lunes, abril 29, 2013

Aventuras en una sexshop

Ir de compras me pesa como no tienen una idea. Sólo lo hago cuando mis camisas tienen una tonalidad amarillenta en la parte de los sobacos o cuando mis zapatos están más jodidos que los del Chavo del 8; siendo esta última la razón por la que tuve que ir a un centro comercial a comprarme "papos" nuevos.

Pero como no me gusta andar paseando entre aglomeraciones de personas, ni viendo aparadores, ni probándome zapatos como una mujer; primero los busco en Internet. Pongo en Google: "Papos chiditos", y ahí me aparecen un chorro de opciones. Elijo el modelo más elegante, veo en qué tienda lo tienen, compruebo que tengan de mi talla, me cercioro en qué centro comercial está la tienda en donde los tienen y voy directo por ellos, sin hacer escalas en ninguna parte, para así estar el menor tiempo posible rodeado de compradores compulsivos y empleados incompetentes y… gente en general.

Y eso hice precisamente la semana pasada. Me lancé por mis zapatos Flexi directamente a la tienda del centro comercial en la que los tenían, y, una vez que los pagué, salí corriendo de ahí para alcanzar los quince minutos de tolerancia del estacionamiento. Pero, ¡oh, sorpresa!: una mujer extraña me interceptó bajando las escaleras eléctricas, dándome un volante y ofreciéndome pasar a “un nuevo concepto en tiendas”. Cabe aclarar que cuando iba bajando por las escaleras vi que dos personas habían ignorado bien feo a la señora, y pues se me hizo gacho hacer lo mismo porque, podré odiar los centros comerciales y al mundo entero, pero tengo corazón de pollo, snif. Total que la señora me dijo que sólo quitaría cinco minutos de mi tiempo, pero obviamente también me quitaría los 15 pesotes del estacionamiento. Y pues ya, resignado y no teniendo de otra, entré en el local. Era una sexshop.

La señora, muy amable, me dijo: “Deme su mano”, y yo bien obediente se la di. La mujer tomó un botecito de una vitrina con peluche rosa y me embarró una crema en la muñeca; la frotó y me dijo que la oliera. Obedecí. “Es para estimular la vagina de su pareja”, me dijo· “Es comestible. Sabe a fresa. La puede lamer”. Y como yo andaba de obediente, pues me chupé la muñeca y, en efecto: sabía a fresa. Cuando quité el mejunje  de mi mano y me disponía a despedirme con un: “Muchas gracias, pero no me interesa; yo uso pura salivita”,  la mujer me dijo: “Espere: todavía no termino”, y me jaló a otra parte de la tienda y tomó  otro botecito de otra sección de la vitrina, en donde se apreciaban consoladores de todas formas, texturas, tamaños y colores. Y me puse nervioso, snif. “Deme su mano”. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pues, por los nervios, pensé que había dicho: “Deme su ano”; pero no. Aunque no niego que todavía levanté la mano con cierta desconfianza, pues pensé que la ñora me iba a pedir que sostuviera uno de los viborones que tenía en exhibición. Pero no. La señora me puso el aceitito del bote y me lo  frotó en la muñeca. “Éste sabe a coco”. Al querer lamerlo, como hice con la crema, la ñora me dijo: “Éste es para la estimulación anal”. ¡Ay, güey! Hasta me dieron ñañaras y salté pa´tras con la lengua de fuera. “Es comestible, no tema: chúpelo con confianza"; pero como que ya no se me antojó probarlo y sonreí y  mejor me lo embarré en el pantalón.

