En un parque había un hombre con una máquina para hacer burbujas. Y por máquina me refiero a dos varillas de madera unidas en distintos puntos por un mismo cordón que formaba algo así como una telaraña simple. El hombre introducía las baquetas en una cubeta de plástico con agua jabonosa y, al sacarlas y extender en alto la maraña que creaba la cuerda, el viento se encargaba de hacer el resto del trabajo.
Al hombre lo vimos llegar al parque desde muy temprano. Después de haber recorrido un museo, un par de galerías y comido algo, regresamos al mismo punto del parque al caer la tarde, y el hombre seguía ahí: fabricando burbujas.
A esa hora ya había un nutrido grupo de niños a su alrededor: corrían tras las esferas deformes y temblorosas que se elevaban; se amontonaban para tocarlas, brincaban y reían cuando éstas explotaban. El hombre intentaba hacer más burbujas en menos tiempo; burbujas de distintas formas y mayor tamaño. Lo más divertido que vimos fue cuando un niño intentó meterse de un salto en una pompa enorme que iba flotando casi al ras del suelo. La burbuja exploto y el niño cayó al piso de sentón. El timing fue tan perfecto que pareció como si el niño en verdad hubiera ido adentro de la burbuja.
Cuando la cubeta se vació, comprendí que esto de hacer burbujas tiene su ciencia. El hombre llevó el balde a una toma de agua y lo llenó hasta la mitad. Después sacó de su mochila un bote de jabón líquido con dispensador y dos pequeños botes de forma cilíndrica. Apachurró el dispensador del bote de jabón líquido varias veces adentro de la cubeta y luego desenroscó los botes cilíndricos. Metió en cada uno de ellos una cuchara medidora para extraer un polvo rosado que vertió en la mezcla de agua y jabón líquido, y, con uno de los palos con el que hacía las burbujas, comenzó a menear con fuerza.
El hombre se puso de pie, metió de nuevo las varas con la cuerda en la cubeta e intentó hacer una burbuja. Ésta reventó antes de desprenderse de la malla. Entonces echó un poco más del polvo contenido en uno de los cilindros, meneó con fuerza, introdujo de nuevo las baquetas y las extendió en el aire: del tejido emergió una burbuja enorme y destellante. Por eso digo que hacer burbujas tiene su ciencia.
Pensé que se necesita mucha imaginación para armarte una empresa con lo poco que tengas a la mano; una empresa de productos efímeros que te dé suficientes monedas como para poder volver al día siguiente a hacer lo mismo, y no orillarte a conseguir otro trabajo. Pensé que se necesitan muchas agallas para dedicarse a este oficio de hacer burbujas. Agallas socialmente hablando. Me refiero a dejar de lado la vergüenza, el qué dirán y todas esos preceptos sociales que nos meten en la cabeza para aterrarnos; los prejuicios de qué actividad sí es un trabajo de verdad o digno, y cuál no. Recordé mi escrito anterior y pensé que hacer burbujas es casi casi vivir en la indigencia; en otras palabras: hay que estar loco para vivir de hacer burbujas; pero loco en el buen sentido de la palabra. Esta reflexión me llevó a un fragmento del libro Demian, de Herman Hesse:
El impulso que le hace a usted volar es nuestro patrimonio humano, que todos poseemos. Es el sentimiento de unión con las raíces de toda fuerza. Pero pronto nos asalta el miedo. ¡Es tan peligroso! Por eso la mayoría renuncia gustosamente a volar y prefiere caminar de mano de los preceptos legales o por la acera. Usted no. Usted sigue volando, como debe ser. Y entonces descubre lo maravilloso; descubre que lentamente se hace dueño de la situación, que a la gran fuerza general que le arrastra corresponde una pequeña fuerza propia, un órgano, un timón. ¡Esto es estupendo! Sin él uno se perdería sin voluntad por los aires como hacen por ejemplo los locos. Los locos tienen unas intuiciones más profundas que la gente de la acera, pero no tienen la clave ni el timón y se despeñan en el abismo.
