Lo malo de ser un hombre reservado es que, seguramente, durante las posadas, tus compañeros del trabajo se vengarán de ti.
No acostumbro ir al periódico donde laboro desde hace casi 12 años, pues gracias al Diablo y a la tecnología, todo lo puedo escanear y mandar por correo; motivo por el cual convivo poco con mis colegas, lo que ha generado un halo de misterio alrededor de mi persona.
“El Guffo es muy raro: nunca viene”. “El Guffo es muy introvertido: nunca convive”. “El Guffo no habla con nadie”. “El Guffo nomás viene cuando es quincena”, son algunos de los comentarios que he escuchado cuando voy a las oficinas del diario (cada quincena, obviamente).
Ser un ente aparentemente solitario y diferente (qué rima tan chingona me acabo de aventar), no es sano ni es algo de lo que me sienta orgulloso o haga alarde. Desde mi humilde experiencia, les recomiendo que no sigan mi ejemplo, pues llegará el día en que les tocará bailar con la más fea... ¡Literalmente!
Resulta que hace un par de días fue la posada del periódico. “Comida gratis, cerveza tempranera y aguinaldo”, pensé; y que me lanzo al lugar del evento.
Llegué cuando casi no había nadie, pues no me gusta llegar y tener que saludar a todos los invitados. Por lo mismo, me gusta ser el último en irme de todos los eventos: para no tener que despedirme. Algunas veces me he ido antes de que se acaben las reuniones sin despedirme, pero la gente se queda con una imagen muy feita de uno, snif.
Total que llegué a la posada, saludé a los dos o tres invitados hambreados que llegaron antes que yo y me fui a sentar junto a un señor que me cae bien a toda madre. El güey fue guerrillero, estuvo en la Liga Comunista 23 de Septiembre, estuvo preso y está bien pinche loco. Total que ahí me puse a cotorrear con él sobre Cuba, la guerra gringa, el Nobel de la Paz, los antidepresivos para niños, las corporaciones, la comida transgénica y demás. En el calor de la plática, el ñor estuvo a punto de sacar su AK 47 para ir a masacrar a los clientes de un Home Depot cercano -quesque por traidores a la patria-, pero lo tranquilicé pidiendo un par de cervezas más.
A la media hora comenzó a llegar más gente. Llegó el mero mero, llegaron los editores, los impresores, los reporteros, etcétera.
“Ooooh, ése es el Guffo”. “Pensé que no iba a venir”. “Hacía mucho que no lo veía”. “Se fue a sentar con el pinche viejo comunista: los dos están igual de locos”. “Pinche Guffo nomás se aparece cuando es quincena o hay posada”, murmuraba la gente.
Total que algunos de los presentes se pararon y dijeron las palabras de agradecimiento de rigor; otros dijeron palabras “emotivas” –según ellos-; el jefe nos recordó lo difícil de la situación mundial y lo bendecidos que éramos por tener trabajo, para luego decirnos que no habrá aumento de sueldo, como no lo hubo el año pasado ni el antepasado...
Después de tanto pinche rollo, comenzaron a servir la comida. Al finalizar la tragazón, hicieron la rifa de regalos (en la que por cierto, no me saqué ni madres, snif) y llegó el momento esperado por todos (menos por mí): el de abrir pista para el bailongo. Subieron todo el volumen de las bocinas y el cholo que contrataron para “ambientar” la posada ordenó que todos los invitados nos paráramos a bailar.
Debido a que es común que los hombres apuestos, varoniles y que usan Agua de Colonia Sanborns como yo, sean asediados por las mujeres que gustan del baile, me fui a esconder un rato al baño para que no me estuvieran atosigando. Me bajé los pantalones, me senté en la taza del escusado e hice como si estuviera cagando. Ahí me quedé un buen rato, hasta que calculé que todos mis compañeros de trabajo estuvieran ya muy entretenidos en la pista de baile y mi ausencia pasara desapercibida.
Salí del baño y volví a la mesa, pero el guerrillero comunista ya no estaba. Había sido capturado por las carnes de una gorda de esas que son bien entusiastas y bien felices y bien bailadoras. Nomás veía su cara roja roja –como bandera de la U.R.S.S.- , dando pasos de baile todos fuera de ritmo y tiesos, como pensando: “Si me viera el Che Guevara bailando música del imperio cumbianchero, se revolcaría en su tumba, gggrrr”.
Total que ordené otra cerveza y sonreí al pensar que me había librado del pinche baile. Pero Dios es muy culero y ni siquiera dejó que le diera el primer trago a mi cheve.