Todo esto podría parecer algo bien chido, como el inicio de una película porno hardcore; pero nel. En serio que yo ya me quería ir a la chingada de ahí porque me iban a cobrar 15 pesotes en el estacionamiento y porque las agarraderas de la bolsa en donde traía la caja de los zapatos nuevos empezaba a calarme. Pero la vieja nomás no me dejaba porque no paraba de hablar y de jalarme con la mano a otra sección de la larga vitrina que atravesaba el local de pared a pared. Y me siguió mostrando cosas: esposas forradas con terciopelo y con peluche, bolitas chinas para el chikistrikis, pequeños plumeros para estimular entre los dedos de los pies, mazos de póquer para jugar a encuerarse, libros del Kama sutra, libros de sexo tántrico, libros con posiciones bien locas, catálogos de lencería, catálogo de disfraces, calzones con pitos de goma… Neta que me sentí un menonita panista ultraconservador con respecto a mis prácticas sexuales al verme rodeado de tanta cosa maniaca, snif. Y la señora hablaba y hablaba: que si el ano, que si “de a perrito”, que si “los testículos depilados chopeados en chocolate derretido”... Neta que estuve a punto de decirle: “¡Ya bájele de tono, pinche vieja, que se me está parando!”. No, no es cierto. No se me estaba parando… Bueno, nomás un poquito.  

Y pues ahí estuve escuchándola más de media hora, nomás asintiendo, pensando en los 15 pesos que había perdido y aguantándome el dolor de la palma de la mano por el peso de la caja de los zapatos. Hasta que en una de esas pausas en que la mujer quiso tomar aire, le dije que muchas gracias, pero que no iba preparado económicamente para adquirir sendos objetos de placer. Al escuchar esto, la señora puso carita triste, se sacó una tarjeta de las chichis, me dio las gracias por mi tiempo y me dijo que volviera pronto. Y salí de ahí. Con el pito parado. ¡No, no es cierto!... Bueno, nomás tantito.

martes, abril 23, 2013

Amor tlacuache








El fin de semana vi a una pareja de tlacuaches apareándose. Permanecí casi dos horas contemplándolos en silencio mientras el amanecer iba clareando la ciudad. Fue un espectáculo conmovedor. Como pocos he visto en mi vida. El macho lamía el lomo de la hembra con algo que parecía más ternura que instinto animal.

Para los que no lo saben, el tlacuache es de los pocos marsupiales que hay en el continente americano y el único que habita en México. Hace algunos años, en la ciudad de Monterrey, solía haber bastantes de estos animalitos. Abundaban en mi barrio antes de que todo fuera calles y casas; cuando podía cruzar la colonia de lado a lado balanceándome de rama en rama sin pisar una sola vez el suelo. Pero, como pasa en todas partes, la urbanización le ganó terreno a la naturaleza. Los tlacuaches comenzaron a aparecer atropellados o molidos a palos en las banquetas, pues, en su ignorancia y carencia de sensibilidad, mucha gente los veía como plagas: como ratas gigantes que esparcían sus enfermedades y los desperdicios de las bolsas de basura que roían para comer. Hasta que desaparecieron, como lo hicieron otras especies.

Tal vez a algunos de ustedes esto de la pareja de tlacuaches apareándose no les diga mucho, pues en una ciudad como Monterrey –que nunca ha tenido esa "contraparte verde” debido a que se desarrolló en base al concreto, el acero y el vidrio-, los motivos de asombro son otros; pero para mí, este tipo de acontecimientos -aparentemente insignificante por ser una función natural- son importantes y están llenos de sentido. Ser testigo de algo así me recuerda que la vida siempre busca un camino para permanecer; como lo hace el cactus que se aferra a la pared de roca o los dientes de león que brotan sobre la banqueta de alguna concurrida avenida.

