El Filósofo de Cantina ya no frecuenta como antes El Zacatecas, el bar donde lo conocí junto a un grupo de amigos hace casi una década.
Mon, el mesero bigotón, me comentó que iban a descontinuar la cerveza Superior, pues el único que la pedía era el Filósofo. “Siempre tenemos unas 6 o 7 ahí en la hielera, por si viene el señor; pero ya hace mucho que no viene”, me dijo deslizando un trapo rojo por la barra.
“Hoy sí va a venir”, le dije. “Ayer hablé con él”. Mon sonrió y abrió la hielera. Señaló con su mano el frío interior: había algunas cervezas Superior.
Noté al Filósofo más delgado que hace algunos meses, pero con el mismo semblante jovial y ese halo misterioso que rodea a los hombres sencillos y sabios. Después de saludarlo, Mon le puso enfrente una Superior. Mientras le daba el primer trago, le pregunté la razón –o razones- de su larga ausencia.
“Siempre procuré vivir en este mundo de acuerdo a los valores que mi ser me indicaba que eran los correctos; no mis padres ni mis maestros ni personas ajenas a mi individualidad. Pero tal parece que mi ser, o está pasado de moda o siempre estuvo equivocado.
Sí: tomé la decisión de aislarme. Opté por la reclusión casi total para poder crear un mundo propio, a mi gusto, pues las ofertas de éste ya no me atraen en lo absoluto. Me convertí en un ermitaño para edificar un universo personal que ya existía dentro de mí, pero que había descuidado; un cosmos interno que es imposible mezclar con el entorno bárbaro y vacío que nos rodea.
Me di cuenta que lo que he llevado dentro de mí toda la vida, no es el reflejo de lo que hay allá afuera. Y me sentí engañado. Algo decepcionado. Por eso, con mi aislamiento, tengo la esperanza de que, al menos, los metros cuadrados que habito sean el reflejo de mi interior. Mi único refugio. El mundo como lo quiero.
¿Y sabes qué es lo mejor, Gustavo? Me di cuenta que en verdad no necesito nada. Pero aún mejor es saber que nadie necesita de mí. Te repito: no hay nada que puedan ofrecerme y, lo que yo puedo ofrecer, no les interesa. Estamos a mano. No existe nada allá afuera que me entusiasme tanto como lo poco que tengo en mi pequeño mundo, donde decidí encerrarme voluntariamente y a la vez arrastrado por factores externos que no soporté más.
Sembré árboles en el patio de la casa que habito y llené cada rincón con plantas, pues siempre quise vivir en la selva sin perder ciertas comodidades. Decoré las paredes con mis fotos, mis dibujos y mis recuerdos; y amueble el comedor, la cocina y la habitación a mi gusto, con poco dinero.
Tengo a Hermann Hesse, Charles Bukowski, Italo Calvino, Ayn Rand, Pacheco, Paz, Cortázar y a muchos más en los libreros. A Kurosawa, Del Toro, Linklater, Cazals, Wenders, Bergman y otros en el mueble del televisor, donde también tengo algunos discos compactos. Y tengo a mi mujer a mi lado. Con su mundo entrelazando el mío. No necesito nada más. No hay nada que no tenga ahí. Estoy en paz. Estoy feliz".
Posó con suavidad sobre la barra el envase vacío de su cerveza. Me miró y sonrió. “No te asustes. No estoy enfermo, en fase terminal ni me volví loco. De hecho, renuncié a la locura y a la muerte en vida, Gustavo”. Me palmeó en el hombro y se puso de pie, diciendo que iba a orinar.
Nunca había deseado tanto ser esa persona.
Mon, el mesero bigotón, me comentó que iban a descontinuar la cerveza Superior, pues el único que la pedía era el Filósofo. “Siempre tenemos unas 6 o 7 ahí en la hielera, por si viene el señor; pero ya hace mucho que no viene”, me dijo deslizando un trapo rojo por la barra.
“Hoy sí va a venir”, le dije. “Ayer hablé con él”. Mon sonrió y abrió la hielera. Señaló con su mano el frío interior: había algunas cervezas Superior.
Noté al Filósofo más delgado que hace algunos meses, pero con el mismo semblante jovial y ese halo misterioso que rodea a los hombres sencillos y sabios. Después de saludarlo, Mon le puso enfrente una Superior. Mientras le daba el primer trago, le pregunté la razón –o razones- de su larga ausencia.
“Siempre procuré vivir en este mundo de acuerdo a los valores que mi ser me indicaba que eran los correctos; no mis padres ni mis maestros ni personas ajenas a mi individualidad. Pero tal parece que mi ser, o está pasado de moda o siempre estuvo equivocado.
Sí: tomé la decisión de aislarme. Opté por la reclusión casi total para poder crear un mundo propio, a mi gusto, pues las ofertas de éste ya no me atraen en lo absoluto. Me convertí en un ermitaño para edificar un universo personal que ya existía dentro de mí, pero que había descuidado; un cosmos interno que es imposible mezclar con el entorno bárbaro y vacío que nos rodea.
Me di cuenta que lo que he llevado dentro de mí toda la vida, no es el reflejo de lo que hay allá afuera. Y me sentí engañado. Algo decepcionado. Por eso, con mi aislamiento, tengo la esperanza de que, al menos, los metros cuadrados que habito sean el reflejo de mi interior. Mi único refugio. El mundo como lo quiero.
¿Y sabes qué es lo mejor, Gustavo? Me di cuenta que en verdad no necesito nada. Pero aún mejor es saber que nadie necesita de mí. Te repito: no hay nada que puedan ofrecerme y, lo que yo puedo ofrecer, no les interesa. Estamos a mano. No existe nada allá afuera que me entusiasme tanto como lo poco que tengo en mi pequeño mundo, donde decidí encerrarme voluntariamente y a la vez arrastrado por factores externos que no soporté más.
Sembré árboles en el patio de la casa que habito y llené cada rincón con plantas, pues siempre quise vivir en la selva sin perder ciertas comodidades. Decoré las paredes con mis fotos, mis dibujos y mis recuerdos; y amueble el comedor, la cocina y la habitación a mi gusto, con poco dinero.
Tengo a Hermann Hesse, Charles Bukowski, Italo Calvino, Ayn Rand, Pacheco, Paz, Cortázar y a muchos más en los libreros. A Kurosawa, Del Toro, Linklater, Cazals, Wenders, Bergman y otros en el mueble del televisor, donde también tengo algunos discos compactos. Y tengo a mi mujer a mi lado. Con su mundo entrelazando el mío. No necesito nada más. No hay nada que no tenga ahí. Estoy en paz. Estoy feliz".
Posó con suavidad sobre la barra el envase vacío de su cerveza. Me miró y sonrió. “No te asustes. No estoy enfermo, en fase terminal ni me volví loco. De hecho, renuncié a la locura y a la muerte en vida, Gustavo”. Me palmeó en el hombro y se puso de pie, diciendo que iba a orinar.
Nunca había deseado tanto ser esa persona.