Mientras sonaban los primeros acordes de El Viejo del Sombrerón, de la Sonora Dinamita, la gorda que estaba bailando con el guerrillero volteó a la mesa y se dio cuenta que ahí estaba yo. Los demás compañeros también voltearon y me apuntaron con el dedo –momento que aprovecho el ñor comunista para escapar- y empezaron a corear: “¡Guuuffo, Guuuffo, Guuuffo!”. Yo volteé y puse mi cara de serio, de “yo soy un tipo muy reservado, yo no me llevo con ustedes, dejen me tomo mi cerveza a gusto”. Pero les valió madre –no inspiro respeto, snif- y siguieron gritando: “¡Guuuffooo, Guuuffooo!”. En eso, el pendejo del animador se dio cuenta del desmadre que estaban armando en la pista, y también se puso gritar mi nombre.
Y fue como si le hubieran puesto un cuete en la cola a la pinche gorda... Y que se abre paso entre la gente que estaba en la pista, y que se deja venir a la mesa, baile y baile, señalándome con ademanes que serían sexys sólo en el planeta Barrigax Z33. Yo estaba petrificado.
Aunque he visto muchas veces la película de Cazadores del Arca Perdida, no pude aplicar la táctica que le aplica Indiana Jones a la piedrotota que le sale en un templo. “Ya-valió-verga”, pensé, mientras era succionado por dos tentáculos enormes a la pista de baile.
Todos aplaudían cagados de la risa. El “serio” del periódico se había parado a bailar para hacer el ridículo, snif. Y la pinche canción que no se acababa: “Va de largo, se regresa, si me encuentra parada en la puerta me lanza un piropo y me toca el pito, pi pi pi…Ya me tiene amañada con el pi piii con el pi piii, con el pi piii, con el pi piii…
Dios santo (y eso que soy ateo). Si el infierno existe, de seguro es una posada de empleados gordos bailando cumbias a todo volumen.
“Bailé” dos -o tres- “canciones” porque no me quedó de otra. Era un rehén de la hermana de Agustín Carstens, sobrina del Botija y prima del Elefagente Secreto. En un breve silencio entre canción y canción, fingí que sonaba mi teléfono y me fui a sentar. Me bebí la cerveza que había pedido de un trago para borrar el mal rato y no tener pesadillas en la noche.
Y luego por qué soy un tipo reservado...
No acostumbro ir al periódico donde laboro desde hace casi 12 años, pues gracias al Diablo y a la tecnología, todo lo puedo escanear y mandar por correo; motivo por el cual convivo poco con mis colegas, lo que ha generado un halo de misterio alrededor de mi persona.
“El Guffo es muy raro: nunca viene”. “El Guffo es muy introvertido: nunca convive”. “El Guffo no habla con nadie”. “El Guffo nomás viene cuando es quincena”, son algunos de los comentarios que he escuchado cuando voy a las oficinas del diario (cada quincena, obviamente).
Ser un ente aparentemente solitario y diferente (qué rima tan chingona me acabo de aventar), no es sano ni es algo de lo que me sienta orgulloso o haga alarde. Desde mi humilde experiencia, les recomiendo que no sigan mi ejemplo, pues llegará el día en que les tocará bailar con la más fea... ¡Literalmente!
Resulta que hace un par de días fue la posada del periódico. “Comida gratis, cerveza tempranera y aguinaldo”, pensé; y que me lanzo al lugar del evento.
Llegué cuando casi no había nadie, pues no me gusta llegar y tener que saludar a todos los invitados. Por lo mismo, me gusta ser el último en irme de todos los eventos: para no tener que despedirme. Algunas veces me he ido antes de que se acaben las reuniones sin despedirme, pero la gente se queda con una imagen muy feita de uno, snif.
Total que llegué a la posada, saludé a los dos o tres invitados hambreados que llegaron antes que yo y me fui a sentar junto a un señor que me cae bien a toda madre. El güey fue guerrillero, estuvo en la Liga Comunista 23 de Septiembre, estuvo preso y está bien pinche loco. Total que ahí me puse a cotorrear con él sobre Cuba, la guerra gringa, el Nobel de la Paz, los antidepresivos para niños, las corporaciones, la comida transgénica y demás. En el calor de la plática, el ñor estuvo a punto de sacar su AK 47 para ir a masacrar a los clientes de un Home Depot cercano -quesque por traidores a la patria-, pero lo tranquilicé pidiendo un par de cervezas más.
A la media hora comenzó a llegar más gente. Llegó el mero mero, llegaron los editores, los impresores, los reporteros, etcétera.
