Jorge paseó la mirada por todos los rincones del departamento. Caminó hasta la ventana de la sala y cerró la persiana con un rápido movimiento de manos. Temeroso, tomó la jarra de agua vacía por el asa y se dirigió con cautela hacia su recámara. Abrió el clóset de un tirón con el recipiente de vidrio por encima de la cabeza, pero no había nadie. Se asomó debajo de la cama y dentro del baño y la regadera. Comprobó que se encontraba solo, pero la sensación de estar siendo observado no lo abandonó. Volvió a la cocina, puso la vasija sobre la mesa, tomo un cucharón del cajón del gabinete y se acercó al sobre. Se agachó y lo palmeó con sospecha con el mango del utensilio, para darse una idea de lo que pudiera contener. Lo volteó como si fuera un hotcake y se percató de que no tenía remitente. Pasaron unos segundos hasta que se armó de valor y tomó el paquete con las manos todavía temblorosas, echando vistazos esporádicos alrededor del apartamento. Se puso de pie, abrió la puerta y volteó hacia ambos lados del corredor del edificio, pero no vio a nadie. Creyó escuchar pasos bajando por las escaleras, pero al asomarse por encima del barandal cayó en cuenta que sólo había sido su imaginación.
Jorge se relajó al pensar que la señora Borja de Zulueta había deslizado el paquete por debajo de la puerta, pero, al abrirlo, su conjetura se vino abajo. Del interior del sobre saco un pequeño montón de fotografías tomadas, al parecer, desde un edificio cercano a la plaza Metropolitana. Imágenes de cinco meses atrás, cuando la señora Borja lo había ido a visitar a la oficina que había heredado de su abuelo, en busca de consuelo, mientras su esposo convalecía en el hospital a causa del derrame cerebral.
Jorge no pudo dormir en toda la noche. Una angustia horrible le arañaba dentro del pecho, hasta que el cansancio terminó por cerrarle los ojos casi al amanecer. El timbre del teléfono de su habitación sonó un par de horas después.
– ¿Diga?... –contestó aclarando la garganta.
–Jorge, soy yo, tu vecina. Disculpa la hora, pero mi marido se fue antes de lo normal.
–No, no se preocupe, señora Borja…
– ¿Tienes algo de lo que te pedí, hijo?
–Sí, señora, aquí lo tengo.
–Voy para allá.
Jorge se desprendió de la cama de un salto, se enfundó una playera azul y se dejó puesto el pantalón corto de la piyama. La luz que se filtraba bajo el umbral de la entrada se oscureció cuando la señora Borja golpeó tres veces la puerta. Jorge abrió y la hizo pasar con un ademán amable mientras con la otra mano se aplacaba el cabello.
Le ofreció tomar asiento y algo de beber. Ella agradeció diciendo que acababa de tomarse dos tazas de café y un jugo de toronja, y permaneció de pie. Jorge colocó su computadora portátil sobre la mesa de la cocina y le mostró una serie de fotografías en la pantalla. La señora Borja se mantuvo inmóvil, en silencio, mientras las imágenes desfilaban ante sus ojos. Colocó ambas mano sobre su boca cuando la pantalla se oscureció después de la última fotografía.
–Lo siento mucho, señora Borja…
La mujer acarició la mejilla de Jorge. Sus ojos destellaron por el llanto reprimido, a punto de desbordarse.
–No te preocupes, hijo.
Jorge pensó que no era buen momento para mencionar lo del sobre sin remitente que había recibido la noche anterior, pero no pudo quedárselo callado.
–Señora Borja: anoche me dejaron esto: –dijo, extendiéndole el paquete.
Ella lo abrió, tomó el montón de fotografías del interior y las barajó con rabia ascendente.
–Mi marido estaba en coma… ¡Se iba a morir! -profirió, arrugando las fotos.
Jorge bajó la mirada. La señora de Zulueta dejó caer el montón de imágenes y rompió en llanto.
–Mi marido iba a morirse, Jorge, ¿tú sí lo comprendes, verdad que sí, hijo?
–Sí, señora… lo entiendo.
La mujer se echó hacia adelante y dejó que los brazos de él la envolvieran. Permanecieron en silencio por un rato. Ella sollozaba apoyando el rostro en su hombro huesudo.
–Si mi marido se entera de esto, podré explicárselo. Podré justificarlo. Son muchos años los que llevamos de matrimonio y muchas cosas las que le he aguantado. Pero me preocupa meterte a ti en un lío, muchacho.
