miércoles, agosto 29, 2012

Osos y estrellas fugaces

“Estamos a cuatro horas del poblado más cercano, así es que piensen dos veces antes de hacer algo estúpido”, fue la primera advertencia del guía, un tipo flaco y de cabello grisáceo hasta los hombros, quien se jactaba de conocer los siete mil kilómetros cuadrados del Parque Provincial Algonquin como la palma de su mano. “Y por algo estúpido me refiero a no tener comida dentro de las tiendas de campaña ni a cincuenta metros a la redonda del campamento. No queremos toparnos de cerca con un oso, ¿o sí?”.  

En el fondo yo quería toparme con un oso. Tal vez no tan cerca como para orinarme de miedo, pero sí deseaba ver uno –o varios- aunque fuera de lejecitos. El guía siguió hablando mientras mis ojos se perdían en el bosque, imaginando que todo tipo de animales nos observaban agazapados entre la maleza. Las demás advertencias del guía fueron menos lúgubres: quemar todos los desperdicios, nadar bajo nuestro propio riesgo, guardar silencio al acercáramos a territorio de castores, cagar en un pozo “especial”, meter los papeles en una bolsa de plástico y llevarla a la fogata; donde también deberían tirarse las colillas de los cigarros.

Quienes conocen de campismo saben que el oso negro no es tan agresivo como el pardo, cuyo hábitat –por suerte- es más al noroeste de donde nos encontrábamos. El oso negro, por lo general, le huye al ser humano. Rara vez ataca, a menos que se sienta amenazado o sienta que sus crías están en peligro. El guía nos dijo que la manera más sencilla de ahuyentar a un oso negro –siempre y cuando no haya comida cerca- es agitando dos ramas en el aire y hacer mucho ruido. El oso huye en la mayoría de los casos, pues su visión no es muy buena y, al ver y oír tanto alboroto, se imagina que lo que tiene enfrente es un animal de mayor tamaño que él. 

El guía aclaró que esta acción no surte el mismo efecto con los osos pardos, con quienes asegura haber tenido un par de encuentros cercanos: a menos de 50 metros. Si uno hace lo de agitar ramas en el aire y gritar, el oso pardo lo tomará como una agresión, y lo único que queda es correr o subirse a un árbol o “hacerse bolita” y rezar por que el animal no esté hambriento, nos olfatee y se retire sin más. “Pero de preferencia, si se topan con un oso negro, pasen de largo. Aléjense. Hagan como que lo ignoran. Uno nunca sabe cómo actuará la naturaleza”, dijo el guía sacando una cámara fotográfica de su mochila, mostrándonos en la pantalla la cabeza de un perro. Cuando redujo el tamaño de la imagen pudimos apreciar la espina dorsal del animal: impecable, sin rastros de carne. Después nos mostró la foto de un pie desgarrado: un hombre había tomado la primera advertencia a la ligera y, cuando despertó, tenía a medio oso metido en la carpa. “No es que los quiera asustar, simplemente no quiero que se anden con pendejadas, como éste hombre”, concluyó el guía echándose el cabello detrás de las orejas.

Remamos en canoas por varios lagos cristalinos y caminamos durante casi todo el día los tres días que duró el viaje. Vimos ardillas listadas, azulejos, gansos, colimbos, garzas azules, serpientes, tortugas mordedoras, castores, nutrias… pero ningún oso negro. Regresábamos al campamento antes del anochecer. Algunos buscábamos leños para la fogata y otros preparaban la cena; y rotábamos las tareas cada mañana. La última noche el cielo estuvo completamente despejado. El viento barrió las nubes que durante toda la tarde se habían reflejado en la superficie del agua. Después de cenar me acosté sobre una roca musgosa, a unos cuantos metros de la hoguera, con los pies dentro de la orilla del lago. Las chispas del fuego se elevaban y se confundían con las estrellas. No vi osos, pero contemplé como nunca a la osa mayor y a la osa menor. También pude ver cuatro estrellas fugaces. Al día siguiente alguien del campamento me preguntó si había pedido deseos. Le respondí que no, pero que de haberlos pedido hubiera deseado ver más estrellas fugaces. 

