos de ustedes hayan estado frente a un búfalo africano. Yo lo estuve antes de cumplir los diez años.

Mi padre trabajaba como veterinario en el zoológico del Parque España, que en aquel tiempo comenzaba a hacerse de una vasta colección de animales.
A mi padre -junto a otros dos médicos y dos cazadores experimentados- le habían encomendado la tarea de capturar a una pareja de búfalos negros para ponerlos en cautiverio en el parque.

Era sábado y salimos muy temprano de casa. Mi padre manejó durante tres horas por carretera y veredas sin pavimentar, siguiendo a una camioneta que arrastraba un enorme remolque gris que levantaba nubes de tierra, hasta que llegamos a una cabaña en un rancho cinegético donde se criaban especies que no eran nativas del estado de Nuevo León.

En la cabaña ya nos esperaba un ranchero que conocía el terreno como la palma de su mano. Mi padre y yo subimos en la caja de su camioneta junto a uno de los cazadores, que cargaba un rifle de dardos tranquilizantes con una solución que minutos antes habían preparado basándose en el peso promedio de los búfalos que habitaban en el lugar.

Sentí una punzada eléctrica en la espalda cuando a lo lejos vi la manada. El ranchero que piloteaba la camioneta hizo una señal con la mano para que nos mantuviéramos sentados, y aceleró a fondo. Mi padre me abrazaba y yo sólo veía nubarrones de tierra roja que revoloteaban y se me metían en la boca. De pronto el suelo comenzó a retumbar, como cuando el cielo ruge anunciando que caerá una tormenta. Sin quitarme el brazo de encima, mi padre me gritó que mirara hacia afuera con mucho cuidado, sin ponerme de pie. Al alzar la cabeza vi pasar una marejada de cornamentas de búfalos negros.

El cazador estaba postrado en un pie y en una rodilla, tratando de mantener el equilibrio, apuntando con el rifle hacia el rebaño. De pronto el estruendo del galope fue disminuyendo a la par de la velocidad del vehículo, que se detuvo entre dos pequeñas lomas con árboles muy altos y matorrales. Atrás de nosotros llegó la camioneta con el remolque gris y más gente. Todos se bajaron de los vehículos gritando y dando indicaciones. Algunos búfalos cambiaron de dirección y empezaron a correr hacia nosotros para tratar de escapar. Todos brincamos de nuevo en las cajas de las camionetas. Mi padre me tomó del brazo y corrimos hasta uno de los montículos donde había una especie de escondite entre la maleza y las ramas de los árboles. Mi papá me dijo que ahí me quedara y que no me moviera y lo vi descender de nuevo para unirse al grupo de hombres que jalaba una soga mientras un búfalo forcejeaba.

De pronto el crujir  de unas ramas secas me advirtió que algo estaba a escasos metros de mí.

Miré hacia la izquierda y, del otro lado de un enorme tronco caído, estaba un búfalo negro. Traté de agazaparme, pero su mirada ejerció sobre mí un poder aterrador y fascinante al mismo tiempo. Le escurría baba  del hocico y de vez en cuando algunas moscas se posaban alrededor de sus ojos. Miré hacia donde estaba mi padre, que seguía forcejeando con el grupo que sostenía la soga, y miré de nuevo al animal, que no me quitaba la vista de encima; imponente.
Yo estaba petrificado. Había leído en un tomo de la enciclopedia Salvat que teníamos en casa que los búfalos eran animales de muy mal carácter y sin depredadores naturales, salvo el león y el cocodrilo.  

La bestia también permanecía inmóvil. Viéndome del otro lado de las raíces del tronco caído con unos ojos tan negros que brillaban como las bolas de boliche. Ahí estábamos los dos observándonos con un silencio cómplice, como si fuéramos de la misma especie. De pronto todo fue paz y el miedo se me quitó. Incluso puedo jurar que el animal me sonrió.

Después, el búfalo hizo un sonido, como un estornudo, y se dio la vuelta y se internó entre los árboles moviendo la cola un par de veces. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi padre subió de nuevo por la colina y me empezó a quitar con las manos unas hojas que se me habían adherido al pantalón. 

Bajamos la pequeña pendiente y corrí al remolque para asomarme. Vi a uno de los búfalos adormecido, pero bufando agitadamente. Sentí mucha pena por él.

Mire hacia la loma, hacia el pequeño escondite con el tronco caído y hacia los alrededores, para ver si veía  otra vez al búfalo que me había enfrentado, pues acababa de comprender lo que me había querido decir con su mirada.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

hace poco en un museo me paso algo parecido, la mirada de un torso desnudo se me quedo viendo a los ojos. senti verguenza con mi vino barato y celular-camara en mano.

Anónimo dijo...

pinche guffo y su realismo magico....

César JM dijo...

Muy buena la historia del búfalo sonriente. Pero me parece que lo que te quiso decir con la mirada fue algo así como: Pero mira nada más que tiernito niño me voy a merendar, jaja.

Paztor dijo...

Que buena anécdota carnal. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Quién será el anónimo de arriba? escribe bien!


"La mirada de un torso desnudo se me quedo viendo a los ojos. senti verguenza con mi vino barato y celular-camara en mano".

Sir David von Templo dijo...

Me late eso que dijo el segundo anónimo del realismo mágico. Me encantan tus anecdotas Guffianas de la vida real.

Saludos Guffo

:)

Anónimo dijo...

Si eso hubiese sido verdad te hubieras orinado en los calzones.

Jesús Avila dijo...

Hola Guffo,

Saludos desde Venezuela. He tomado tu vivencia, bastante agradable por demás, para un post de una ganadería de búfalos. Hago llamado a que visiten tu blog.

Cordial saludo

Guffo dijo...

Muchas gracias, Jesús, Saludos.