–Creo que los dos estamos metidos en un lío, señora –respondió.
La señora Borja se desprendió del abrazo y, con el rostro manchado por el maquillaje corrido, le sonrió. Dio media vuelta y salió del apartamento limpiándose la cara con un pañuelo que sacó del bolso, dejando en el aire una estela de perfume dulzón. Jorge cerró la puerta y volvió a su cuarto. Durmió hasta el medio día a pesar de que la angustia de sentirse observado no lo abandonaba.
En punto de las dos de la tarde, Jorge salió del apartamento y se topó con el señor Zulueta Inzugaray en el pasillo del segundo piso del edificio. Lo saludó con un “buenas tardes” que no obtuvo respuesta. Las piernas le flaquearon al suponer que el hombre ya estaba enterado de lo que había sucedido entre él y su esposa, pero trató de no pensar en eso en todo el día. Era demasiada la carga emocional que había acumulado en tan poco tiempo.
Apenas llegó al despacho, devoró el sándwich de atún que había preparado antes de salir del departamento. Después, encendió su computadora portátil para pasar a un USB las fotos del señor Zulueta y su acompañante. Abrió el archivo con las fotografías y dio una minuciosa repasada a cada una. Sentía curiosidad por el aspecto y la edad de la mujer con la que se veía a escondidas. Comparada con ella, la señora Borja no era una jovenzuela, pero mantenía un halo de frescura al actuar y una belleza física que pocas mujeres conservan a su edad. Jorge agrandaba cada una de las imágenes y las observaba a detalle. Lo que más le sorprendió no fue lo joven y atractiva que era la muchacha, sino un hombre que se veía al fondo: un sujeto de sombrero tipo fedora y traje negro que aparecía en la mayoría de las fotografías mirando de frente a la cámara.
Jorge puso el pasador a la puerta y atrancó una silla entre la perilla y el suelo. Se acercó a la cámara fotográfica, que seguía sujeta en el tripié, y miró a través de ella en varias direcciones de la plaza Metropolitana, con el corazón palpitándole como si se le fuera a salir del pecho.
Jorge se relajó al pensar que la señora Borja de Zulueta había deslizado el paquete por debajo de la puerta, pero, al abrirlo, su conjetura se vino abajo. Del interior del sobre saco un pequeño montón de fotografías tomadas, al parecer, desde un edificio cercano a la plaza Metropolitana. Imágenes de cinco meses atrás, cuando la señora Borja lo había ido a visitar a la oficina que había heredado de su abuelo, en busca de consuelo, mientras su esposo convalecía en el hospital a causa del derrame cerebral.
Jorge no pudo dormir en toda la noche. Una angustia horrible le arañaba dentro del pecho, hasta que el cansancio terminó por cerrarle los ojos casi al amanecer. El timbre del teléfono de su habitación sonó un par de horas después.
– ¿Diga?... –contestó aclarando la garganta.
–Jorge, soy yo, tu vecina. Disculpa la hora, pero mi marido se fue antes de lo normal.
–No, no se preocupe, señora Borja…
– ¿Tienes algo de lo que te pedí, hijo?
–Sí, señora, aquí lo tengo.
–Voy para allá.
Jorge se desprendió de la cama de un salto, se enfundó una playera azul y se dejó puesto el pantalón corto de la piyama. La luz que se filtraba bajo el umbral de la entrada se oscureció cuando la señora Borja golpeó tres veces la puerta. Jorge abrió y la hizo pasar con un ademán amable mientras con la otra mano se aplacaba el cabello.
Le ofreció tomar asiento y algo de beber. Ella agradeció diciendo que acababa de tomarse dos tazas de café y un jugo de toronja, y permaneció de pie. Jorge colocó su computadora portátil sobre la mesa de la cocina y le mostró una serie de fotografías en la pantalla. La señora Borja se mantuvo inmóvil, en silencio, mientras las imágenes desfilaban ante sus ojos. Colocó ambas mano sobre su boca cuando la pantalla se oscureció después de la última fotografía.
–Lo siento mucho, señora Borja…
La mujer acarició la mejilla de Jorge. Sus ojos destellaron por el llanto reprimido, a punto de desbordarse.
–No te preocupes, hijo.
Jorge pensó que no era buen momento para mencionar lo del sobre sin remitente que había recibido la noche anterior, pero no pudo quedárselo callado.
–Señora Borja: anoche me dejaron esto: –dijo, extendiéndole el paquete.