O quizás sí pedí deseos sin darme cuenta, pues cada que veía una estrella fugaz trazando la noche, esperaba con todas mis fuerzas ver otra; y otra aparecía. Pero después de la cuarta no vi más meteoros. Tal vez, por accidente, pedí un deseo distinto que apenas está por cumplirse. 

miércoles, agosto 22, 2012

Mamá Fratelli reloaded (o recagada)

Tantos años siendo la esclava doméstica de su marido, de su hijo y de estudiantes de intercambio a quienes renta habitaciones, y Mamá Fratelli no ha sido capaz de aprender a cocinar con buen sazón ni a hacer bien la limpieza del hogar.

Cuando llegué a vivir a la mansión Fratelli me di cuenta de la carga de trabajo que la pobre señora tenía a diario, pues el marido y el hijo tragan peor que pelones de hospicio; por tal motivo lavaba los platos y utensilios que usaba al desayunar y cenar. Pero un día Mamá Fratelli me vio frente al lavadero tallando una espátula con la que acababa de prepararme un huevo, y como que su naturaleza femenina se sintió ofendida y me dijo que qué hacía, que dejara ahí, que ése era su trabajo porque para eso le pagaba una renta. Y pues bueno: en cierta parte tenía razón y no lo volví a hacer… ¡hasta que me di cuenta de lo pinche mal que lava los trastes! No, no mamen. Un niño manco los lavaría mejor utilizando sus muñoncitos, snif.

Neta que es bien vale verga. Talla los platos y los cubiertos con un trapo en vez de usar fibras de acero o estropajo o algo que raspe como chamorro de francesa. Los tenedores siempre tienen queso derretido pegado y los platos hondos residuos de cereal seco. Los vasos ni se diga: siempre tienen el fondo de algún color extraño debido a los polvos endulzantes que le echa al agua y a la leche. Y no me hagan seguir con la mesa, las repisas y los pisos, pues trapea con uno de esos trapeadores de esponja que no limpian ni madres y nunca pasa un pedazo de tela húmeda por el comedor para quitarle las boronas y granos de sal que caen en él. Eso sí: del baño no me puedo quejar ni de mi cuarto, pues este último lo limpio yo, snif.

Pero bueno, pues resulta que Édgar -el amor de Mamá Fratelli- se regresó hace como un mes a México, y en su lugar llegó un brasileño metrosexual que se tarda horas en el puto baño. Yo siempre he tenido una filosofía de vida con los baños: si no eres mujer, si no estás cagando o el pito no te mide más de dos metros y es un pedo enrollarlo de nuevo, ¡no tienes porqué tardarte más de cinco minutos en el baño! Te la paso si te tardas poco más de cinco minutos porque el pito te mide sesenta centímetros -como a mí, snif-, pero fuera de eso no tienes  motivo para pasar más de cinco minutos dentro. Punto.

Total que un día ya iba tarde a la escuela y me quería lavar los dientes, pero Giorgiño Armani estaba en el baño poniéndose sus cremas humectantes en la cara y sus químicos en el pelo y sacándose la ceja y pues yo me quería lavar los pinches dientes y no tenía dónde. Y pues me vino a la mente la idea de hacerlo en el fregadero de la cocina. Qué tanto es tantito, pensé. Mamá Fratelli ni lava bien los trastes, no creo que la haga de pedo por tantita pasta de dientes y tantita baba que caiga en la coladera. Entonces fui a la cocina bien decidido, le dije a Mamá Fratelli que se me había hecho tarde para ir a la escuela y que el baño estaba ocupado y que necesitaba lavarme "el océano" en la cocina por una sola ocasión. Y que me dice la pinche vieja:

-¿Quieres lavarte los dientes en la cocina? ¿Cómo?

- Pues así: como todo el mundo se lava los dientes–le dije haciendo un movimiento de arriba hacia abajo con mi mano a la altura de la boca.

-¿Pero cómo que te los quieres lavar aquí en la cocina?

- Ah, es que el brasileño está en el baño y no sale, y ya voy tarde a la escuela y no me gustaría irme sin lavarme la boca.

-¿En la cocina?, ¿pero cómo?; ahí ponemos los platos y las cucharas y los tenedores… yo creo que no es correcto... es la cocina... hay platos y vasos... no, no creo que sea correcto...

-Sí, Mamá Fratelli- le respondí-, tiene usted razón: fui un loco. Hacer eso sería  ASQUEROSO.

Pinche vieja... ¡Lave bien los trastes, culera, eso sí que es asqueroso!...

