De niño tenía una guarida secreta en un armario que casi no utilizábamos en casa. Era el armario en donde mi madre guardaba, a finales de enero de cada año, todo lo navideño: nacimientos, esferas con escarcha, velas aromáticas, coronas con cascabeles, nochebuenas bordadas, extensiones de luces de colores y demás adornos centelleantes.
En ese armario yo guardaba algunos monos de Star Wars que no quería que se me perdieran y los mapas de tesoros que dibujaba y escondía entre los matorrales de los montes de los alrededores, para que algún día alguien los encontrara y pensara que en el barrio había un tesoro enterrado.
Una vez decidí decorar las paredes interiores del armario con las series de foquitos. Pegué las hileras de luces con cinta adhesiva, les di vueltas por el tubo de donde pendían los ganchos de ropa y saqué un extremo de los cables por debajo de la puerta para conectarlos a un enchufe.
Cuando el interior se iluminó, imaginé que flotaba entre cuásares y nebulosas; o que me había perdido en una cueva y un enjambre de luciérnagas había ido a rescatarme. También imaginé que pilotaba una nave espacial y un submarino en lo más profundo del mar, y que cada bombilla era un botón que tenía una función específica.
Recuerdo que ese día me entró el espíritu navideño y se me ocurrió agarrar un cuchillo de la cocina, cruzarme al lote baldío frente a mi casa y cortar un racimo de semillas de ricino para ponerlo como pinito de Navidad en mi guarida secreta.
Cuando mi mamá lo vio, me dijo que tirara esa cosa a la basura, que porque esas bolitas con púas -que mis amigos y yo siempre nos aventábamos- eran venenosa. Al escuchar eso, corrí a toda velocidad a la cocina para lavar el cuchillo que había utilizado para mochar el ramillete, por lo que me sentí todo un superhéroe que había salvado de la muerte a su familia. Y regresé al armario iluminado a seguir imaginando que había salido del submarino por una escotilla y ahora me encontraba rodeado de fauna abisal.
Ayer me acordé de todo lo anterior porque, de visita en casa de mis papás, mi madre me pidió que me subiera a una escalera y bajara unas cajas del clóset. No es el mismo armario, ni la misma casa, ni el mismo yo en muchos aspectos; pero al abrir la puerta y oler el barniz de la madera, de golpe me vinieron un montón de recuerdos navideños; detalles cargados de significados de Navidades que no volverán.
Recordé el espejo en la entrada de casa de mi abuela, en el que tenías que agacharte para poder verte, y también el pequeño espejo que ponía sobre el paixtle para simular un lago en donde descansaban los pastores del nacimiento. Recordé la puerta de vaivén de la sala, por la que nadie acostumbraba cruzar a la cocina porque topaba con un viejo refrigerador que usaban como alacena, pero que esa noche, de tanta gente que había, tenían que usar. Me acordé de doña Chayo, la señora que ayudaba a mi mamá con el aseo y preparaba buñuelos. El olor a canela y manzana de los baños. Los caramelos en forma de bastón que nunca me gustaron, pero usaba como espada. Recordé el espeso manto de humo gris flotando al ras de la calle después de la tronadera de cuentes; y ese penetrante olor a pólvora quemada que sobrevivía hasta la mañana siguiente escondido, tal vez, debajo de todos los pedacitos de papel periódico que cubrían la banqueta.
Tantas cosas... Sólo espero que las Navidades por venir las disfrute tanto como las que extraño, y que den para más y mejores recuerdos
Felices fiestas. Un abrazo a todos.
En ese armario yo guardaba algunos monos de Star Wars que no quería que se me perdieran y los mapas de tesoros que dibujaba y escondía entre los matorrales de los montes de los alrededores, para que algún día alguien los encontrara y pensara que en el barrio había un tesoro enterrado.
Una vez decidí decorar las paredes interiores del armario con las series de foquitos. Pegué las hileras de luces con cinta adhesiva, les di vueltas por el tubo de donde pendían los ganchos de ropa y saqué un extremo de los cables por debajo de la puerta para conectarlos a un enchufe.
Cuando el interior se iluminó, imaginé que flotaba entre cuásares y nebulosas; o que me había perdido en una cueva y un enjambre de luciérnagas había ido a rescatarme. También imaginé que pilotaba una nave espacial y un submarino en lo más profundo del mar, y que cada bombilla era un botón que tenía una función específica.
Recuerdo que ese día me entró el espíritu navideño y se me ocurrió agarrar un cuchillo de la cocina, cruzarme al lote baldío frente a mi casa y cortar un racimo de semillas de ricino para ponerlo como pinito de Navidad en mi guarida secreta.
Cuando mi mamá lo vio, me dijo que tirara esa cosa a la basura, que porque esas bolitas con púas -que mis amigos y yo siempre nos aventábamos- eran venenosa. Al escuchar eso, corrí a toda velocidad a la cocina para lavar el cuchillo que había utilizado para mochar el ramillete, por lo que me sentí todo un superhéroe que había salvado de la muerte a su familia. Y regresé al armario iluminado a seguir imaginando que había salido del submarino por una escotilla y ahora me encontraba rodeado de fauna abisal.
Ayer me acordé de todo lo anterior porque, de visita en casa de mis papás, mi madre me pidió que me subiera a una escalera y bajara unas cajas del clóset. No es el mismo armario, ni la misma casa, ni el mismo yo en muchos aspectos; pero al abrir la puerta y oler el barniz de la madera, de golpe me vinieron un montón de recuerdos navideños; detalles cargados de significados de Navidades que no volverán.
Recordé el espejo en la entrada de casa de mi abuela, en el que tenías que agacharte para poder verte, y también el pequeño espejo que ponía sobre el paixtle para simular un lago en donde descansaban los pastores del nacimiento. Recordé la puerta de vaivén de la sala, por la que nadie acostumbraba cruzar a la cocina porque topaba con un viejo refrigerador que usaban como alacena, pero que esa noche, de tanta gente que había, tenían que usar. Me acordé de doña Chayo, la señora que ayudaba a mi mamá con el aseo y preparaba buñuelos. El olor a canela y manzana de los baños. Los caramelos en forma de bastón que nunca me gustaron, pero usaba como espada. Recordé el espeso manto de humo gris flotando al ras de la calle después de la tronadera de cuentes; y ese penetrante olor a pólvora quemada que sobrevivía hasta la mañana siguiente escondido, tal vez, debajo de todos los pedacitos de papel periódico que cubrían la banqueta.
Tantas cosas... Sólo espero que las Navidades por venir las disfrute tanto como las que extraño, y que den para más y mejores recuerdos
Felices fiestas. Un abrazo a todos.