Me queda claro que cuando viajo, estoy huyendo de algo. Algunas personas no lo sentirán así. Pero yo sí.
Y no me da vergüenza aceptarlo, pues disfruto huyendo. Huyo de todo, menos de mí mismo.
Me resulta más fácil huir que adaptarme a mi entorno. Para adaptarme, necesitaría permanecer encerrado. No salir. Aislarme. El aislamiento se debe a mi negación a ajustarme a un entorno como el que ofrece mi ciudad, tierra en la que procuro rodearme de personas y cosas valiosas, pero que sigue sin tener la fuerza de atracción suficiente para mantenerme pegado a su suelo.
Antes viajaba más que ahora porque -irónicamente- tenía más trabajo. En aquel tiempo conocí lugares en donde me sentí mejor que en casa. Lugares en donde no tenía la mínima idea del lenguaje o la escritura que se empleaban; lugares en los que me daba a entender con señas, ruidos o dibujos. Y me sentía seguro. Libre. Pleno. Había conexiones más profundas. Curiosamente, más humanas.
Estuve muy lejos de casa, donde jamás imaginé algún día estar, pero nunca me sentí perdido por más perdido que estuviera. Viajar es encerrarse en uno mismo, aunque se tenga al cielo del horizonte como destino y al mundo entero de camino.
Me gusta viajar. Huir. Es como soñar que exploras tierras desconocidas, pero en carne y hueso. Es volar, rodar, correr y caminar hasta encontrar el lugar perfecto. El lugar que sólo existe en sueños.
Por eso, no entiendo a las personas que no soportan viajar teniendo el tiempo y los recursos. ¿Acaso no quieren huir de nada? No entiendo que no disfruten estar tanto tiempo con ellos mismo. Para esa gente, viajar es “no hacer nada”.
Seis horas viendo por la ventanilla de un tren, dos horas recargado en el barandal de un barco, treinta minutos en un tranvía o todo el día sentado frente a un río que resbala entre piedras heladas y musgo, yo, no lo cambio por nada.
Quisiera viajar constantemente. Huir. Evadirme. Que ese fuera mi trabajo. Llevarme conmigo una maleta pequeña y a todas las personas y cosas que amo y nutren mi espíritu. Hasta encontrar el lugar del que jamás huiría.
Y no me da vergüenza aceptarlo, pues disfruto huyendo. Huyo de todo, menos de mí mismo.
Me resulta más fácil huir que adaptarme a mi entorno. Para adaptarme, necesitaría permanecer encerrado. No salir. Aislarme. El aislamiento se debe a mi negación a ajustarme a un entorno como el que ofrece mi ciudad, tierra en la que procuro rodearme de personas y cosas valiosas, pero que sigue sin tener la fuerza de atracción suficiente para mantenerme pegado a su suelo.
Antes viajaba más que ahora porque -irónicamente- tenía más trabajo. En aquel tiempo conocí lugares en donde me sentí mejor que en casa. Lugares en donde no tenía la mínima idea del lenguaje o la escritura que se empleaban; lugares en los que me daba a entender con señas, ruidos o dibujos. Y me sentía seguro. Libre. Pleno. Había conexiones más profundas. Curiosamente, más humanas.
Estuve muy lejos de casa, donde jamás imaginé algún día estar, pero nunca me sentí perdido por más perdido que estuviera. Viajar es encerrarse en uno mismo, aunque se tenga al cielo del horizonte como destino y al mundo entero de camino.
Me gusta viajar. Huir. Es como soñar que exploras tierras desconocidas, pero en carne y hueso. Es volar, rodar, correr y caminar hasta encontrar el lugar perfecto. El lugar que sólo existe en sueños.
Por eso, no entiendo a las personas que no soportan viajar teniendo el tiempo y los recursos. ¿Acaso no quieren huir de nada? No entiendo que no disfruten estar tanto tiempo con ellos mismo. Para esa gente, viajar es “no hacer nada”.
Seis horas viendo por la ventanilla de un tren, dos horas recargado en el barandal de un barco, treinta minutos en un tranvía o todo el día sentado frente a un río que resbala entre piedras heladas y musgo, yo, no lo cambio por nada.
Quisiera viajar constantemente. Huir. Evadirme. Que ese fuera mi trabajo. Llevarme conmigo una maleta pequeña y a todas las personas y cosas que amo y nutren mi espíritu. Hasta encontrar el lugar del que jamás huiría.