P.D. Si supiera que ahí vacío los botes en donde orino para no tener que subir al baño en las madrugadas, jijijijiji...

jueves, agosto 16, 2012

Mamá Fratelli contra los moluscos asesinos

Mamá Fratelli, mi rentera extraterrestre, acostumbra comprar lo más barato que encuentra en el supermercado: paquetes de jamón ahumado de dos dólares y misteriosa fecha de caducidad, cereal más pinche duro que el Maizoro que trae el dibujo del gorila morado, leche tan transparente como la bolsa de plástico en que viene empaquetada, y frutas y verduras que, por lo magulladas, juraría que las roba de la huerta de la casa de al lado.  

Pero no todo es comida barata en la mansión Fratelli. Una noche -aunque ustedes, amados lectores, no lo crean- Mamá Fratelli cocinó mejillones. Sí: mejillones. Y sí: sé que muchos de ustedes no los conocen por no ser de paladar fino; pero qué le vamos a hacer. 
La primera reacción que tuve cuando mi mamá adoptiva me preguntó si me gustaba dicho molusco, fue un “¡Ahijuelachingada!”, acompañado de una relamida de bigotes. Le dije que obviamente me gustaba comer mitílidos, sobre todo porque su forma se parece tanto a la del órgano reproductor femenino porque tiene una… digo… ejem… nada. Bueno, total que, incrédulo todavía de que fueran mejillones –pues son costosos-, me acerqué a la estufa, abrí la olla que humeaba para ver de cerca su contenido y corroborar que no fueran piedras de río con musgo y sal. Y no. En efecto eran mejillones. Por una vez en su vida Mamá Fratelli se había vuelto loca, pero loca en el sentido chido de la palabra, snif. 

Total que para degustar tal manjar me puse mi sombrero de copa, mis guantes blancos, mi monóculo y caminé hasta el comedor dándole vueltas a mi bastón de oro con diamantes. Tomé asiento en la cabecera de la kilométrica mesa y Mamá Fratelli puso frente a mí un plato hondo que rebosaba mejillones. Esa tarde –recuerden que acá la cena es a las seis de la tarde- me comí como tres kilos –sin concha-, porque he de aceptar que le quedaron muy buenos a mi rentera.

El pedo ahora es que Mamá Fratelli se la pasa cocinando mejillones. Tooodos los pinches días me quiere dar a tragar mejillones nomás porque le dije que me gustaban y que le habían quedado ricos. Sí, son deliciosos, Mamá Fratelli, pero no es un platillo que pueda comer todos los días, como mis mega sándwiches, que nunca aprendiste a prepararme, snif. 

Lo más gacho es que yo pensé que mi mamá postiza me estaba consintiendo porque le había gustado tanto que le dijera que le habían quedado muy ricos y por eso me los preparaba, pero resulta que su hijo entró a trabajar al mercado de productos marinos, y resulta que le regalaron un chingó de mejillones y Mamá Fratelli no quiere que se le echen a perder ni que le apesten el congelador.

He comido tres veces mejillones en una semana, pero hoy sí ya de plano dije: “No mame, pinche vieja, ya cámbiele al menú”, y mejor me preparé fruta con yogurt y abrí unas galletas de granola. Cuando Mamá Fratelli vio mi osadía de haber rechazado su cena, me dijo:

-Ahí hay mejillones, los preparé para la cena, ¿no vas a comer mejillones?

-No, señora, muchas gracias. Hoy quiero cenar otra cosa.

-Pensé que te gustaban los mejillones. Me dijiste que te gustaban los mejillones.

-Sí señora, sí me gustan…

-¿Entonces por qué no te los comes? ¿No te gustan? Pensé que te gustaban los mejillones.

-Sí, señora, sí me gustan, ¡PERO NO TODOS LOS PUTOS DÍAS!

Bueno, esto último no lo grité, nomás lo pensé, snif.

lunes, agosto 06, 2012

Velocípedos II

Mi segunda bicicleta fue una ItalJet de color azul, rojo y amarillo, más grande que la Bimex en la que aprendí a andar en… ehmmm… pues en bicicleta, valga la “rebuznancia”.   
Tendría yo doce o trece años. Ésa sí estoy seguro que me la trajo Santa Clos. Obviamente a esa edad no era yo un creyente del viejo gordo y barbón, pues ya tenía “pelícanos en el puerto” –o estaban a punto de salirme-, pero mis hermanas seguían creyendo en él, por lo que mis padres montaron todo un teatro para que no se les cayera el teatrito de “los regalos de Santa” y me obligaron a fingir -con una actuación digna de un premio TVyNovelas- asombro al momento de ver mi nueva “rila” a un lado del pinito de navidad. 