La vida se abre paso. Tal vez no tan rápido como el progreso y la modernidad, que lo depredan todo; pero lo hace a su ritmo. O al que le hemos impuesto. Pero lo hace. Me lo recuerdan los tlacuaches -y los colibríes, lagartijas, mariposas y urracas- que antes no veía con tanta frecuencia y que ahora veo casi a diario.

miércoles, abril 17, 2013

Parkour


Y para todos los que me preguntan que qué pedo con El Escuadrón Retro, que cómo se me ocurrió tal mafufada, etcétera; ahí les va más o menos una respuesta:

Creo que dibujé al Escuadrón Retro por primera vez cuando me entró la crisis de los 30, por ahí del año 2007. A diferencia de muchos treintones, a mí no me angustió el hecho de no estar casado, no tener hijos ni haber obtenido un crédito para comprar una casa (los guapos no tenemos tiempo para eso :P). A mí me golpeó la absurda y cursi obsesión de querer volver a ser niño y –obviamente– no poder, pues mi infancia –como la de muchos– ha sido la etapa de vida que más he disfrutado. Y cómo no, si trepaba árboles, construía fuertes en montes baldíos, me bañaba en la lluvia, fabricaba paracaídas con bolsas para la basura, aparecía un dinosaurio oprimiendo un botón de mi reloj y me volvía invisible oprimiendo otro; mi bicicleta volaba, mi cuarto tenía pasadizos secretos que conducían a tesoros y podía tener el mar en casa tapando con un trapo la coladera de la regadera. Todos esos sueños y juegos imaginativos; todos los recuerdos; toda la inocencia y libertad de aquella etapa -que muchas veces olvidamos en el proceso de convertirnos en adultos-, todo lo rescaté para crear estas tiras.

Pero ¿qué pedo con los personajes principales?

Bueno, pues me tocó vivir una época en la que las mamás se enamoraban de Tom Selleck, no se perdían la telenovela Cuna de Lobos y bebían TaB: un refresco bajo en calorías que contenía un endulzante cancerígeno y prometía figuras esbeltas. La primera y única vez que probé -y escupí- esa madre, me supo como si hubiera pegado la lengua en el polo positivo de una pila doble A. Aunque muchos decían que "sabía a medicina", pero nunca especificaban a qué medicina. Recuerdo que mi padre –enemigo público número uno de la comida chatarra– regañaba a mi mamá cada vez que la veía bebiendo una lata de ese nefasto brebaje que terminó por convertirse en la Coca Cola Light, y que mi madre sigue bebiendo a pesar de los regaños de su marido.

Fue también cuando se puso de moda una consola de videojuegos muy sencilla, pero espectacular para aquellos años. Atari 2600, se llamaba. Bastaba un cuadro negro con palanca, un botón anaranjado y mucha imaginación para derribar naves extraterrestres o manejar un coche de carreras que más bien parecía una mancha cuadriculada. A diario nos juntábamos en la casa del niño rico de la cuadra –el único al que sus papás le habían comprado el aparato en Houston– a jugar los cartuchos de Pac-Man, Dig Dug, Frogger, Pole Position, Jungle Hunt, Asteroids y Space Invaders.

Fue precisamente en casa del Pollo -el niño riquillo de la cuadra- que descubrí dentro de un cajón –mientras esperaba mi turno en el Pac-Man– el cubo Rubik. Esa tarde me olvidé por completo del Atari, me senté en un sillón e intenté poner de un mismo color las seis caras del novedoso rompecabezas. No pude formar ni siquiera una. De hecho, es fecha que no lo he logrado. De la única forma que podía hacerlo, era despegando y volviendo a pegar los cuadritos adhesivos de colores o pintándolos a mi antojo con Pincelines.

Muchas cosas marcaron mi infancia, pero las tres anteriores fueron las primeras que me vinieron a la mente cuando se me ocurrió crear a los tres personajes principales del Escuadrón Retro.

