En la esquina de Álvarez Cabral y Diego Velázquez había un pequeño edificio de dos plantas, el único edificio de apartamentos en un barrio que, en aquel entonces, comenzaba a poblarse de residencias.
Mis amigos de la cuadra y yo solíamos subir a la azotea de aquella construcción cuando jugábamos a Las Escondidas, pues la oscuridad y los tinacos dispuestos en una de las esquinas de la terraza eran garantía de que nadie nos encontraría.
También subíamos durante el día, para jugar en el desagüe: un tubo de PVC que bajaba por dentro de uno de los muros hasta la banqueta. Una de tantas diversiones consistía en meter por ahí cochecitos Hot Wheels que salían disparados hacia la calle. Recuerdo que una vez la sincronía fue tan perfecta que uno de los carritos fue a dar justo debajo de la llanta delantera de una motocicleta que iba pasando.
Cuando andábamos con ganas de hacer travesuras, orinábamos adentro del caño para mojarle los zapatos a los incautos que pasaban por la acera. Tenía su chiste esta diablura. Requería toda una logística de sincronización; lo que con los Hot Wheels a veces se daba sin planearlo. Para empezar, se necesitaba beber mucha agua y que alguien del grupo –el que menos ganas de orinar tuviera- cumpliera la función de vigía. El vigía, al percatarse de que alguien se acercaba, tenía que calcular la distancia al tanteo, los pasos que le faltaban a la víctima para pasar por el edificio y el tiempo que tardaban los meados en bajar por el tubo; para de inmediato dar la señal que nos indicaba descargar nuestras vejigas en el boquete del canal, esperando que el chorro fuera certero. Los transeúntes pegaban de brincos cuando los orines se desparramaban por el pavimento, y alzaban la mirada al escucharnos correr atacados de la risa para resguardarnos detrás de los tinacos.
Las pisadas de nuestra huida siempre nos delataban con la vecina del departamento de abajo, a quien conocíamos simplemente como La Señora de los Gatos. Sí, desde aquel entonces existían señoras con gatos, pero supongo que no se habían popularizado como hoy porque no existía el Internet. En sí no era una señora, pero ya saben que de niños cualquier persona arriba de los 18 años "es un señor". La mujer tendría entre 25 y 30 años, vivía con su esposo, novio o pareja, y siempre que escuchaba nuestros pasos en la azotea, salía a regañarnos y a pedirnos que por favor nos bajáramos de ahí.
Alguna vez nos invitó a pasar a su depa para mostrarnos la cantidad de gatos que tenía. Desde ahí nos cayó mejor. Por tal motivo, intentábamos subir a jugar a la azotea sin hacer ya tanto ruido, para no molestarla, pero no faltaba a quién se le escapara una risa o un grito que hacía que saliera del apartamento para llamarnos la atención por milésima vez y bajarnos de ahí.
No recuerdo si alguna vez –harta ya de nosotros- fue y habló con nuestros padres acerca de nuestras travesuras; lo que sí es que tiempo después le pusieron una puerta de fierro al edificio y ya nos fue imposible subir a la terraza.
Intentamos hacerlo un par de veces: una vez fue trepando por las ramas de un frondoso trueno que estaba a un lado del desagüe, pero su altura se quedaba corta con la del edificio. La otra vez un amigo lo intentó escalando por la pared de enfrente, pues tenía ladrillos saltados, como un acabado moderno; pero tampoco lo logró, así es que tuvimos que olvidarnos de escondernos detrás de los tinacos, aventar Hot Wheels por el desagüe y mojar con orines los zapatos de desconocidos.
A La Señora de los Gatos la veíamos de vez en vez, cuando salía a fumar al pasillo del edificio o llegaba en su coche y guardábamos la esperanza de que dejara la puerta de fierro abierta y así pudiéramos subir de nuevo a la azotea. Pero con el tiempo dejamos de verla y no volvimos a saber nada de ella.
Sobre la calle Escobedo, pasando
Arteaga, en el centro de la ciudad, hay un bar/restaurante/espacio cultural llamado El
Gargantúa. Alguna vez fui ahí a ver una película o un grupo o algo culturoso, pero jamás
regresé. Nunca volví porque pensé que ya había desaparecido y, antes, venir al centro de la
ciudad me parecía todo un problema; hasta que me cambié a vivir aquí.
Total que resultó que El
Gargantúa sigue existiendo: acaba de cumplir 13 años, según un reportaje que vi
en el periodicote de la ciudad, por lo que el viernes decidí ir a tomarme un par de cervezas y probar los tacos que recomendaban en el artículo.
Cuando llegué al lugar me senté en la
barra. La mujer que atendía detrás del mostrador me informó que ya no estaban
sirviendo los tacos que habían recomendado en la crónica del diario: “Son nada más de 1 a
5 de la tarde”, me comentó, y agregó que por el momento tenían sólo tres tipos de guisos, así
que decidí pedir uno de cada uno y una cerveza. La mujer, de unos cincuenta
años, lentes y cabello liso de color azul, apuntó mi pedido con una pluma en un pedazo de papel, para después transcribirlo en una computadora:
-¿Cuál es tu nombre?, para registrarte aquí en la lista de clientes.
-Gustavo.
-¿Gustavo qué?
-Caballero.
Despegó la mirada del monitor,
bajó el rostro y me observó por encima del armazón de los anteojos, sonriendo:
-Te pareces mucho a tu papá.
-¿En serio? ¿De dónde lo conoce?
-Uuuuy, desde hace mucho tiempo...
De niña, cuando tenía unos 11 ó 12 años, le llevé a tu papá un gato que se me estaba
muriendo; ya no se movía el pobre. Tu papá me lo salvó. No se me olvida.
Después fuimos casi casi vecinos. Tal vez no te acuerdas de mí. Vivía a una
cuadra de tu casa.
-¿A poco? ¿En qué calle vivía?
-En los departamentos de la
esquina de Álvarez Cabral y Diego Velázquez. Soy la señora de los gatos.
Continuará...
10 comentarios:
¡Qué coincidencias, mi Guffo!
Espero con gusto la siguiente entrega.
Que genial!
Como siempre, tus escritos son de lo mejor... saludos desde gdl!!!
Aww muy buena anécdota, gracias por compartir
Ohhhhhh! Ahora sí me sorprendiste, aunque me lo imaginaba. Ya me dejaste con la intriga de saber en qué quedó la plática y si al final quiso servirte los tacos, digo, son viejos conocidos, ¿no? Saludos!!!
Por un momento me imagine en un final de terror, donde los tacos de guisos eran de carne de gato.
Tu destino te persigue Guffo, yo creo que tu cerveza tenia meados y los tacos pelos de gato.
Saludos
Shercas del bajio
Hola Guffo, qué experiencia tan interesante, soy "cliente" de tu blog desde hace años, y aquí sigo expectante de tus vivencias y temas que compartes. Saludos desde Zacatecas!
Buena historia Guffo, no puedo esperar a leer la continuacion...
Aaah, las travesuras de chamaco... nunca se olvidan.
Y que chido se siente encontrarse con alguien de esa época, bueno a menos que le hayas hecho algo ó no se hayan llevado bien. jeje
Voy a leer en que acabo esto.
Saludos...
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