“Ooooh, ése es el Guffo”. “Pensé que no iba a venir”. “Hacía mucho que no lo veía”. “Se fue a sentar con el pinche viejo comunista: los dos están igual de locos”. “Pinche Guffo nomás se aparece cuando es quincena o hay posada”, murmuraba la gente.
Total que algunos de los presentes se pararon y dijeron las palabras de agradecimiento de rigor; otros dijeron palabras “emotivas” –según ellos-; el jefe nos recordó lo difícil de la situación mundial y lo bendecidos que éramos por tener trabajo, para luego decirnos que no habrá aumento de sueldo, como no lo hubo el año pasado ni el antepasado...
Después de tanto pinche rollo, comenzaron a servir la comida. Al finalizar la tragazón, hicieron la rifa de regalos (en la que por cierto, no me saqué ni madres, snif) y llegó el momento esperado por todos (menos por mí): el de abrir pista para el bailongo. Subieron todo el volumen de las bocinas y el cholo que contrataron para “ambientar” la posada ordenó que todos los invitados nos paráramos a bailar.
Debido a que es común que los hombres apuestos, varoniles y que usan Agua de Colonia Sanborns como yo, sean asediados por las mujeres que gustan del baile, me fui a esconder un rato al baño para que no me estuvieran atosigando. Me bajé los pantalones, me senté en la taza del escusado e hice como si estuviera cagando. Ahí me quedé un buen rato, hasta que calculé que todos mis compañeros de trabajo estuvieran ya muy entretenidos en la pista de baile y mi ausencia pasara desapercibida.
Salí del baño y volví a la mesa, pero el guerrillero comunista ya no estaba. Había sido capturado por las carnes de una gorda de esas que son bien entusiastas y bien felices y bien bailadoras. Nomás veía su cara roja roja –como bandera de la U.R.S.S.- , dando pasos de baile todos fuera de ritmo y tiesos, como pensando: “Si me viera el Che Guevara bailando música del imperio cumbianchero, se revolcaría en su tumba, gggrrr”.
Total que ordené otra cerveza y sonreí al pensar que me había librado del pinche baile. Pero Dios es muy culero y ni siquiera dejó que le diera el primer trago a mi cheve.
Mientras sonaban los primeros acordes de El Viejo del Sombrerón, de la Sonora Dinamita, la gorda que estaba bailando con el guerrillero volteó a la mesa y se dio cuenta que ahí estaba yo. Los demás compañeros también voltearon y me apuntaron con el dedo –momento que aprovecho el ñor comunista para escapar- y empezaron a corear: “¡Guuuffo, Guuuffo, Guuuffo!”. Yo volteé y puse mi cara de serio, de “yo soy un tipo muy reservado, yo no me llevo con ustedes, dejen me tomo mi cerveza a gusto”. Pero les valió madre –no inspiro respeto, snif- y siguieron gritando: “¡Guuuffooo, Guuuffooo!”. En eso, el pendejo del animador se dio cuenta del desmadre que estaban armando en la pista, y también se puso gritar mi nombre.
Y fue como si le hubieran puesto un cuete en la cola a la pinche gorda... Y que se abre paso entre la gente que estaba en la pista, y que se deja venir a la mesa, baile y baile, señalándome con ademanes que serían sexys sólo en el planeta Barrigax Z33. Yo estaba petrificado.
Aunque he visto muchas veces la película de Cazadores del Arca Perdida, no pude aplicar la táctica que le aplica Indiana Jones a la piedrotota que le sale en un templo. “Ya-valió-verga”, pensé, mientras era succionado por dos tentáculos enormes a la pista de baile.
Todos aplaudían cagados de la risa. El “serio” del periódico se había parado a bailar para hacer el ridículo, snif. Y la pinche canción que no se acababa: “Va de largo, se regresa, si me encuentra parada en la puerta me lanza un piropo y me toca el pito, pi pi pi…Ya me tiene amañada con el pi piii con el pi piii, con el pi piii, con el pi piii…
Dios santo (y eso que soy ateo). Si el infierno existe, de seguro es una posada de empleados gordos bailando cumbias a todo volumen.
“Bailé” dos -o tres- “canciones” porque no me quedó de otra. Era un rehén de la hermana de Agustín Carstens, sobrina del Botija y prima del Elefagente Secreto. En un breve silencio entre canción y canción, fingí que sonaba mi teléfono y me fui a sentar. Me bebí la cerveza que había pedido de un trago para borrar el mal rato y no tener pesadillas en la noche.
Y luego por qué soy un tipo reservado...