Me acuerdo que en aquel tiempo mis amigos y yo traíamos de moda dos cosas: ponerle un bote de Frutsi a la llanta trasera para que sonara como motocicleta y ponerle nombre a nuestras biclas. También traíamos de moda las revistas Video Risa, pero ahorita estamos hablando de otra cosa. Mi ItalJet era portadora del ridículo mote de “Dragón Multicolor” (no se rían, más respeto por favor, snif), pero en comparación con las de mis amigos –que se llamaban “Tigre Robot”, porque era amarilla con plateado; y “Corcel del Pavimento”, porque era de color blanco- mi bici tenía el mejor nombre del universo (según yo).

También recuerdo que para que los compitas del barrio que no tenían bicicleta pudieran andar con nosotros recorriendo los montes baldíos y las cuadras de nuestras “pandillas” rivales, había unos dispositivos que se llamaban diablitos –ignoro por qué-, que no eran otra cosa más que unas barritas de fierro horizontales que se ponían en los tornillos de la llanta trasera y se podía subir un pasajero de pie. Los diablitos fueron un invento genial, pues al huir de barrios enemigos, quien iba montado atrás servía como escudo humano, cubriendo a quien manejaba la bici de pedradas y botellazos: acción loable y heroica de cualquier niño carne de cañón. Y pues sí,  viví muchas aventuras muy chidas en mis bicicletas.

Pero mi ciudad creció al igual que todas las ciudades del mundo y necesitó dinero y buscó inversionistas y se quiso “modernizar” y “progresar” y "desarrollar" y la cantidad de automóviles y calles y avenidas creció sin control y la gente enloqueció y ¡buaaaa!, snif. Y la mayoría de los parques y plazas y áreas verdes y ciclopistas fueron tragados por la indiferencia y el olvido de ciudadanos y autoridades. Y de aquellos tiempos sobre dos ruedas no quedó nada. Carajo: ya ni los niños de hoy las usan. Hasta ese gusto nos robaron quienes “dirigen" las ciudades, pues, por lo general, entienden que el progreso tiene cuatro ruedas y el retroceso dos; la riqueza cuatro y la pobreza dos; la modernidad cuatro y lo obsoleto dos.

Desgraciadamente la bicicleta no pudo convertirse en un medio de transporte funcional; en un medio de transporte de uso cotidiano sin consecuencias negativas para el ambiente o para la salud pública. Las bicicletas quedaron relegadas -al menos en el México "civilizado”- a deportistas profesionales, aficionados y algunos hipsters y hippies suicidas. Las bicicletas son para quienes pueden darse el lujo de tener un coche con adecuaciones para transportarlas fuera de la ciudad o para quienes buscan contribuir a que haya menos humos tóxicos en las ciudades, arriesgando su vida entre conductores que no poseen una pizca de cultura vial. Pero también pasaron a ser de uso exclusivo de quienes no pueden darse esos lujos porque comer está primero. Algo tan útil, noble y divertido como una bicicleta se convirtió en un estigma social: el que la usa con casco, lentes y ropa deportiva llamativa,  tiene dinero; quien la usa para ir de un lugar a otro porque es su único medio de transporte, es albañil, jardinero, velador o alguna personas que a nadie le importa que llegue sudada a su trabajo; y, si llega sudada a su trabajo, ha de ser un trabajo inferior, porque pos ya saben que “como te ven te tratan” y "la primera impresión es la que cuenta" y esas mamadas. 
Gran diferencia con la mentalidad de los daneses, holandeses y canadienses -por mencionar sólo algunos-; ciudadanos balanceados mentalmente que supieron ver a la bicicleta como un medio de transporte benéfico para propiciar un entorno social saludable y al coche como un gasto excesivo, cuestionable, dañino e impráctico; no como un símbolo de estatus.

