“Estamos a cuatro horas del poblado más cercano, así es que piensen dos veces antes de hacer algo estúpido”, fue la primera advertencia del guía, un tipo flaco y de cabello grisáceo hasta los hombros, quien se jactaba de conocer los siete mil kilómetros cuadrados del Parque Provincial Algonquin como la palma de su mano. “Y por algo estúpido me refiero a no tener comida dentro de las tiendas de campaña ni a cincuenta metros a la redonda del campamento. No queremos toparnos de cerca con un oso, ¿o sí?”.
En el fondo yo quería toparme con un oso. Tal vez no tan cerca como para orinarme de miedo, pero sí deseaba ver uno –o varios- aunque fuera de lejecitos. El guía siguió hablando mientras mis ojos se perdían en el bosque, imaginando que todo tipo de animales nos observaban agazapados entre la maleza. Las demás advertencias del guía fueron menos lúgubres: quemar todos los desperdicios, nadar bajo nuestro propio riesgo, guardar silencio al acercáramos a territorio de castores, cagar en un pozo “especial”, meter los papeles en una bolsa de plástico y llevarla a la fogata; donde también deberían tirarse las colillas de los cigarros.
Quienes conocen de campismo saben que el oso negro no es tan agresivo como el pardo, cuyo hábitat –por suerte- es más al noroeste de donde nos encontrábamos. El oso negro, por lo general, le huye al ser humano. Rara vez ataca, a menos que se sienta amenazado o sienta que sus crías están en peligro. El guía nos dijo que la manera más sencilla de ahuyentar a un oso negro –siempre y cuando no haya comida cerca- es agitando dos ramas en el aire y hacer mucho ruido. El oso huye en la mayoría de los casos, pues su visión no es muy buena y, al ver y oír tanto alboroto, se imagina que lo que tiene enfrente es un animal de mayor tamaño que él.
El guía aclaró que esta acción no surte el mismo efecto con los osos pardos, con quienes asegura haber tenido un par de encuentros cercanos: a menos de 50 metros. Si uno hace lo de agitar ramas en el aire y gritar, el oso pardo lo tomará como una agresión, y lo único que queda es correr o subirse a un árbol o “hacerse bolita” y rezar por que el animal no esté hambriento, nos olfatee y se retire sin más. “Pero de preferencia, si se topan con un oso negro, pasen de largo. Aléjense. Hagan como que lo ignoran. Uno nunca sabe cómo actuará la naturaleza”, dijo el guía sacando una cámara fotográfica de su mochila, mostrándonos en la pantalla la cabeza de un perro. Cuando redujo el tamaño de la imagen pudimos apreciar la espina dorsal del animal: impecable, sin rastros de carne. Después nos mostró la foto de un pie desgarrado: un hombre había tomado la primera advertencia a la ligera y, cuando despertó, tenía a medio oso metido en la carpa. “No es que los quiera asustar, simplemente no quiero que se anden con pendejadas, como éste hombre”, concluyó el guía echándose el cabello detrás de las orejas.
Remamos en canoas por varios lagos cristalinos y caminamos durante casi todo el día los tres días que duró el viaje. Vimos ardillas listadas, azulejos, gansos, colimbos, garzas azules, serpientes, tortugas mordedoras, castores, nutrias… pero ningún oso negro. Regresábamos al campamento antes del anochecer. Algunos buscábamos leños para la fogata y otros preparaban la cena; y rotábamos las tareas cada mañana. La última noche el cielo estuvo completamente despejado. El viento barrió las nubes que durante toda la tarde se habían reflejado en la superficie del agua. Después de cenar me acosté sobre una roca musgosa, a unos cuantos metros de la hoguera, con los pies dentro de la orilla del lago. Las chispas del fuego se elevaban y se confundían con las estrellas. No vi osos, pero contemplé como nunca a la osa mayor y a la osa menor. También pude ver cuatro estrellas fugaces. Al día siguiente alguien del campamento me preguntó si había pedido deseos. Le respondí que no, pero que de haberlos pedido hubiera deseado ver más estrellas fugaces.
O quizás sí pedí deseos sin darme cuenta, pues cada que veía una estrella fugaz trazando la noche, esperaba con todas mis fuerzas ver otra; y otra aparecía. Pero después de la cuarta no vi más meteoros. Tal vez, por accidente, pedí un deseo distinto que apenas está por cumplirse.