Ella lo abrió, tomó el montón de fotografías del interior y las barajó con rabia ascendente.
–Mi marido estaba en coma… ¡Se iba a morir! -profirió, arrugando las fotos.
Jorge bajó la mirada. La señora de Zulueta dejó caer el montón de imágenes y rompió en llanto.
–Mi marido iba a morirse, Jorge, ¿tú sí lo comprendes, verdad que sí, hijo?
–Sí, señora… lo entiendo.
La mujer se echó hacia adelante y dejó que los brazos de él la envolvieran. Permanecieron en silencio por un rato. Ella sollozaba apoyando el rostro en su hombro huesudo.
–Si mi marido se entera de esto, podré explicárselo. Podré justificarlo. Son muchos años los que llevamos de matrimonio y muchas cosas las que le he aguantado. Pero me preocupa meterte a ti en un lío, muchacho.
–Creo que los dos estamos metidos en un lío, señora –respondió.
La señora Borja se desprendió del abrazo y, con el rostro manchado por el maquillaje corrido, le sonrió. Dio media vuelta y salió del apartamento limpiándose la cara con un pañuelo que sacó del bolso, dejando en el aire una estela de perfume dulzón. Jorge cerró la puerta y volvió a su cuarto. Durmió hasta el medio día a pesar de que la angustia de sentirse observado no lo abandonaba.
En punto de las dos de la tarde, Jorge salió del apartamento y se topó con el señor Zulueta Inzugaray en el pasillo del segundo piso del edificio. Lo saludó con un “buenas tardes” que no obtuvo respuesta. Las piernas le flaquearon al suponer que el hombre ya estaba enterado de lo que había sucedido entre él y su esposa, pero trató de no pensar en eso en todo el día. Era demasiada la carga emocional que había acumulado en tan poco tiempo.
Apenas llegó al despacho, devoró el sándwich de atún que había preparado antes de salir del departamento. Después, encendió su computadora portátil para pasar a un USB las fotos del señor Zulueta y su acompañante. Abrió el archivo con las fotografías y dio una minuciosa repasada a cada una. Sentía curiosidad por el aspecto y la edad de la mujer con la que se veía a escondidas. Comparada con ella, la señora Borja no era una jovenzuela, pero mantenía un halo de frescura al actuar y una belleza física que pocas mujeres conservan a su edad. Jorge agrandaba cada una de las imágenes y las observaba a detalle. Lo que más le sorprendió no fue lo joven y atractiva que era la muchacha, sino un hombre que se veía al fondo: un sujeto de sombrero tipo fedora y traje negro que aparecía en la mayoría de las fotografías mirando de frente a la cámara.
Jorge puso el pasador a la puerta y atrancó una silla entre la perilla y el suelo. Se acercó a la cámara fotográfica, que seguía sujeta en el tripié, y miró a través de ella en varias direcciones de la plaza Metropolitana, con el corazón palpitándole como si se le fuera a salir del pecho.
8 comentarios:
Ya estas listo wey, pide jale en el libro vaquero y así haces guiones y monas chichonas... Chance y asi sales de la mediocridad
Muy buena la historia Guffo, cuando vas a publicar la continuación??
E ignora al pendejo del comentario de arriba de seguro es pura envidia.
Johan: Muchas gracias, compadre. Espero la próxima semana subir la continuación. Buen fin de semana.
Excelente relato! Estimado Guffo desde hace tiempo sigo tu blog, ya que me encanta lo que en el escribes. Mis mejores deseos para ti y tus seres queridos en estas fiestas decembrinas, un abrazo desde Mexicali!
Mi compadre Guffo, acabo de leer tu comentario en mi blog, que la verdad yo mismo lo he dado por muerto más de un par de veces, pero en fin: hierba mala nunca muere!
Me gustó lo que escribiste, lamento no haberlo hecho desde que comenzaste, pero me pondré al corriente pronto y esperaré la continuación... saludos!!
ya guffo, no eres escritor, buscate un trabajo de verdad
Blanche: Igualmente para ti. Un abrazo desde Monterrey.
Mr. Cougar: Saludos, carnal. No dejes morir tu blog, snif.
Anónimos: Escribo por gusto, no porque sea mi trabajo. Que a veces me paguen -no siempre- por lo que escribo, es otra cosa.
Que onda Guffo ya no andas en Canada, he perdido un poco la pista y no acabe de leer el chorizo textual que te aventaste...saludos Atte. Alvaro
Publicar un comentario