Siempre he pensado que las ciudades tendrían mejores ciudadanos si se pudiera llegar en bicicleta a todas partes. Al menos apuesto a que seríamos todos un poquito más felices si nos pudiéramos ahorrar horas de congestionamientos viales y mentadas de madre. Con el uso de las bicicletas no existirían todos esos neuróticos que accionan los cláxones a la menor provocación ni existirían ésos que viven compitiendo para tener el coche más nuevo o el más costoso y así no los deje atrás el nivel socioeconómico en el que creen que radica la felicidad. Nada de eso existiría porque las bicicletas están llenas de nobleza; nos mantienen con los pies en la tierra porque nos ponen en contacto con nuestra infancia y eso es sinónimo del más puro sentimiento de libertad.  

Escribo todo esto porque regresé a Toronto después de recorrer partes de Quebec en bici, pero al llegar a la estación del metro en donde la había dejado encadenada, ya no estaba, snif. Pero bueno. Ya conseguiré otra de segunda mano y a muy buen precio. Por lo pronto les dejo algunas fotos que tomé en mis recorridos.

miércoles, agosto 01, 2012

Velocípedos

Mi primera bicicleta fue una Bimex de color azul cromado. Lo que no recuerdo muy bien es si me la trajo Santa Clos o si me la regalaron mis padres en un cumpleaños; pero para el caso viene siendo lo mismo. Tendría yo seis años.

Mi papá me enseñó a montarla en el parque que estaba casi enfrente de la primera casa donde vivimos, ésa que les conté que demolieron hace algún tiempo -junto con otras tres viviendas- para construir un Starbucks y una lavandería. Nunca usé rueditas laterales porque era de ñoños cobardes y porque mi padre procuraba ir siempre detrás de mí tomando la bicicleta por el asiento y soltándola cuando veía que lograba mantener el equilibrio. A mí sí me querían y no me humillaban poniéndole esas pinches rueditas, que para las bicis vienen siendo algo así como los fierros en los zapatos de Forrest Gump, snif.

No recuerdo la primera caída que sufrí, pero imagino que no fue tan grave, pues, de haberlo sido, la tendría grabada en la chompa y viviría con mucho rencor contra la vida ¡gggrrrrggrrr! Lo que sí no olvido es el susto que me metí la vez que frené y acabé debajo de una camioneta en marcha que no vi al ir de bajada -a toda velocidad- y dar la vuelta en una esquina. La camioneta alcanzó a detenerse antes de pasarme las llantas por encima de las piernas, que no paraban de temblarme cuando mis amigos del barrio y la señora que manejaba me ayudaron a salir –pálido y todo raspado- de abajo del vehículo.

Mis primeras caídas se debieron –creo- a que a esa edad todavía no coordinaba muy bien el cerebro con las piernas (o de plano estaba muy pinche wey), pero como que no alcanzaba a comprender con rapidez que para frenar tenía que hacer como si pedaleara hacia atrás. Eso me revolvía. Entonces, cuando sentía que aumentaba la velocidad de la bici, en vez de pedalear hacia atrás, seguía pedaleando normal. Ni los amorosos gritos de mi padre -“¡Freeena, pendejooo!”- hacían que mi cerebro y mis piernas trabajaran en equipo. Total que cuando veía que no me detendría con nada, instintivamente echaba las patas hacia adelante, resignado, y esperaba el golpe contra una banca o contra el tronco de un árbol o contra algo que me detuviera en seco y me mandara de nalgas al pavimento. Con tres o cuatro golpes de esos la misma tarde, aprendí a frenar.

Tampoco se me olvida la emoción que me invadió la primera vez que no perdí el equilibrio ni me tambaleé y pude dar una vuelta completita al parque sin que mi papá fuera detrás de mí ni me gritara “¡freeena pendejooo!” cuando iba directo a un árbol. Me sentí un centauro: como si mi cuerpo se hubiese fundido con la bicicleta. Como un cyborg del tercer mundo, snif. Sentí cómo mi cerebro daba las órdenes y mi bicicleta las escuchaba y las obedecía tal cual: “A la derecha, a la izquierda, ¡frena!, ahora elévate como en la película de E.T y pasa a un lado de la luna”. Bueno, no; esto último obviamente no resultó. Lo que resultó fue que la emoción me ganó y me sentí invencible, perdí el control, me fui contra los matorrales y acabé en el suelo: como de costumbre. Pero esa sensación de poder y libertad, de ser el amo de mi pequeño mundo -que en ese entonces era todo el mundo-, pocas veces la sentí de nuevo.

 Continuará...