-Gos? Are you there? – o sea: “¿Gus? ¿Estás ahí?”
- Yes, Fratelli Mom. What fart do you have? - o sea: “Sí, Mamá Fratelli. ¿Qué pedo traes?”
Guardé mi cámara fotográfica para que Mamá Fretelli no la viera y no me empezara a hacer preguntas de que si era hecha en China o de que cuánto me había costado o de que si blablablá, y empecé a morder el manjar que acababa de prepararme. Mamá Fratelli no respondió a mi pregunta, pero escuchaba sus pasos que se acercaban. Algo en el sonido de sus pisadas me advirtió que no eran normales: o la mujer venía trotando a gatas o venía con otra persona, pues se escuchaba mucho pinche zapateo; como un galope.
De pronto, en el umbral de la puerta de la cocina, apareció mi rentera con un joven misterioso. El bocado que estaba masticando se me cayó de la boca cuando escuché a Mamá Fratelli decir:
-Mira, Gus: te presento a Édgar.
¡NOOOOOOOOOOOOOO! (imaginen este grito como en las películas: con el fondo haciéndose hacia atrás y mi imagen acercándose a la cámara). Era ¡Édgar! ¡Mi peor enemigo! ¡Mi rival! El nombre que Mamá Fratelli menciona entre sueños. Ese nombre que le hace soltar suspiros de decepción cuando se percata que quien llega a casa soy yo: “Gos”, y no el mejor inquilino que ha tenido en años. Édgar: ese joven religioso de Monterrey que hace un año vivió en el cuarto en el que ahora yo vivo y del que tanto me ha hablado Mamá Fratelli, estaba justo enfrente de mí.
Al principio le solté una mirada desaprobatoria, acompañada de un gruñido: como haría cualquier perro que siente invadido su territorio; pero Édgar me vio con la nobleza de un ángel y a la vez con algo de sarcasmo en sus pupilas: sabía que yo nunca podría ocupar ese lugar especial en el corazón de Mamá Fratelli, pues ese lugar seguía reservado para él, snif. Los primeros días fueron tensos. Para mí, no para él, que tiene el amor de Mamá Fratelli. Fueron tensos pues llegaba a casa y lo primero que preguntaba la señora era que si Édgar había llegado. Ahora con más razón. Y la misma historia: cuando le decía que era yo, soltaba un “Ooooh…” y me decía que me quitara los zapatos porque no pensaba aspirar, se arremolinaba de nuevo en el sillón y seguía soñando con Édgar.
Pero con el paso de los días, la tensión se fue reduciendo. Tomé las cosas por el lado positivo porque en verdad empezaron a suceder cosas positivas en mi entrono. De hecho, hasta he sentido ganas de abrazar a Édgar, besarle esos cachetotes que tiene y agradecerle todo lo que ha hecho por mí.
Y se preguntaran que qué ha hecho por mí. Pues bueno, para empezar, desde que llegó a la casa Mamá Fratelli ya no me atosiga con sus pláticas comparando lo cara que es la vida en Toronto a diferencia de otros países; tampoco me molesta con sus preguntas racistas y extrañas y sospechosas, pues ya tiene quien la escuche pacientemente para ganarse el cielo; algo que a mí no me interesa. Ya tampoco me siento tan mal cuando Mamá Fratelli dice su nombre en vez del mío. Ahora hasta lo justifico y me vale madres. Pero lo más chingón de todo es que Mamá Fratelli le echa muchísimas más ganas a la hora de cocinar. Ya no prepara la misma pinche ensalada con frijoles negros y garbanzos fríos ni las mismas piernas de pollo desabridas. La vez pasada incluso hasta de arregló y compró jalapeños y se los puso a un guisado de carne de res que hizo para la cena. Incluso hasta escuché que silbaba lo que parecía una canción de Beyonce mientras revolvía el sartén. Entonces, no me puedo quejar: la vida va bien. Lo único que pido es que Édgar se quede hasta que yo me regrese a Monterrey.
Lo extraño es que el día que Mamá Fratelli me presentó a Édgar -esa mañana que le estaba tomando fotos a mi sándwich para enseñárselas a mis lectores- se me jodió mi cámara de fotos. Supongo que Mamá Fratelli y Édgar están conspirando en mi contra y haciéndome brujería, snif.