Por eso deduje que el hombre de las burbujas del parque Balboa es uno más de los pocos locos con clave y timón que conozco. Ojalá nunca lo asalté el miedo y deje de volar.
Al hombre lo vimos llegar al parque desde muy temprano. Después de haber recorrido un museo, un par de galerías y comido algo, regresamos al mismo punto del parque al caer la tarde, y el hombre seguía ahí: fabricando burbujas.
A esa hora ya había un nutrido grupo de niños a su alrededor: corrían tras las esferas deformes y temblorosas que se elevaban; se amontonaban para tocarlas, brincaban y reían cuando éstas explotaban. El hombre intentaba hacer más burbujas en menos tiempo; burbujas de distintas formas y mayor tamaño. Lo más divertido que vimos fue cuando un niño intentó meterse de un salto en una pompa enorme que iba flotando casi al ras del suelo. La burbuja exploto y el niño cayó al piso de sentón. El timing fue tan perfecto que pareció como si el niño en verdad hubiera ido adentro de la burbuja.
Cuando la cubeta se vació, comprendí que esto de hacer burbujas tiene su ciencia. El hombre llevó el balde a una toma de agua y lo llenó hasta la mitad. Después sacó de su mochila un bote de jabón líquido con dispensador y dos pequeños botes de forma cilíndrica. Apachurró el dispensador del bote de jabón líquido varias veces adentro de la cubeta y luego desenroscó los botes cilíndricos. Metió en cada uno de ellos una cuchara medidora para extraer un polvo rosado que vertió en la mezcla de agua y jabón líquido, y, con uno de los palos con el que hacía las burbujas, comenzó a menear con fuerza.
El hombre se puso de pie, metió de nuevo las varas con la cuerda en la cubeta e intentó hacer una burbuja. Ésta reventó antes de desprenderse de la malla. Entonces echó un poco más del polvo contenido en uno de los cilindros, meneó con fuerza, introdujo de nuevo las baquetas y las extendió en el aire: del tejido emergió una burbuja enorme y destellante. Por eso digo que hacer burbujas tiene su ciencia.
Pensé que se necesita mucha imaginación para armarte una empresa con lo poco que tengas a la mano; una empresa de productos efímeros que te dé suficientes monedas como para poder volver al día siguiente a hacer lo mismo, y no orillarte a conseguir otro trabajo. Pensé que se necesitan muchas agallas para dedicarse a este oficio de hacer burbujas. Agallas socialmente hablando. Me refiero a dejar de lado la vergüenza, el qué dirán y todas esos preceptos sociales que nos meten en la cabeza para aterrarnos; los prejuicios de qué actividad sí es un trabajo de verdad o digno, y cuál no. Recordé mi escrito anterior y pensé que hacer burbujas es casi casi vivir en la indigencia; en otras palabras: hay que estar loco para vivir de hacer burbujas; pero loco en el buen sentido de la palabra. Esta reflexión me llevó a un fragmento del libro Demian, de Herman Hesse:
El impulso que le hace a usted volar es nuestro patrimonio humano, que todos poseemos. Es el sentimiento de unión con las raíces de toda fuerza. Pero pronto nos asalta el miedo. ¡Es tan peligroso! Por eso la mayoría renuncia gustosamente a volar y prefiere caminar de mano de los preceptos legales o por la acera. Usted no. Usted sigue volando, como debe ser. Y entonces descubre lo maravilloso; descubre que lentamente se hace dueño de la situación, que a la gran fuerza general que le arrastra corresponde una pequeña fuerza propia, un órgano, un timón. ¡Esto es estupendo! Sin él uno se perdería sin voluntad por los aires como hacen por ejemplo los locos. Los locos tienen unas intuiciones más profundas que la gente de la acera, pero no tienen la clave ni el timón y se despeñan en el abismo.
Por eso deduje que el hombre de las burbujas del parque Balboa es uno más de los pocos locos con clave y timón que conozco. Ojalá nunca lo asalté el miedo y deje de volar.