Comenzó el último mes del otoño. Desde hace algunos días, muy temprano en las mañanas, percibo en el ambiente una brisa fresca y perfumada. Los aromas son variados. A veces el aire huele a leña ardiendo, como huele por las tardes cuando el señor que vende elotes pasa por enfrente de mi casa. Otras veces huele a sopa de verduras hirviendo, como olía la cocina de mi abuela al medio día. Pero la mayoría de las veces me visita en la terraza un olor a hierbas y flores de las cuales me gustaría conocer sus nombres, pero siento que si los supiera, dejarían de tener ese halo silvestre y misterioso. Mientras observó una de las montañas que nos rodean –la imagen que todos deberían grabar en sus cabezas antes de irse a trabajar-, la brisa cargada de aromas también carga consigo las ganas de reconciliarme con esta ciudad.
Pareciera que estos primeros soplos del invierno que se aproxima le cambian el feo rostro a esta capital industrial. Hasta ganas dan de andar caminando entre sus calles, plazas y parques sin miedo a ser asaltado, levantado o a quedar como queso gruyer: lleno de agujeros.
Honestamente, eso de la reconciliación lo hago porque no me gustaría irme a Canadá odiando a esta ciudad por más que la aborrezca. Sé que no es su culpa ser odiosa. Pero tampoco es la mía que así sea.
Juro que no es un odio irracional. Tampoco es un berrinche que se me pudiera pasar fácil. Quizás esté exagerando y ni siquiera sea odio lo que siento; tal vez es sólo hartazgo por haber perdido todas mis expectativas del lugar en el que vivo.
Y sí: mis razones tengo para afirmar que nada va a cambiar, que todo esto es un círculo vicioso y que, con el tiempo, las cosas se van a poner peores o, mínimo, serán iguales que antes y nos llevarán de nuevo a lo que hoy vivimos. Por lo que he concluído que no es la ciudad en la quiero hacer mi vida.
Para comprender y comprobar lo que digo, tendrían que leer algo de historia, análisis político, geografía, periodismo y filosofía, en vez de dejar todo “en manos de Dios”. Todas las respuestas las he encontrado en los libros, y mis decisiones las he basado en lo que he leído y en los sentimientos que desde hace algunos años me abruman.
Conociendo un poco la historia de esta ciudad, comprenderán que no hay muchas esperanzas.
Si saben quiénes son sus fundadores y dueños, se darán cuenta quiénes son los propietarios de las escuelas públicas y privadas que educan a sus hijos y con qué filosofía los educan; se darán cuenta quiénes son los dueños de las empresas, de los bancos, de las tierras, de las iglesias, del transporte, de los medios de comunicación, del gobierno, de tu dinero y de tu vida. Sabiendo lo anterior concluirán que nada cambiará ni a corto plazo ni a mediano plazo. Y como la vida es un plazo muy corto, prefiero no estar aquí.
Rásquenle tantito y verán por qué nunca vamos a tener un transporte colectivo autosustentable y eficiente, que abarque toda el área metropolitana; lean y dense cuenta el por qué vamos a tener siempre más concreto que árboles, más negocios gringos que mexicanos, más basura en el radio y la televisión que contenido nutritivo; lean y verán por qué nunca seremos la ciudad de las bicicletas, la ciudad de la gente culta y por qué sí la gente de esta ciudad seguirá siendo neurótica, agresiva, racistas, pendenciera, soberbia, prejuiciosa, enajenada y de conductas compulsivas. Todo eso está en los libros, y para abrir los ojos y darnos cuenta, hay que leer (y vivir aquí, obviamente); no poner las cosas en manos de Dios.
Las cosas no van a cambiar. Entiéndanlo de una vez. No está en ninguno de nosotros cambiarlas. Aquí nadie quiere un cambio. Monterrey es una ciudad que no compite con nada ni con nadie (si no, échenle un ojo a sus empresas más importantes y díganme si alguna tiene competencia). Monterrey no es una ciudad leal, no es una ciudad moderna, no es una ciudad progresista, no es una ciudad que quiera un cambio. Es como querer poner un restaurante vegetariano exitoso en la capital de los devoradores de carne; en la ciudad donde asar trozos de animales en un gen. Por más ganas que le eches a tu restaurante vegetariano, por más fe que le pongas, por más duro que trabajes, vas a fracasar rotundamente.
Me decido y camino por las calles de esta ciudad, y veo a su gente y me dan ganas de pararme frente a ellos y decirles: “A nadie le importas”, “te están engañando”, “tus hijos no tienen futuro”, “las cosas nunca van a cambiar”, “morirás y nunca verás lo que anhelaste”.
No lo hago porque muchos pensarán “quién es este pinche loco”. Y no lo hago también porque muchos simplemente lo saben. Lo veo en sus miradas resignadas.
En una ciudad donde hay tanto dinero, siempre habrá tratos con quien no debiéramos hacerlos; en un estado que presume tener al municipio más rico de Latinoamérica (monetariamente hablando, recuerden que aquí ser rico es tener dinero y cosas materiales), los problemas siempre serán un chingo; pues en un país sin educación, ni valores, ni oportunidades, ni igualdad, siempre habrá quienes quieran obtener bienes materiales sin ganárselos y vivir el estilo de vida que unos cuantos imbéciles de fuera quieren imponernos. Por lo tanto, esta ciudad siempre será el paraíso de los bandoleros, de los ignorantes y de los huevones. No importa qué tantos maten, no importa qué tanto depuren las policías, no importa qué tantos soldados haya en las calles, no importa qué tantos empleos malpagados generen. Mientras se cambie el envase pero no el contenido, esto seguirá siendo mierda perfumada, pero mierda al fin.
Lo bueno es que ya me voy, y me quiero ir reconciliado con mi ciudad.