Así fue.

miércoles, abril 03, 2013

Con el cerro a un costado


Salgo de casa a las once de la mañana, con un sándwich de jamón con queso y un litro de agua de papaya en la panza. El recorrido al trabajo dura aproximadamente 35 minutos en coche. El Cerro de las Mitras me acompaña al costado izquierdo durante casi todo el camino, hasta que tomo la desviación del libramiento y la imponente masa de piedra y hierba queda a mis espaldas. Hay partes en donde todavía no construyen los fraccionadores, pero no tardan. Las mallas ciclónicas en medio de la nada anuncian el inminente final de miles de metros de arbustos rastreros y árboles de Josué; o yucas, como mejor los conocemos aquí. Durante estas fechas también pueden apreciarse las flores blancas de las anacahuitas y el amarillo intenso de las retamas floreciendo. En algunas partes donde el campo está cercado, hay lonas que anuncian la próxima construcción de un fraccionamiento exclusivo: “Cumbres Allegro”, “Cumbres Bonanza”, “Cumbres Premier”… Un Seven Eleven y una gasolinera desentonan con el paisaje agreste. El contraste me recuerda el chiste aquel de que lo primero que habrá en Marte será un McDonald´s o una de estas tiendas. 

En mis días libres subo hasta acá en bicicleta. Hay algunas veredas por las que puede andarse. Se ven conejos, culebras, lagartijas y gavilanes, hasta que uno se topa con pequeños claros desmontados desde la raíz por maquinaria pesada. El golpe de realidad es duro como el concreto. Pienso que si tuviera dinero, me gustaría ser el dueño aunque fuera de una hectárea. Haría un parque estatal. Un parque ecológico como el de árboles de Josué en California. Con senderos para cross-country, letreros informativos sobre la vegetación y la fauna del lugar, y áreas para acampar. O tal vez construiría un pequeño resort autosustentable. Unas ocho o diez cabañas, y haría actividades diurnas, como tours en bicicleta y safaris fotográficos; y actividades nocturnas, como fogatas y terraza con telescopios para contemplar el cielo. Tendría tarifas especiales cada luna llena y cada que hubiera lluvia de estrellas. Los niños entrarían gratis y se permitiría la entrada a mascotas. Pero de seguro mi plan no es tan redituable como un fraccionamiento.


Tomo el libramiento. El cerro queda atrás. Es la hora de los tráilers. Bajo la velocidad y comienzo a esquivarlos. Un señalamiento verde anuncia que he entrado al pequeño municipio en donde trabajo. Ha dejado de ser el área rural que era hace 25 años, pero no deja de ser un rancho. La diferencia es que donde antes había ejidos ahora hay casas de interés social. No son como las que harán en “Cumbres Allegro” y “Cumbres Bonanza”; estas casas son de un piso y una recámara, con nombres más modestos y absurdos: “Villas Campestres”, “Riveras del Prado”, "Elite Estrella".

Recuerdo que un amigo de la infancia nos invitaba al rancho donde vivían sus abuelos, que quedaba por estos rumbos. El camino me parecía larguísimo. Sentía que viajaba a otro país. Veníamos los fines de semana a nadar en una pila de concreto, a corretear gallinas y montar a caballo. La abuela de mi amigo sacaba agua de un pozo, mataba víboras con machete para secar su carne, ordeñaba vacas y chivas, hervía la leche y nos preparaba panes y tortillas con nata. Nada de eso queda: ni los abuelos de mi amigo, ni los pozos de agua, ni los corrales con animales ni la leche hace nata. Ahora todo es un yermo extenso de donde se elevan nubes de polvo.

Me comentan en el trabajo que los ejidatarios vendieron sus terrenos a las constructoras. Que recibieron buen dinero por ellos. "Un pago justo". Eso dicen. No me consta. Había familias que poseían tierra en donde cabían 20 ó 30 casas de interés social. Pienso que por más justo que haya sido el pago, no creo que se compare vivir en una casa de ésas a vivir en un ejido. Es como enjaular a un cenzontle. Los ejidatarios cambiaron -o los obligaron a cambiar- su patio de tierra con pozo de agua, aves de granja y perros que correteaban entre mezquites y huizaches, por un patio pavimentado de seis por dos metros que seguramente terminará convertido en lavandería o en un cuarto extra. 

Es el costo del progreso que, al parecer, tenemos que pagar aunque no queramos.